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Nos quedamos mudos de asombro. Con gusto habría querido rebatirle con igual indignación pero, claro, no habría sabido qué decirle. No se me ocurrió protestar, reír o disentir de tanta tontería. El silencio de Armand, en cambio, lejos de ser timidez o miedo, como me había parecido, se debió al enfado.

– Caballeros, ustedes se confunden – dijo secamente -, e intervienen en lo que no les importa ni les concierne. Si tuvieran algo de discernimiento, sabrían que soy el director del gabinete diplomático del mariscal Pétain.

Los dos energúmenos se sobresaltaron casi de idéntica manera. Y carraspearon.

– En tal caso, les presentamos nuestras más expresivas excusas – dijo el gordo -. Se ha tratado de un error lamentable – los dos se inclinaron en una seca reverencia -. Ustedes comprenderán, sin embargo, señores, que no podamos bajar la guardia.

Y ambos se volvieron para comprobar que dos policías de uniforme seguían la escena con el semblante grave. Luego se giraron de nuevo y echaron a andar, apartándonos, me pareció que sin contemplaciones y con aire vigilante y casi marcial; al llegar a la altura del sacerdote, uno tras otro besó su mano y ambos prosiguieron su camino. El cura sonrió y reanudó la marcha no sin lanzarnos una mirada, no sé si malévola o triunfal. También pasaron a nuestro lado con aire de censura los policías y cuanto paseante (nos pareció) que se encontraba a cien metros a la redonda.

Estuvimos un buen rato callados, quietos en el camino, al pie de uno de los enormes castaños. La gente se cruzaba con nosotros, mirándonos al principio con curiosidad y después, con indiferencia.

Suspiré.

– Caramba -murmuré-, esto es lo que nos espera, Armand, aunque nos ha defendido usted más que bien.

– Bah… Eh oui. Me parece que de ahora en adelante vamos a tener que ser muy prudentes, porque de esto a… qué sé yo… la cárcel, el internamiento, la confiscación de bienes… no hay más que un paso -sonrió.

– Se descuida uno y ahí está Roma con la hoguera dispuesta a quemar herejes. ¿Pero no era éste un país laico?

– Bueno, Manuel, usted sabe bien que la sociedad francesa es muy conservadora y que, pese a ser nominalmente laica, la influencia de la iglesia católica en ella es grande.

– En eso se diferencia de la Iglesia española que no es que sea influyente, sino que tiene mucho más poder y admite bastante menos discusiones, claro -contesté riendo-. Allí te excomulgan por un quítame de ahí esas pajas.

– No, no -dijo Armand-, aquí a la larga es peor. Sólo en Francia se excomulga como si en el siglo veinte eso tuviera algún valor. Aquí todo lo que huela a modernismo, liberalismo, laicismo… La regresión es aterradora. El renacimiento de Francia, el fuego purificador, consiste en echarse en brazos del partido de la reacción, L’Action Française, esa pandilla de locos monárquicos de extrema derecha que incluso se opone ¡a la revolución francesa! Esta gente de Pétain y Laval se ha vuelto más papista que el papa, Manuel. Sí, sí. L’Action Française. Son tan exagerados que hasta la jerarquía católica se desentiende de ellos. No es que le desagraden sus teorías; es que, como son excesivas, les basta con que otros las defiendan por ellos -rió-. ¡Claro que la Iglesia se puede permitir el lujo hasta de excomulgarlos! -se tocó la boca con dos dedos-. Pero es de pura boquilla porque saben que, como el gobierno de Vichy coquetea con L’Action Française, puede escandalizarse por lo malos que son sin por ello renunciar a los beneficios. ¡Ay la Iglesia católica! -soltó una breve carcajada pero se interrumpió de golpe, mirando a su alrededor.

– Bueno, esto del fuego purificador es como volver a la Edad Media.

– Desde luego. Y no ha hecho más que empezar… Ya verá usted, Manuel, cómo se acaba pareciendo la ideología del mariscal a la de esta gentuza. Trabajo, familia, patria -espetó con desprecio-. ¡Pero en qué cabeza cabe! Trabajo, familia, patria en vez de libertad, igualdad, fraternidad… Aquí no se bromea. Y, claro, para mayor escarnio, Pétain se va rodeando de tipos de L’Action Française: Moulin de Labarthéte, Gillouin, ¡Alibert!, por dios, Alibert, un sectario obseso… Y, mire por dónde, qué casualidad, además de en la política y pese a la excomunión, cardenales hay, como Baudrillart, ya sabe -añadió ante mi gesto de ignorancia-, el rector del Instituto Católico de París, bueno, pues el cardenal Baudrillart y gentes como él que, a la chita callando, se sienten más próximos de ese tipo de conservadurismo que de la religión de todos los días, la nuestra, vamos. Todos ésos son los que nos van a hacer la vida imposible -añadió en voz baja.

– Mucho me temo que va a ser así, en efecto -coincidí.

De la Buissonière me agarró por el brazo y me obligó a seguir andando en dirección al hotel du Pare.

– Vamonos de aquí -suspiró-. Es muy triste todo esto. La Iglesia en Francia ha intervenido combatiendo y siendo combatida en cada movimiento político, en cada guerra, en cada escándalo, en cada polémica sobre la orientación de la sociedad civil. Todos conocemos el valiente comportamiento de párrocos y canónigos durante el avance de las tropas alemanas por el norte en los primeros meses de este año, pero la jerarquía se ha alineado con Pétain. Vaya, un anciano vigoroso de ochenta y cuatro años, de pelo blanquísimo y ojos azules, que fue, por cierto, jefe de muchos de estos obispos y monseñores en las batallas de la guerra del catorce, viene que ni pintado para convertirse en el salvador providencial de la Francia aherrojada. Y un salvador providencial así no puede sino ser colocado bajo la advocación de la virgen y el resto de la dichosa corte celestial.

Armand se separó de mí y del bolsillo derecho de su chaqueta sacó un periódico, Le Petit Parisién me parece recordar, lo desplegó con un gesto brusco de las manos y se puso a leer en voz alta una gacetilla que, si la memoria no me falla, rezaba más o menos así: «En el cielo de Francia, un cielo cargado de tempestades, ha amanecido una luz bienhechora y llena de esperanza. Esta luz han sido las palabras de un hombre, grande por su heroico pasado, por su tenacidad victoriosa en los campos de batalla y por un sentido humano que jamás traiciona».

– Esto es del cardenal Baudrillart. ¿Qué le parece? Heroico… sublime, ¿no? Y no es más que el principio. Dios mío… Bah, vayamos al Pare a tomarnos un té antes de que nos lo racionen o lo declaren antipatriótico por ser un brebaje inglés.

Cuando entramos en el vestíbulo del hotel apenas se encontraban en él media docena de personas sentadas en los pesados butacones. Hacía mucho calor. En una esquina, en torno a un pequeño velador, habían ocupado sendos sofás el doctor Ménétrel y dos antiguos ministros, hoy ya desposeídos de su rango pero, gracias a su amistad con el mariscal, todavía influyentes. Al menos lo bastante como para acompañar al todopoderoso médico del mariscal en una charla de café.

Armand y yo nos disponíamos a acudir a saludar a los tres cuando, de pronto, hizo su entrada en el vestíbulo el mismísimo Philippe Pétain. Venía solo. Avanzó con paso vivo, ¡qué fenómeno, a los ochenta y cuatro años!, hacia donde estaban su médico y sus dos amigos y se sentó junto a ellos sin las alharacas ni los grandes aspavientos que cabía esperar de un hombre que acababa de dar un auténtico golpe de estado con el que adquiría todo el privilegio de la gobernación de Francia. Pudimos oír cómo decía a Ménétreclass="underline" «He dado un espléndido paseo, aunque hace bastante calor». Ni una sola referencia a los acontecimientos del Casino, ni una palabra sobre el peso del Estado, sobre Laval, que le había hecho el trabajo sucio, sobre lo que ahora podría hacer con su país. Nada. Este hombre era de una frialdad estremecedora.