Iba, como siempre, impecablemente vestido y tenía la tez, también como de costumbre, rosada, sin una arruga, con la mirada muy azul, casi ingenua. No tenía una sola preocupación que le quitara el sueño.
Se frotó las manos.
– ¿No nos tomaríamos una taza de té? Ah, de la Buissonière -exclamó al vernos inmóviles, confusos, tal como habíamos quedado con el vestíbulo a medio cruzar-. Pero, acerqúense -añadió haciendo un gesto que nos incluía a los dos.
– Monsieur le Maréchal-dijo Armand, haciendo una profunda reverencia.
– Ah -contestó Pétain con una sonrisa traviesa-, me parece que hoy me he convertido en un civil y que ya no me corresponde el título… Pero, bien pensado, esto es como el bautismo, ¿no? Un militar se hace militar y muere militar, ¿no le parece?
– Señor mariscal -dije yo entonces.
– El señor es Manuel de Sá, un diplomático español -interrumpió el doctor Ménétrel, al tiempo que me saludaba con una breve inclinación de cabeza.
– Ah, español. Cher ami, me enorgullezco de haber representado a Francia en España. Tengo allá muy buenos amigos, entre otros, a un camarada de armas, el general Franco… -sonrió de nuevo con picardía-. Ahora los dos hemos hecho el mismo sacrificio. Los dos somos jefes de
Estado -suspiró-. Sólo que él ha terminado su guerra y yo apenas empiezo la mía… Pero siéntense. Tomemos una taza de té. ¿Doctor?
Bernard Ménétrel se levantó y fue hacia el restaurante para encargar lo que se le pedía.
– Monsieur le Maréchal -intervine con un atrevimiento que aún hoy me asombra-, ahora que ha salvado usted a Francia, ¿cree muy difícil recuperar el control de todo el país? Quiero decir… -balbuceé-, la… la zona de ocupación…
– Sé lo que quiere usted decir -contestó Pétain con amabilidad-. No veo serias dificultades para ello. En realidad, durante cierto tiempo deberemos convivir con las autoridades alemanas. Pero no estamos en guerra con ellas -me miraba de hito en hito. Se encogió levemente de hombros-. Hemos firmado un armisticio honorable, pronto tendremos un embajador alemán en París, lo que en la mente de Hitler indica una voluntad de colaborar, no de invadir. Nunca aceptaríamos una invasión. Yo mismo espero estar de vuelta en París antes de fin de año -y dio el asunto por zanjado-. Madame Pétain me escribe desde nuestra granja de L’Ermitage, adonde se fue nada más llegar a Vichy hace una semana, que este año los tomates están siendo muy abundantes y tienen gran tamaño y sabor… También las judías verdes… -sonrió una vez más-. Podremos vender una buena cantidad de hortalizas en el mercado de Cagnes. En fin, estoy deseando poder ir a pasar allá unos días… ¡Ah, Ménétrel! -exclamó al ver que el doctor regresaba-. Deberemos pensar en cómo desplazarnos hasta la Côte d’Azur.
– Claro, monsieur le Maréchal. No será fácil dadas las circunstancias, pero veremos cómo podemos hacerlo…
Pétain frunció el ceño con desagrado.
– No, no, Ménétrel. No me comprende. Vamos a ir a Cagnes.
– Naturalmente, señor Mariscal. Lo que usted ordene… -sonrió para que en su tono no pudiera adivinarse ironía alguna, aunque me dio la sensación de que se trataba más bien de una sonrisa servil. Bueno, quién era yo para decir nada-. Por cierto, unas damas… eh… me han pedido que usted les conceda el privilegio de servirle el té.
Pétain se volvió para mirar al fondo del vestíbulo. Dos señoras jóvenes elegantemente vestidas sonreían con timidez. El mariscal cambió de golpe el gesto algo ácido con el que se había estado dirigiendo a su médico y, con expresión risueña, se levantó diciendo: «Mesdames, por favor, nada podría alegrar más a mi viejo corazón que disfrutar del privilegio de verme servido por ustedes. Por favor, acerqúense y tomen una taza de té con nosotros, se lo suplico».
Y así fue como pasamos la tarde en que el mariscal Philippe Pétain se convirtió en jefe del Estado francés en medio del estruendo de una guerra y con su país derrotado y partido en dos: departiendo amigablemente con él, con su médico personal y con dos bellas señoras mientras todos tomábamos té de Assam en un magnífico servicio de porcelana de Limoges.
El desfile de gentes de todas clases fue continuo a lo largo de la hora en que estuvimos en el vestíbulo del hotel du Pare. Pocos eran, sin embargo, los que se atrevían a acercarse; la mayoría se detenían a prudente distancia y muchos hacían una inclinación de cabeza más o menos solemne. Pétain, sobre todo si se trataba de una pareja, devolvía el saludo, por lo general con no más de una sonrisa.
Uno de los muchos personajes que atravesaron el hall, aunque éste sin detenerse, fue Arístides de Sousa Mendes, nuestro buen amigo el cónsul de Portugal en Burdeos. No iba solo, pero tampoco lo acompañaba su mujer Angelina sino una dama joven de agradable aspecto, gordezuela, pizpireta, con aire provinciano y, desde luego, bien vestida, con coquetería y presunción.
– O mucho me engaña mi vista o la acompañante de de Sousa no era su esposa -comenté a Armand en un aparte cuando nos hubimos despedido del mariscal.
– Por supuesto que no, mon cher -me contestó con una sonrisa-. Angelina debe de haberse quedado en Burdeos cuidando de sus veinte o veinticinco hijos.
– ¡Son sólo doce!
– ¿Sólo doce? -se encogió de hombros-. En fin… que ésa no era Angelina sino mademoiselle Andrée Cibial Rey -sonrió con picardía.
– ¿Es lo que pienso que es?
– Desde luego… por lo que sé, desde luego. Mademoiselle Cibial es una señorita de Burdeos, de buena familia…
– Me parece un poco joven para él -dije-. Porque, ¿qué edad tiene Arístides? Más de cincuenta, seguro. Más que nosotros… Por lo menos cincuenta y cinco. ¡Por dios, si esta chica debe de tener la edad de su hijo mayor, que anda por los treinta!
– Lo sé, lo sé, pero… -Armand hizo un gesto de impotencia levantando las manos con las palmas hacia arriba-. L’amour, mon cher, l’amour…
– Vaya, es verdad que el hermano de Arístides ha sido ministro de Asuntos Exteriores de Portugal y eso, por fuerza, tiene que hacerle más atractivo para una señorita de provincias con aspiraciones, pero…
– Bueno, Manuel, señorita de provincias con aspiraciones es una forma algo malvada de describirla. La muchacha es atractiva, simpática, tiene talento musical y, que yo sepa, una excelente bodega en Saint Émilion…
– ¡Aja! -exclamé con risa cómplice-. Iba a añadir que, por mucha simpatía que le tengamos a de Sousa, no es el hombre más apuesto… en fin, que está gordo y patoso y, por dios, Armand, tiene mujer y doce hijos.
– ¿Ah? – me miró con curiosidad -. ¿Y cuándo ha sido eso un impedimento? Diría yo que es más bien un estímulo.
– Cuando estuvo aquí la semana pasada, había venido solo.
– Puede que todo esto sea fruto de un enamoramiento muy reciente, de un flechazo de Cupido de unas… no sé… veinticuatro horas.
Reímos los dos.
– Caramba, Cupido escoge las más curiosas víctimas.
– ¡Pobre Arístides!
Nos habíamos acercado a la mesa en la que estaban instalados Arístides y la muchacha francesa dando buena cuenta de una opípara cena. (Siempre se había comido bien en el hotel du Pare, aunque a medida que avanzase la guerra, las dificultades crecientes para obtener las materias primas que requería el chef harían que la carta tuviera por fuerza que reducirse y los platos, simplificarse; nunca, sin embargo, dejaron de ser sabrosos, nunca dejaron de estar presentados de manera impecable.)
– ¡Mi querido de Sousa! – dije -. No sabía que hubiera regresado a Vichy.
Arístides se incorporó no sin cierta dificultad y, desde luego, con el aire algo confuso de quien ha sido sorprendido cometiendo una travesura. Se limpió con la servilleta de hilo, carraspeó y dijo: