Armand era un hombre pequeño, coqueto y atildado, poseedor de una simpatía arrolladora y de una cultura inmensa y rara. Pero lo que lo distinguía sobre todo en estos tiempos tan difíciles era su corazón generoso y su palabra acida. Nunca resistía la tentación de un comentario irónico sobre el poder y nunca, me parecía, abandonaría a un amigo, por más que aún tuviere que enfrentarse a tal prueba y superarla.
– ¡Bah, Manuel! -me dijo una noche mientras paseábamos a orillas del río; hacía calor y casi no se oía el murmullo apacible de la espesa corriente que se deslizaba despacio enganchándose apenas a los bancos de arena, como si sólo quisiera acariciarlos con su agua. Por fortuna la humedad y los mosquitos se habían aplacado. A nuestra derecha se adivinaban las sombras de los grandes sauces y de las hermosas matas de flores del parque del Allier que nos separaba del bullicio de la ciudad. Detrás de la vegetación podía distinguirse el chalet de Napoleón in, con las delicadas columnas de su porche y, apenas intuidas en la oscuridad de la noche de verano, las miríadas de arbustos, flores y plantas trepadoras que adornaban su jardín y sus balcones; a cualquier cosa llamaban chalet-. Qué vida tan desagradable nos hemos organizado en este desgraciado país. Nos dejamos derrotar por unos bárbaros provenientes del este, como de costumbre por cierto, y encima nuestros vencidos, liderados por un mariscal imbécil y senil, pretenden imponernos un estilo de vida beato e hipócrita del que abjuramos hace siglo y medio… Pardi! Nos costó una revolución y que rodaran las cabezas de nuestros mejores y ahora regresamos a la estupidez más rancia sin pegar un tiro. Y lo malo es que Pétain es nuestro único valladar frente a los alemanes -sonrió-. ¿Entiende usted la ironía? Nos tenemos que apoyar en él para sobrevivir y, apoyados en él, vamos todos al desastre. ¿Qué le parece?
– Bueno, Armand -le contesté-, ése es el sino de Europa. Estar bajo la bota de esos bárbaros de verde, como usted los llama, permitirles que borren el refinamiento, la anarquía, incluso la suciedad, ¡bendita porquería mon cherl, de nuestra vieja civilización, todo para mayor gloria del Reich del señor Hitler. ¡Todos iguales! Alemania, Italia, Austria, España, Checoslovaquia, Rumania… ¿Puede concebirse una idiotez mayor que pretender borrar dos mil años de historia?
– Los ingleses resisten…
– ¿Por cuánto tiempo, Armand? Y cuando sean invadidos y rotos en mil pedazos y sus flemáticos obreros intercambiados por sus flemáticos prisioneros de guerra internados en Alemania, ¿seguirán manteniendo el rictus feroz de los que resisten? ¿O se convertirán, como todos nosotros, en dóciles doncellas dispuestas a bajarse las faldas para complacer al animal?
– Bueno -dijo sonriendo-, me parece que es subirse las faldas y bajarse los pantalones -y luego continuó en tono dubitativo-, tengo gran aprecio por Churchill y su capacidad de lucha… Es un bárbaro obstinado que nunca se rendirá y que no permitirá que se rinda su país.
– ¡Pero Armand! -exclamé deteniéndome frente a uno de los bancos de la ribera-. ¿Cree usted que todo el país está con Churchill? ¡Ni mucho menos! Empezando por el duque de Windsor que hasta ayer mismo era el rey…
– Menudo botarate.
– Botarate, sí, pero también representante de toda la clase dirigente inglesa, no lo olvide. Con tanto imperio y tanto apaciguamiento son todos de extrema derecha.
– Mais, Manuel, una nación que tiene una marina que bombardea la nuestra en Mers-el-Kébir con la brutalidad con que lo hicieron no me parece la más dispuesta a pactar con el enemigo nazi… De derechas, sí, pero patriotas ante todo, y además -añadió con sorna-, con la inestimable ayuda del petit colonel De Gaulle…
– Ya -reí-. No me parece que De Gaulle sea el aliado más poderoso que tienen los ingleses para ganar esta guerra. ¿Cuánta gente tiene? Un par de docenas, ¿no? Y además, no es petit sino grana colonel.
– ¿Se acuerda usted de Danielle Darrieux? -preguntó de pronto.
– Pues claro…, la actriz -contesté, desconcertado-. Somos buenos amigos. Pero ¿qué…?
– Sí… Almorcé con ella antes de salir de París anteayer. Me manda saludos para usted -sonrió, y siguió andando-. Es inagotable. Por la noche la vi cenando en Maxim’s con el dominicano Rubirosa. ¡Qué hombre extraordinario!
– Es bien cierto -no quise dejar que se distrajera y le puse la mano en el brazo. Giró la cabeza hacia el río y con la barbilla señaló las plácidas aguas, casi invisibles en la oscuridad, como si se dispusiera a hacer una comparación entre el cauce del Allier y algún pensamiento que se le hubiera ocurrido en aquel momento sobre Porfirito, sobre la Darrieux o sobre cualquier otra cosa trascendental, pero no dijo nada-. Sin embargo, éstos son tiempos extraordinarios, Armand -añadí-, en los que todo se trastoca, todo se disparata, ¿verdad? Esta guerra… Vaya, me parece que llevamos en guerra desde el treinta y seis.
– Mais non, Manuel. No es desde el treinta y seis. El mundo está confuso, enmarañado, desde mucho antes de vuestra dichosa guerra de salvajes. Esta anarquía del pensamiento es el mal del siglo -Armand se volvió hacia mí para mirarme con intensidad-. No nos quedan valores reconocibles… ¿Qué le ha pasado a nuestra buena república de burgueses bien alimentados? El Frente Popular de León Blum, eso es lo que le ha pasado -sonrió-. No quiero decir que la culpa de todo la tiene Blum. Blum no es más que un símbolo, culpable, pero símbolo. ¿De qué? -levantó la mano derecha con dos dedos extendidos-. De dos cosas. Fíjese bien, Manueclass="underline" Blum es israelita y marxista, ¿verdad? De los tres grandes males de este siglo, judaismo, comunismo y fascismo, a Francia le han caído dos encima, y ahora acaba de llegar Hitler con el tercero. ¡Bah! Y le digo una cosa: si el asunto Dreyfus acabó con el ejército de Francia y dividió a la sociedad en dos…
– ¡Pero él no era culpable! -exclamé.
– Ah no, por supuesto, pero, dígame, si hubiera estado en la mano de usted impedir que se abrieran sin remedio las fisuras en Francia aun a costa de sacrificar a un inocente, ¡un solo inocente!, ¿no lo habría hecho? ¡Claro que lo habría hecho! -añadió al observar mi silencio culpable-. En fin, no veo la gran inocencia de los israelitas si, incluso no siendo culpables de nada, han sido los instrumentos de este desastre. ¿Y los comunistas? ¿Qué me dice de los comunistas? ¿Cuándo habrán acabado de traicionarnos a todos, inmolándonos en ese estúpido altar de la revolución proletaria? Ah, y si las doctrinas son el verdadero azote de los pueblos, Manuel, lo peor de las guerras no son las batallas, sino los líderes. ¿Me habla usted de Pétain? -preguntó en tono feroz, bajando la voz y mirando a su alrededor por si alguien hubiera podido oírle. Me agarró la mano que yo aún tenía apoyada en su brazo-. ¡Y pensar que tenemos que ayudarle! Le voy a contar quién es nuestro amado mariscal. Es un viejo senil, eso es lo que es -susurró con desprecio-. Usted sabe que yo estaba de servicio en Burdeos cuando fue solicitado el armisticio. Lo que me parece que no sabe es que estaba presente como secretario del gabinete civil cuando el mariscal formó gobierno. Bah, me limitaba a tomar notas y hacer resúmenes para que nadie olvidara lo que se había dicho y decidido. Bien -suspiró-. Ah, querido amigo. ¿Me creería si le contara que Pétain carece en absoluto de convicciones y que su carácter es débil por demás? Pues sí, como lo oye, Manuel. Siempre ocurre con el tirano: los peores, los verdaderos son quienes lo rodean, mientras que de él sólo se requiere crueldad sin miramientos… – levantó la vista, pensativo -. Yo creo que para ser un autócrata basta con poseer gran soberbia y tener la voluntad de sancionar cuanto propone la clique de los colaboradores. El ejercicio de la tiranía es de autoalimentación: basta con que a la cabeza se sitúe un hombre con algún carisma… poco… no hace falta mucho, a la cabeza, sí, de un grupo de arribistas sin escrúpulos. Todos se necesitan entre sí. No hace siquiera falta que el tirano tenga una ideología; ya se la suministran los de su corte. Lo que hace falta es que no le tiemble el pulso a la hora de hacer el bárbaro…