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—Te daré otra —dice ella. Sus ojos brillan con picar­día—. No me gustan los enredos con hombres casados.

Ahora se está burlando de él. Y él dice, riendo, con­fiando en que va a ceder:

—¡Ésa es la excusa más rebuscada que he oído en mi vida, Elizabeth!

—¿Tú crees? Siento un gran parentesco con ella. Cuen­ta con toda mi simpatía. ¿Por qué iba a ayudarte a en­gañarla?

—¿Engañarla? ¡Qué palabra tan anticuada! ¿Crees que le importaría? Nunca supuso que me mantendría casto en este viaje. Se sentirá halagada, encantada de saber que vine a buscarte aquí. Y querrá saber todo lo que hu­bo entre nosotros. ¿Cómo podría sentirse herida al saber que estuve contigo, cuando tú y ella sois...?

—Sin embargo, me gustaría que te marcharas. Por fa­vor.

—No me has dado una razón convincente.

—No tengo por qué hacerlo.

—Te amo. Quiero pasar la noche contigo.

—Amas a alguien que se me parece —replica ella—. Te lo he repetido. Y, en todo caso, yo no te amo. No me pareces atractivo.

—Oh. A ella sí, pero a ti... no. Ya veo. ¿Cómo me en­cuentras? ¿Feo? ¿Abrumador? ¿Repelente?

—Te encuentro inquietante —dice ella—. Me das un poco de miedo. Eres demasiado intenso, demasiado con­trolado, peligroso quizá. No eres mi tipo. Y probable­mente, yo no soy el tuyo. Recuerda que yo no soy la Eli­zabeth que conociste en el lago de la montaña. Quizá se­ría más feliz si lo fuera, pero no lo soy. Ojalá nunca hu­bieras venido aquí. Y ahora, por favor, vete. Por favor.

XI

Adelante. Este sitio es todo torres resplandecientes y puentes aéreos, la fantasía resplandeciente de una ciu­dad. Allá arriba flotan burbujas de cristal, silenciosos ve­hículos aéreos para pasajeros que contienen dos o tres cada uno, repantigados en posturas elegantemente rela­jadas. Chicas y chicos bronceados yacen desnudos jun­to a altísimas fuentes que escupen espuma turquesa y escarlata. Orquídeas gigantes de tropical voluptuosidad estallan en los muros de hoteles colosales. Pajarillos me­cánicos giran y se precipitan por el aire suave, como ba­las doradas, emitiendo dulces sonidos agudos. De la par­te superior de los edificios más altos llega una música más oscura, unas notas por debajo de los cien ciclos que oscilan alrededor de un persistente redoble central. Éste es un mundo que lleva dos siglos de ventaja al suyo, por lo menos. Nunca podría infiltrarse aquí. Ni siquiera po­dría ser un turista. El único papel que puede desempeñar es el del salvaje que viene de visita, Jemmy Button en­tre los londinenses, y ¿cuál fue, después de todo, el des­tino de Jemmy Button? No muy bueno. ¡Patagonia! ¡Patagonia! Esto fillete no fale aquí, siñor. Rayos de colo­res danzan en el cielo, rojos, verdes, azules, estallando, inundando la ciudad con imágenes trascendentales. Cameron sonríe. No se dejará abrumar, aunque este mun­do es más confuso que el de los coches semioruga. Garbosamente, se planta en el centro de un pequeño parque, entre dos sendas de tránsito abundante y silencioso. Es un jardín formal y exuberante, con helechos agresivos de color naranja y cilindros de cactos sinuosos y llenos de espinas. Las parejas pasan junto a él, cogidas del brazo, ofreciéndose mutuamente tragos de frascos verdes y bri­llantes, cubiertos de escarcha; parecen tubos de jade pulimentado. Delicadamente, balancean uvas azules ante los labios del otro, sonríen, arquean sus cuellos, y cogen el cebo saltando ansiosamente; luego ríen, se besan, se de­jan caer en la hierba espesa y húmeda que tiembla y on­dula y emite suaves melodías rítmicas. Este lugar le gus­ta. Vagabundea por los jardines pensando en Elizabeth, pensando en la primavera y llega, finalmente, a un arro­yo sinuoso en el que se reflejan las altas torres de la ciu­dad como agujas invertidas; se arrodilla para beber. El agua es fresca, dulce, áspera, muy parecida al vino fres­co. Un instante después de que toque sus labios, surge un mecanismo de la tierra esponjosa, cinco esbeltas co­lumnas de bronce, tres con sensores visuales que brotan por todos sus costados, una marcada con un dibujo de rayas oscuras, otra que exhibe un conjunto de luces de color que guiñan. Del dibujo surgen palabras ominosas en un incomprensible lenguaje. Se trata de alguna máquina policíaca que le pide sus documentos; eso es evi­dente.

—Lo siento —dice él—. No entiendo lo que dice.

Otras máquinas están brotando de los árboles, del le­cho del arroyo, del centro de los helechos más espesos.

—Está bien —dice él—. No haré nada malo. Dadme una posibilidad de aprender vuestro lenguaje y prometo ser un ciudadano útil.

Una de las máquinas lo espolvorea con una niebla azu­lada. Otra introduce una pequeña aguja en su antebrazo y extrae una gota de sangre. Se está reuniendo una multi­tud. Lo señalan, ríen despreciativos, se hacen guiños. La música de los edificios se ha vuelto más aguda, más si­niestra en su textura; agita el aire dulce y lo amenaza de forma personal.

—Dejad que me quede —suplica Cameron, pero la mú­sica lo empuja, lo acorrala con una mano plana eirresis­tible, que lo aparta inexorablemente de este mundo. Es demasiado primitivo para ellos. Es demasiado tosco; lle­va consigo demasiados microbios anticuados. Muy bien. Si eso es lo que quieren se marchará, no por temor, no porque lo hayan intimidado, sino por simple cortesía. Se despide con gestos vistosos, haciendo una reverencia dig­na de Raleigh, enviando un beso a la máquina de las cinco columnas, sonriendo, hasta haciendo unos pasos de danza. Adiós. Adiós. La música llega a un salvaje cres­cendo. Oye trompetas celestiales y truenos lejanos. Adiós. Adelante.

XII

Aquí ha surgido una especie de mercado oriental, ma­loliente, abigarrado, medieval. Ancianos de piel, morena y barba blanca con gruesas vestiduras grises aguardan pacientes, sentados junto a sacos abiertos de arpillera que contienen especias y grano. Leprosos y lisiados de piernas largas, que sólo llevan taparrabos y aretes tinti­neantes de cobre brillantes, se mueven majestuosamente entre la multitud, trazando órbitas solitarias, sin hablar, sin comprar nada; sus pieles son de un tono rojizo oscuro, sus rostros, delgados; sus rasgos solemnes están finamente moldeados. Tienen el porte de príncipes incas. Quizá sean príncipes incas. En los regateos y parloteos del mercado, Cameron no oye hablar ninguna lengua co­nocida. Ve brillar el oro cuando se ultima una transac­ción. Las mujeres llevan enormes paquetes en la cabeza y cuando sonríen muestran dientes brillantes. Usan faldas de retazos que cubren sus tobillos pero dejan sus pechos desnudos. Algunas lanzan miradas provocativas a Came­ron, pero no se atreve a devolver sus rápidas exploracio­nes hasta no saber qué es lo que resulta aceptable aquí. En el extremo opuesto de la escuálida plaza descubre a una mujer que bien podría ser Elizabeth; le da la espal­da pero reconocería esos hombros fuertes en cualquier parte, ese porte erguido, esa cascada de cabellos rubios sueltos. Se dirige hacia ella, deslizándose con dificultad, entre los clientes apiñados. Cuando todavía tiene que atra­vesar la mitad de la plaza para llegar hasta ella, advierte a un hombre, a su lado, un hombre alto, un hombre de su misma talla y estatura. Lleva una túnica suelta negra y un pañuelo oscuro cubre la mitad inferior de su cara. Sus ojos son severos y hoscos y una terrible cicatriz, an­cha y rodeada de marcas de puntos, va desde su mejilla izquierda hasta el nacimiento del pelo. El hombre mur­mura algo a la mujer que podría ser Elizabeth; ella asien­te y se vuelve, de modo que ahora, Cameron puede verle la cara y, sí, la mujer parece ser Elizabeth, pero luce una cicatriz igual, horrible, desagradable, en el lado de­recho de su cara. Cameron contiene la respiración. El hombre de la cicatriz, súbitamente, señala algo y grita. Cameron siente un movimiento a un lado y se da la vuel­ta justo a tiempo para ver a un hombre bajo y grueso que viene corriendo hacia él, agitando una cimitarra. Du­rante un instante, Cameron ve la escena como si fuera una fotografía; tiene tiempo de examinar sin prisa la gra­sienta barba de su atacante, su nariz ganchuda y llena de vello, sus dientes amarillos, las piedras baratas que parecen de vidrio incrustadas en la empuñadura de la cimitarra. Luego el terrible filo desciende mientras el ase­sino insulta a gritos a Cameron, en lo que parece ser ára­be. Es una bienvenida lamentable. Cameron no puede prolongar esta investigación. Un momento antes de que la cimitarra lo parta en dos, se marcha a otra parte, lamentándolo.