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Me acuerdo perfectamente de aquellas primeras disputas. ¡Era algo tan nuevo e increíble en nuestro Círculo, hasta entonces tan indestructiblemente unido! Desde luego, las desavenencias no influyeron en el mutuo respeto y cortesía: al principio al menos, no se produjeron peleas, reproches personales o insultos; para el mundo exterior éramos una comunidad entrañablemente unida. Oigo todavía las voces, veo aún el lugar donde estábamos acampados y en donde tuvieron lugar las disputas. Las primeras hojas doradas del otoño se desprendían de los árboles para caer en la tierra suavemente. Evoco aquellos rostros desacostumbradamente graves y veo todavía una hoja abarquillada que se posa sobre mi rodilla. Estaba allí y escuchaba las discusiones, sintiéndome cada vez más triste y oprimido. Entre aquellas discrepancias, yo mantenía con gran entereza la fe en mi creencia, la triste certidumbre de que, en efecto, el documento original se encontraba en la mochila de Leo y de que había desaparecido y perdido irremisiblemente junto con el criado. Por desconcertante que parezca, mi credulidad sobre este punto era inconmovible y ello me prestaba una cierta firmeza. Por aquel entonces creí poder trocar esta creencia por otra más esperanzadora. Sólo más tarde, cuando perdí definitivamente esta certidumbre y asimilaba cualquier punto de vista ajeno, comprendí lo que en el fondo significaba este último refugio de mi fe.

Pero ahora advierto que estos hechos no se pueden explicar como yo lo hago. Sin embargo, ¿cómo relatar la historia de este viaje único, la historia de una comunidad de almas, la historia de una vida tan sublime y tan repleta de elevados sentimientos? Como uno de los últimos supervivientes de la cruzada, quisiera salvar algo del recuerdo de aquella gran empresa; tengo la impresión de ser uno de aquellos humildes siervos que acompañaban a sus señores — por ejemplo, a Carlomagno— y que conservaban en su memoria una brillante serie de hazañas y de maravillas acaecidas a su señor, pero cuyas imágenes y recuerdos desaparecían con ellos, si no lograban retener parte de los mismos por medio de un cuadro o de la palabra, si no conseguían transmitirlos a la posteridad valiéndose de la canción o del relato oral. Pero, ¿cómo, de qué forma, por medio de qué arte me será posible a mí explicar la historia de nuestro viaje a Oriente? No lo sé. Ya este primer intento, este comienzo emprendido con las mejores intenciones del mundo, me conduce hacia lo incomprensible e inexpresable. Sólo trataba de reseñar lo que había retenido en mi memoria de los distintos acontecimientos e incidentes de nuestro viaje. Al principio, el intento lo reputé fácil. Pero ahora, cuando aún no me ha sido posible explicar gran cosa, me encuentro perdido en este fútil episodio de la desaparición de Leo, con la sensación de que tengo entre mis manos, en lugar de un fino tejido, una complicada madeja de infinitos hilos, para desenredar la cual se precisaría la labor de cien manos durante cien años, sin contar con que cada uno de estos hilos, cuando se le toca y se intenta tirar de él, es tan terriblemente frágil que al menor esfuerzo se rompe entre nuestros dedos.

Imagino que a cualquier historiador que trate de anotar los acontecimientos de una época y tenga intención de decir la verdad, debe ocurrirle algo semejante. ¿Dónde encontrar el término justo, que aclare todos los acontecimientos, el denominador común, algo que podamos considerar como punto de apoyo y que dé sentido a la totalidad de los detalles? Para que surja algo que aclare relaciones distintas y aparentemente dispares, algo que transforme la casualidad en casualidad, a fin de que los acontecimientos adquieran sentido en este mundo, el historiador tiene que inventar la unidad: un héroe, un pueblo, una idea.

Pero si ya resulta difícil narrar una serie de sucesos realmente sucedidos y confirmados, mucho más ardua es la tarea que yo me he propuesto, pues todos los hechos que relato se deslizan hacia la duda tan pronto fijo mi atención en ellos; todo se borra y se diluye, de la misma manera que nuestra comunidad, la más fuerte de este mundo, pero hoy esfumada, inexistente. Y en parte alguna descubro una unidad, un centro, un eje alrededor del cual pueda girar la rueda.

Nuestro viaje a Oriente y la comunidad que llevó a efecto la empresa, nuestro Círculo, son las cosas más importantes, lo único importante de mi vida, algo ante lo que mi propia persona queda completamente anulada. Y ahora, cuando intento anotar y retener los recuerdos de aquella mágica empresa, o al menos una parte de los mismos, tan sólo descubro ante mí un conjunto de imágenes que tiran cada una por su lado. Se reflejan en algo y este algo es mi propio yo, un espejo al que, cuando le interrogo, demuestra ser la nada, la pura superficie de un cristal. Dejo la pluma, con la intención y la esperanza de proseguir mañana o cualquier otro día, quizá para empezar de nuevo desde el principio. Pero detrás de mis intenciones y esperanzas, detrás de esta voluntad inquebrantable de narrar nuestra historia, se alza una duda mortal. La misma que comenzó con la búsqueda de Leo en el desfiladero de Morbio. Esta duda no sólo me hace la pregunta: «¿Es explicable tu historia?» También me interroga de este modo: «¿Pudo ser vivida?» Consolémonos pensando que los combatientes de la Guerra Mundial, a quienes sin duda no les faltaban hechos concretos, ni episodios confirmados por los demás, también llegaron a conocer esta clase de duda.

Capítulo tercero

Desde que escribí lo anterior no he cesado de meditar sobre mi intento, tratando de llevarlo a feliz término. Por desgracia, no he dado aún con una solución; me encuentro frente al caos. Pero me he jurado no ceder, y mi propósito irrevocable me ha llevado a vislumbrar, durante brevísimos instantes, la imagen de un recuerdo que me ilumina como un súbito rayo de sol. Recordé que, igual que ahora, albergaba en mi corazón los mismos sentimientos de duda cuando emprendimos la cruzada a Oriente; también entonces abordamos una empresa al parecer imposible, también entonces avanzamos a través de la oscuridad, sin rumbo determinado y sin las menores perspectivas. A pesar de ello, brillaba en nuestro corazón, más fuerte que cualquier realidad o cualquier posibilidad, la fe en el sentido y en la necesidad de nuestra aventura. Como un escalofrío me sacudía la añoranza de aquellos sentimientos, y en tales instantes todo lo veía claro, y de nuevo todo me pareció posible.

Suceda lo que suceda: he decidido llevar a término mi intento. Aunque tuviese que empezar mi inenarrable historia una y otra y cien mil veces de nuevo, para acabar abocado al mismo abismo, mil veces tornaría a la fatigosa tarea; y aunque las imágenes no formasen un conjunto con sentido propio, siempre trataría de retener con tanta fidelidad como me fuera posible cada partícula de estas imágenes, recordando el primer principio de nuestra gran época, en la que todavía hoy sea posible: no contar nunca, no dejarse engañar nunca por causas razonables, considerar siempre la fe viva más fuerte que la fría realidad., He de reconocer sinceramente que, entretanto, ya he realizado un intento para aproximarme de un modo práctico y razonable a mi objetivo. He visitado a un amigo de juventud que vive aquí, en la ciudad. Se llama Lukas y es director de un periódico de la localidad. Lukas tomó parte en la Guerra Mundial y ha escrito un libro sobre el tema, que ha tenido bastante éxito. Me recibió amistosamente y mostró una evidente alegría al volver a ver a un antiguo compañero de colegio. He sostenido dos largas conversaciones con él.

Intenté hacerle comprender de lo que se trataba. Para ello prescindí de todos los rodeos. Le conté que había sido uno de los participantes en aquella gran empresa, de la que sin duda debía tener noticias, el llamado «Viaje al Oriente» o la «Cruzada del Círculo», o como quiera que entonces fuera denominada nuestra gran empresa por la opinión pública.

— ¡Oh, sí! — dijo sonriendo con amable ironía.

Naturalmente que se acordaba de ello; entre sus amigos se conocía nuestra curiosa aventura con el nombre poco respetuoso de «la cruzada de los niños». Por supuesto, no habían tomado muy en serio nuestras empresa, comparándola con una manifestación teosófica o un movimiento para la unión de todos los pueblos. De todos modos, les habían producido un cierto asombro algunos de los éxitos alcanzados, conmoviéndoles las noticias de nuestra heroica marcha a través de la Suabia superior, nuestro triunfo en Bremgarten, la rendición del pueblo de Tessino e, incluso, alguna vez habían pensado, si no sería posible encauzar nuestro movimiento y ponerlo al servicio de una política republicana. Desgraciadamente, todo pareció esfumarse en el aire; muchos de los jefes abandonaron más tarde la empresa como si se sintieran avergonzados de haber pertenecidos a ella, y no querían ya ni recordarla. Desde entonces, las noticias fueron cada vez más escuetas y contradictorias. A la vista de la situación, habían archivado el asunto, no preocupándose más de él y olvidándolo como a tantos otros movimientos políticos, religiosos o artísticos de los años de la posguerra, época propicia al nacimiento de toda suerte de sociedades secretas con esperanzas y aspiraciones mesiánicas, pero que indefectiblemente caían en el olvido sin dejar el menor rastro.