Выбрать главу

Se produjo un largo silencio. A todos nos había sorprendido, claro, la suave dureza (si se me permite el oxímoron) de las palabras de Hourny, pero a mí me indignó además que este joven, con su deliberada soberbia, haciendo gala de una heladora indiferencia que seguramente ningún patriota debía permitirse, hubiera decidido ignorar el espectáculo del sufrimiento que todo un pueblo había padecido apenas unas semanas antes; todo un ejército huyendo despavorido del avance alemán por los caminos del norte de Francia, mientras la famosa BEF, la British Expeditionary Forcé, hacía lo propio por los de Bélgica. Muertos abandonados en las cunetas, heridos vendados con sucios trapos manchados de sangre, mutilados cojeando sobre improvisadas muletas, familias enteras escapando con todas sus posesiones en bicicleta, en pequeños automóviles llenos hasta los topes de bebés y míseros fardos, en carros tirados por caballos que las mismas familias (u otras que vinieran detrás) acabarían comiéndose cuando el hambre fuera más fuerte que el asco a la carne podrida o el terror las ráfagas de los Messerschmitt, que, rugiendo ellos, pasaban sembrando muerte y desolación. Un táculo horrible que el esplendor de una maravillosa primavera llena de color y aromas había hecho aún más obsceno: la más abyecta de las derrotas agravada por el escarnio final de la ocupación de París sin resistencia.

Y aquí estábamos nosotros, tan insensibles.

Cualquier extraño, oyéndonos hablar, no habría podido dar crédito al hecho de que nos encontráramos er Vichy, bien trajeados con excelente ropa de verano, emboaos en hábiles lances dialécticos para lucirnos como pavos reales ante una hermosa mujer (por lo menos, en lo qie a ml hacía, aun cuando todavía no hubiera pronunciado palabra) y tomando un aperitivo mientras debatíamos de guerra, patria y regeneración nacional como si estuvierais en Marte y la tragedia ocurrida en toda Francia nadadera que ver con nosotros en Vichy. Siempre me he prestado de dónde nos venía la capacidad de establecer estos compartimentos morales estancos.

Al cabo de un instante, Armand carraspeó para el ambiente. Bunny de Chambrun, que estaba enci un cigarrillo, levantó la cabeza y, sonriendo, sugirió

– Bueno, no nos enfademos. Querido Hourny es evidente que todos estamos de acuerdo con lo que iSted ha dicho En caso contrario no estaríamos aquí… Pero debe usted convenir conmigo que nuestros amigos apmanes son a veces prepotentes en exceso y tienen la virtud de irritar a los parisinos que, como usted y yo sabemos, son mal humorados y faltones.

Esto, dicho con la autoridad de ser quien era el que pronunciaba tales palabras, calmó los ánimos como si se hubiera derramado sobre ellos aceite perfumado. Habla muy a favor de Luis Rodríguez que decidiera callarse en lugar de protestar por lo que había sido una grave impertinencia hacia quienes, como él, tenían una conocida posición contraria a la manifestada por el conde Hourny.

– Ah -dijo Mme. Letellier de pronto-, con estas discusiones tan vivas, se me han olvidado los deberes elementales de una anfitriona. Déjenme que les presente a Marie uno a uno.

– … Y finalmente, Marie, el más picaro de todos, le plus coquin -concluyó acercándose con ella hasta donde yo estaba. Me puso la mano en el brazo. Marie me miró con curiosidad; era un poco más alta que yo, más vigorosa, y sus movimientos resultaban más vivos y, desde luego, más precisos-. Manuel de Sá, querida, es una intrigante cornbinación de sofisticación parisina y crueldad latina.

No me habría reconocido en esta descripción en mil años. Entendámonos: me encantaba ser un parisino de adopción con todas las facetas cosmopolitas que pudieran atribuírseme, ¡pero un cruel español, además! Levanté una mano para protestar pero Marie se me adelantó:

– ¡Ah! Olga ya me ha puesto en guardia sobre usted -sonrió maliciosamente-. Me ha dicho que puede que no sea un toreador, pero que tiene el espíritu de un donjuán… Hmm, peligroso, muy peligroso…

– ¿A mi edad? Ah, querida señorita, me parece que la descripción que mejor me cuadra es la de buenazo y si tuviera nietos, que es lo que correspondería, la de abuelo bondadoso.

Acentuó la sonrisa y se le iluminaron los ojos con travesura.

– De acuerdo, Geppetto -dijo-, de ahora en adelante le llamaré Geppetto, como el padre de Pinocho.

Mme. Letellier la miró con cierta severidad.

El menú para el miércoles 11 de julio en el restaurante del hotel du Pare, al menos el que consumimos para almorzar Arístides y yo (y todos los comensales, ahora que lo pienso, puesto que la primera medida de sobriedad del gobierno en guerra consistió en limitar la posibilidad de elección en los menús), fue el siguiente:

Suprème de Turbot Mireille

Cotelettes d’agneau Bergère

Petits pois á la française

Poularde de Bresse en gelée

Salude Lorente

***

Fromages

Boule de Neige

Fruits du marché

Lo reproduzco con tanta fidelidad porque conservo la carta de aquel día. Me la llevé por atender a mi viejo prurito de guardar las cosas que, pasado el tiempo, pudieran refrescarme la memoria. Sé que hoy un almuerzo de estas proporciones pantagruélicas sería impensable; entonces era bastante normal, por más que tanta abundancia fuera a durar bien poco pasadas las primeras semanas de armisticio y ocupación alemana. El racionamiento se encargaría enseguida de poner las cosas en su sitio. También guardé la cuenta, que ascendió a ciento veintiséis francos, lo que constituía una pequeña fortuna considerando que los vinos de que dimos buena cuenta eran más bien mediocres: un Cassis de 1938 (un blanco seco y afrutado de la Provenza, que nunca me gustó) y un Moulin à Vent del Beaujolais de 1934; y para terminar, café, un coñac para Arístides y un kummel para mí. El coñac siempre me ha sentado fatal.

– Encantadora señorita, Marie Weisman, ¿verdad?

– Muito. Como uma rosa en un cementerio.

Me hizo gracia el siniestro símil con el que Arístides describía el ambiente de Vichy y sonreí.

– Vaya, una descripción algo macabra… pero merecida, ¿eh? ¿Y madame Cibial? -pregunté luego-. ¿No le hubiera gustado que nos acompañara a comer?