Empezaba a clarear. Sin encender la luz eléctrica, me vestí de cualquier manera y salí con la intención de dar un paseo y llegar hasta el río. Al verme aparecer, el conserje de noche me miró sorprendido y luego me saludó con la ceremonia habituaclass="underline"
– Bonjour monsieur de Sá, que tenga usted un buen día.
Le contesté con un gruñido.
El cielo, del que se habían borrado las estrellas, tenía el tono malva y opaco propio de la madrugada de un día de verano. Haría calor de nuevo en cuanto empezara a calentar el sol, pero a esta hora absurda la mañana estaba fresca y el paseo me resultó agradable y contribuyó a calmarme los nervios. Yendo en línea recta hacia el río, crucé el parque de los Manantiales y pasé por el lateral del hotel du Pare, luego por el del Majestic y por fin por delante de la embajada americana. Me adentré por el parque del Allier dejando a mi derecha los chalets del emperador Napoleón in, en uno de los cuales pronto se instalaría la Gestapo. No tenía modo de saberlo, aunque lo intuía, pero ¡cuánto iba a estropearse nuestra pacífica vida de gente provinciana a lo largo de los siguientes meses! Hubiera debido aprovechar más, saborear más, aquellos instantes privilegiados. Pero sólo estaba atento a que se me quitara la excitación y la ansiedad de una noche en vela.
A aquella hora no había nadie más paseando por allí. Únicamente yo. Y durante un rato tuve para mí solo el césped y los sauces, los matorrales de bignonias y los chopos, las pequeñas rosaledas y los grandes setos y, al fondo, delimitándolo todo de modo tan apacible, el río. Si la memoria no me falla, fue por muchos años mi último paseo en solitario, en silencio y en la paz más completa. ¡Ah, cómo lo añoro! Por un breve instante el tiempo se había detenido: aquella madrugada no estábamos en guerra.
Guardo estas cosas en mi memoria: tienen la precisión de una fotografía. Supongo que si ahora me sentara a solas en mi balcón sobre el Sena podría rememorarlo todo, detalle a detalle. Porque en cada foto mil veces revisada, la expresión de los rostros permanece inmutable, las sonrisas incambiadas y los gestos y las posturas, perfectamente fijos. Sólo cuando se deteriore la emulsron, se irán borrando los perfiles en el tiempo. Entonces los recuerdos desaparecerán, pero el futuro y el pasado, no: en cada escena de aquellas, el destino habrá jugado sus cartas sin remedio, sin que, desde entonces, quepa ya cualquier marcha atrás.
Sí. Podría estar sentado abriendo un álbum de recuerdos; pasaría sus grandes hojas contemplando despacio las escenas fijas de lo que ha sido mi vida.
5
Refrescado tras el largo paseo a la orilla del Allier pero con ganas de darme un buen baño perfumado y de afeitarme antes de acudir a la cita con Olga Letellier, regresé al hotel. Lo hice siguiendo el camino inverso al que había utilizado un par de horas antes. Tampoco es que hubiera muchos más. En fin. Cuando cruzaba por el parque en línea recta desde el hotel du Pare al Garitón, allí mismo, bajo la galería cubierta, me topé con Luis Rodríguez, el ministro mexicano.
– ¡Manuel! -exclamó, arrastrando mi nombre con aire de fatalidad. Por su semblante cariacontecido, me pareció un alma solitaria en busca de un poco de compañía. Ceremonioso, se quitó el sombrero e hizo con él un gesto casi por entero versallesco-. Buenos días, ¿cómo le va? Pero ¿y qué hace usted a tan temprana hora?
– Paseo, don Luis, paseo para quitarme las miasmas y disponerme a hacer frente a las locuras que hoy nos depare el mundo… Ojalá que conocer a la señorita Weisman nos sirva de consuelo… ¿Usted también la va a saludar?
– He sido convocado, sí -dijo con una sonrisa socarrona.
– Bueno, veremos qué nos ofrece hoy el destino en forma de joven parisina y así podremos comprobar si la espera estaba justificada… Vaya, Luis, dicho todo lo cual, a usted tampoco parecen habérsele pegado las sábanas a esta hora de la mañana aunque, a juzgar por lo poco que parece sonreírle la vida hoy, hay días en que sería mejor quedarse en la cama.
– Permítame que lo invite a desayunar y le explico la razón. Sé bien que esta costumbre de desayunar para conversar es cosa de bárbaros, pero en estos tiempos de guerra no queda resquicio para los buenos modales.
Sentados en un pequeño restaurante del pasaje Giboin, tomándonos lo que sería con toda probabilidad uno de los últimos cafés verdaderos que podríamos degustar en años y, desde luego, el croissant definitivo, Rodríguez me dijo:
– Anteayer me entrevisté con el mariscal. Ya sabe usted, Manuel, acababa yo de regresar de Montauban de visitar a su presidente…
– Lo sabía, sí, y no había tenido otasión de… ¿Qué tal está el presidente Azaña?
– Pues postrado. Sí, claro… Está en una situación pésima de salud, pobre hombre, ha empeorado del corazón y, aunque lo cuida el doctor Gómez Pallete sin apartarse de su cabecera, hace pocos días tuvo un ictus ligero y ahora casi ni habla…
– ¡Qué barbaridad! -exclamé.
– Sí, sí, está muy mal. Muy desmoralizado, ¿sabe? Se siente abandonado por todos. Carajo, de Sá, Azaña no tiene quien lo proteja, hombre… Tuvo que salir de naja de Burdeos… bueno, de Burdeos o del pueblecito en la costa en el que estaba, cerca de Arcachon ante la llegada del ejército alemán. Ahorita a todos los que han sido sus amigos y que tienen algo de influencia se les llena la boca de buenos deseos y en cuanto acudimos a ellos, todos le ofrecen salvoconductos que no van a parte alguna. Roosevelt, Churchill… todos. ¡Bah! Y en cuanto uno dice sí, desaparecen, encuentran dificultades insuperables, se olvidan de todo… ¡Qué desastre!
– ¿Qué podemos hacer, pues?
– No, no, ya lo tengo resuelto… en fin, creo que lo tengo resuelto. Usted sabe que, por orden de mi presidente, me ocupo desde hace meses en asegurar la protección de los pobres combatientes republicanos que los franceses tienen internados de mala manera en campos de concentración. Intento levantar acta y listas para que, finalmente, el que quiera pueda viajar a México… Pero, claro, el presidente Azaña es un viajero especial al que hay que librar primero de la persecución de las tropas alemanas y de la policía española… bueno, y también de la del embajador español en París, Lequerica, que no hace más que exigir a los franceses la entrega de Azaña para que sea ajusticiado en Madrid. ¡Ajusticiado! ¿Se da usted cuenta? -Rodríguez sacudió la cabeza con horror-. Ajusticiado -repitió-. No queda decencia en este mundo.
– ¿Qué podemos hacer? -repetí.
– Bueno, en realidad, como nada está a salvo de los bárbaros, ni siquiera en lo que esta gente llama zona libre, ¡libre!, ¿libre de quién?… voy a intentar llevar al presidente a un lugar seguro, ¿Vichy? ¿Aix-en-Provence? -resopló-, algo que podamos colocar bajo la protección del gobierno de México. Por ahora no lo puedo mover de Montauban puesto que su salud no lo permite… Ya veré. Intentaré alquilar allí mismo una residencia que mejore la que ahora ocupa. No sé. Pero mientras tanto, me esfuerzo en impedir que su seguridad física peligre. En fin, querido de Sá, pensando en cómo sacarlo de Europa, tampoco es tan difícil, híjole, a poco que se mejore de salud y que haya un poco de buena voluntad, anteayer, como digo, conseguí ver al mariscal en su hotel… Fíjese que cuando le comuniqué a Azaña que me venía para acá a hablar con Pétain, el presidente me dijo que, en tal caso si ése era mi interlocutor, no habría problemas. El mariscal es un hornbre de bien, me dijo, una persona honorable, un gran militar, un héroe. Don Manuel sentía las dificultades por las que Francia atraviesa; el mariscal no puede ser un traidor, nadie debe tildarlo de traidor, me dijo, y merece que se le reconozca el tremendo sacrificio que le ha impuesto la historia al tener que moderar la derrota. ¡Moderar la derrota, amigo de Sá! ¡Bah! -guardó silencio mirando con tristeza a lo lejos. Dio un sorbo a su café y suspiró-. En fin, Pétain me esperaba a las cuatro y media en su habitación en el Pare. ¡Ni se levantó a saludarme! Al principio me chocó porque me pareció de una mala educación grande pero luego pensé que, al fin y al cabo, él es el Jefe del Estado de Francia, es un mariscal y, sobre todo, un anciano… me tuve que aguantar. Estaba sentado, en pantuflas, sin corbata y me ordenó sin contemplaciones que me diera prisa en explicar el motivo de mi visita porque esa tarde estaba muy ocupado. Bien. Lo hice. Le dije que el presidente Azaña corría peligro y que necesitaba la protección de Francia. ¿Sabe lo que me contestó? Me dijo que estaba dispuesto a ayudar siempre y cuando fuera con la mayor reserva. ¡Con la mayor reserva! -rió-. Para que nadie se enterara…