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Concretando, la situación en aquel momento era la siguiente:

Tras una heroica cruzada por media Europa y un período de la Edad Media, acampamos en un profundo valle, un desfiladero salvaje próximo a la frontera italiana, y nos dedicamos a la búsqueda de nuestro criado Leo, desaparecido de una forma harto extraña. Cuanto más le buscábamos y más se esfumaban nuestras esperanzas de dar con él, tanto más nos sentíamos dominados todos por la opresiva sensación de que la desaparición de Leo no tenía ninguna relación con las ideas de accidente, fuga o rapto, sino que aquello significaba el principio de una lucha, constituía el primer síntoma de una tormenta que se cernía sobre nuestras cabezas. Todo aquel primer día lo dedicamos, hasta el anochecer, a la búsqueda infructuosa de Leo. Mientras estas pesquisas nos agotaban físicamente, aumentando al propio tiempo la sensación de desfallecimiento y de inutilidad, — causaba asombro comprobar que, de hora en hora, iba creciendo en importancia la pérdida de nuestro criado, que Leo significaba más y más para nosotros cada vez. No se trataba sólo de que a todos los peregrinos, y sin duda alguna también a toda la servidumbre, nos doliera la desaparición de aquel joven servicial unánimemente apreciado, sino que, cuanto más se confirmaban nuestros temores, tanto más imprescindible nos parecía su persona: sin Leo, sin su buen humor y sus canciones, sin su rostro agradable, sin su gran entusiasmo por nuestra causa, a todos nos parecía que la empresa en sí perdía, por causas desconocidas, algo de su valor. Por lo menos, así me sucedía a mí. Durante el transcurso de aquellos meses, a pesar de los continuos esfuerzos y de algunos pequeños desengaños, no había sufrido ni un momento de desfallecimiento o de duda. Ningún caudillo triunfante, ningún pájaro en su emigración hacia Egipto, podía sentirse más seguro de su objetivo, de su misión, más convencido de la certidumbre de su actuación y de sus aspiraciones, que yo durante aquel viaje. Pero desde la desaparición de Leo, mi ánimo se mostraba inquieto. Esperaba lleno de ansiedad el regreso de algún mensajero, y durante aquel largo día de otoño, azul y dorado, estuve pendiente de los gritos y de las señales, de nuestros guardianes en el funesto, desfiladero, mientras aguardaba la llegada de algún parte o noticia con una tensión que iba paulatinamente en aumento, para sufrir cada vez un nuevo desengaño; mientras contemplaba los rostros desconcertados de mis compañeros, sentí por primera vez en mi corazón algo muy semejante a la tristeza y la duda. Al crecer estos sentimientos se afirmó en mi la certeza de que no era sólo la pérdida de Leo lo que me angustiaba, sino el comprobar que todo se tornaba impreciso y dudoso, que el valor inmutable de las cosas amenazaba con derrumbarse, que todo perdía su sentido: nuestra camaradería, nuestra fe, nuestro juramento, nuestro viaje a Oriente, nuestra vida, en fin.

Aunque me equivocara al suponer en los demás la existencia de los mismos sentimientos que a mí me dominaban, aunque más adelante me engañase respecto a mis propias ideas y a mis vivencias y en muchas cosas que sucedieron en realidad, bastante más tarde y que yo subjetivamente situé en aquella fecha, a pesar de todo, existe el hecho asombroso del equipaje de Leo. Prescindiendo de mis impresiones personales, ocurrió algo extraño, fantástico que vino a aumentar considerablemente nuestros temores. Fue lo siguiente: En el curso de nuestra estancia en el desfiladero de Morbio, mientras proseguíamos la infatigable búsqueda del desaparecido, notó primero uno, luego otro, y bien pronto todos, la desaparición de algo importante, de alguna cosa imprescindible en su equipaje. No fue posible encontrar dichos objetos por ninguna parte, y cada cosa que se echaba a faltar se sabía con certeza que tenía que encontrarse en el equipaje de Leo. Pero el equipaje de Leo, como el de todos, se reducía a una simple mochila de excursionista. Sin embargo, no había duda posible, todas aquellas cosas importantes que cada uno de nosotros llevaba consigo en el viaje, se hallaban ahora en la misteriosa mochila que desapareció con su dueño. Aunque se trate de la conocida debilidad humana, que valora excesivamente y considera imprescindible un objeto en el momento preciso de su pérdida aunque en realidad alguno de aquellos objetos que notamos a faltar en el desfiladero de Morbio y cuya desaparición tanto nos había consternado se encontrase de nuevo y su falta no resultara realmente de tanta importancia, nosotros no lo sentíamos así y, con una inquietud justificada, vivíamos pendientes de la desaparición de una serie de objetos que reputábamos de suma importancia. y sucedió que, poco a poco, fuimos encontrando de nuevo, entre nuestras provisiones, aquellos objetos que injustamente habíamos dado por perdidos y sobre cuyo valor nos habíamos equivocado. Si hemos de exponer aquí lo esencial y dejar constancia de lo absurdo de nuestra situación, baste con decir que, en el transcurso del viaje y para bochorno nuestro, muchos de los instrumentos, joyas, mapas y documentos que encontramos a faltar, se nos revelaron después como totalmente inútiles. Parecía como si cada uno de nosotros hubiera forzado a su imaginación a considerar las pérdidas como irreparables, tomando la desaparición de un objeto cualquiera de su pertenencia como lo más importante del mundo, deploran-forzado a su imaginación a considerar las pérdida de su pasaporte, otro de sus mapas, un tercero de la carta de crédito para el califa, otros de esto o de aquello. Al final, cuando volvió a recuperarse todo pieza por pieza- y se reconoció la escasa importancia y valor de los objetos perdidos, pudimos confirmar, con toda seguridad y de un modo definitivo, la pérdida de un documento de un valor incalculable, un documento básico e imprescindible para nuestro Círculo. Pero, en esta cuestión divergían las opiniones. ¿Se hallaba realmente el tal documento en el equipaje de Leo? ¿Lo llevábamos realmente con nosotros? Aunque existiera unanimidad absoluta sobre el gran valor del documento y la gran importancia de su pérdida, muy pocos se atrevieron, entre ellos yo, a afirmar que lo lleváramos con nosotros desde el principio del viaje. Unos opinaban que en la mochila de Leo iba algo parecido, pero que en modo alguno se trataba del documento original, y sí sólo de una copia; los demás estaban dispuestos a jurar que jamás se había tenido intención de llevar el documento original o la copia con nosotros, afirmando que tal cosa hubiera significado una burla al sentido de nuestro viaje. Esto originó calurosas discusiones que trajeron aparejadas una gran cantidad de opiniones contradictorias sobre el lugar donde realmente se encontraba el original, no sabiendo si realmente habíamos poseído la copia o si la habíamos perdido. El documento, se afirmaba, había sido depositado en el Gobierno de Kyhauser. «No — replicaban algunos—, está enterrado junto con la urna que contiene las cenizas de nuestro Maestro.» «¡Tonterías! — replicaban otros —. Este documento fundamental del Círculo fue manuscrito por el Maestro con la escritura especial para esta clase de documentos que sólo él conocía y, por su expresa voluntad, fue quemado conjuntamente con su cadáver.» La cuestión relativa a dónde pudiera hallarse el documento no tenía la menor importancia, ya que después de la muerte del Maestro ningún ojo humano hubiera podido descifrarlo. De todas formas, era muy conveniente saber dónde se encontraban las cuatro — otros decían seis— traducciones del original, que en tiempos del Maestro y bajo su dirección habían sido hechas. Se afirmaba que existía una en chino, otra en griego, una tercera en hebreo y una cuarta en latín, depositadas todas en las cuatro capitales antiguas. Se expusieron aún muchas opiniones y muchos puntos de vista; algunos mantuvieron tercamente sus afirmaciones, otros se dejaron convencer por la argumentación que les ofrecía la parte contraria, para cambiar a poco de punto de vista. En fin, a partir de entonces ya no existió ninguna seguridad y unidad en nuestra comunidad, a pesar de que la gran Idea nos mantenía aún unidos a todos.