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Corté el contacto del motor, puse el freno y me apeé del auto sin pronunciar palabra. Me aparté unos pasos. Recuerdo haberme colocado en medio de la carretera y haber levantado la vista intentando absorber el espectáculo de golpe, de izquierda a derecha sin mover los ojos, como quien desde una perspectiva suficiente contempla un cuadro y puede verlo en su totalidad.

A mis pies, allí mismo donde me encontraba, salvada la cuneta, arrancaba un olivar, no muy cuidado por cierto, como lo demostraba el hecho de que en los troncos de cada árbol hubiera nacido libre y abundante el acebuche. Más allá, en un segundo plano, una línea de algarrobos delimitaba el campo tras el que, ya en la ladera de la montaña, crecían algunos pinos mediterráneos y sobre todo matorral bajo y jaras en flor.

Descolgándose sobre la ladera, una gran extensión de roca blanca coronaba el paisaje como una ola de piedra que lo atravesara de parte a parte. Ocupaba todo el horizonte y más parecía el muro de un enorme castillo que lo que era en realidad: una cresta de roca calcárea. Arquitectos medievales, buscando sin duda camuflarse frente al enemigo, habían labrado siglos atrás en la misma piedra una torre de defensa, consiguiendo crear un efecto óptico que requería una segunda mirada sorprendida para descubrir el trabajo del hombre encajado en el de dios.

Hacía un día maravilloso de calor, de luz brillante como sólo el aire seco y transparente del Mediterráneo es capaz de producir.

Estuve mucho rato allí, quieto, contemplando el paisaje. Luego, volví al coche y subí hasta el pueblo. Lo visité detenidamente. Era muy pequeño y muchos de sus edificios estaban en ruinas, escondidos debajo de los restos de la fortaleza. Me entusiasmaron sus vestigios renacentistas, restos de una floreciente sociedad protestante barrida de aquellos parajes en el siglo diecisiete: unos portalones en piedra que se erigían solitarios entre muros derruidos, algunas ventanas de cruces rectilíneas, las casas de piedra, los diminutos huecos de los que asomaban macetas de geranios y, en las afueras del pueblo, un delicioso pabellón de verano llamado, me dijeron, de la reina Juana. (Durante años hablé de la reina Juana del dichoso pabellón hasta que me desengañó un erudito al aclararme que no se trataba de la Juana reina de Provenza en el Medioevo -como si hubiera podido importarme un ápice-, sino de Juana de Quiqueran, esposa del barón de Les Baux del momento, que ordenó que el edificio fuera construido en aquel lugar a finales del dieciséis. Es una pedantería recordarlo, lo sé, pero me mortificó recibir la lección de historia en presencia de algunos invitados míos; me pareció que me miraban con cierta ironía.)

Refugiado en un hotel de Arles, pasé días y días buscando alguna propiedad que estuviera a la venta. Preguntaba a unos y a otros, a alcaldes de lugarejos y a labriegos, a los integrantes de la colonia de poetas e intelectuales que, siguiendo a Mistral, se habían instalado en el villorrio y sus aledaños, a pedantes y snobs avant-la-lettre, a periodistas y maestros. No resultó fácil porque hay en las gentes autóctonas del Mediterráneo una desconfianza instintiva hacia el forastero que es preciso vencer y que rara vez se convierte en amabilidad. Pero perseveré como sólo puede hacerlo un caprichoso.

Hice dos viajes a Arles desde Cannes y uno desde París, hasta que en el otoño, por pura casualidad, a tres o cuatro kilómetros de Les Baux, encontré lo que andaba buscando: cuatro hectáreas de olivar y viña cuya masía era una vieja casa de no excesivo tamaño, plantada en medio de un jardín grandote y descuidado. En una de las esquinas del jardín había una alberca cuadrada de sólidos muros de piedra y cemento viejo. Vendía la propiedad un joven de Aix-en-Provence que acababa de heredarla a la muerte de su padre. Para mi fortuna, el muchacho quería emigrar a París, en donde se proponía hacer carrera en el mundo del arte (pintura, creo, o poesía, no lo recuerdo bien) y no me costó gran trabajo convencerlo.

El mas necesitaba arreglos, desde luego: dos cuartos de baño de que carecía, un porche que estaba medio en ruinas, varias alcobas que uní para formar una gran estancia-biblioteca… También tenía tres o cuatro cuartos de dormir, un pequeño comedor y la gran cocina provenzal que hubo que restaurar pero que conservé con su hogar de leña y su gran chimenea acampanada. Nunca se trató, sin embargo, de reconstruir una propiedad para convertirla en una finca de recreo al uso de las que hoy conocemos. Los ricos parisinos de entonces tenían castillos con fincas de caza y no casas rústicas en las que esconderse para un romántico regreso a la vida sencilla. Eso pertenece a este tiempo nuevo en el que nos adornamos con la naturaleza sobria para indicar que la nuestra es la austeridad algo suficiente de quienes nos desprendemos de las cosas materiales y superfluas por necesidad estética o por hastío.

Mi masía de Les Arpilles era una casa de campo llena de encanto, desde luego, pero rudimentaria. Sigue siéndolo hoy; un refugio para pasar algunas temporadas cada cierto tiempo, ni siquiera a intervalos regulares. De hecho, mantuve su condición de pequeña explotación agrícola a cargo de mis dos viejos guardeses, Maurice y Albertine Cassou, que vivían algo alejados de la masía, en una casita que también arreglé. No les pagaba gran cosa, pero tampoco me entregaban ellos el fruto de la tierra, las aceitunas, el aceite, el vino, las almendras y los tomates y lechugas de su pequeña huerta. Fuérase una cosa por la otra.

En fin, como digo, un pequeño y agradable refugio, nada que pudiera desplazar en mis preferencias a mi apartamento de París o las temporadas de aguas en Vichy o, desde luego, el Martinez en Cannes. Sólo que todo había empezado allí, en mi masía de Les Baux-de-Provence, y si miraba la fotografía enmarcada de Marie vestida con pantalones cortos, riendo de aquella forma tan explosiva y tan traviesa, era como tragar aceite hirviendo.

Allí fue, en Les Alpilles, donde se alojaron los Neira a mediados del mes de julio de 1940, esperando que Arístides se los llevara a La Rochelle para embarcar rumbo a Lisboa y América.

El 15 de julio recibí una nota de Arístides en la que me agradecía una vez más el préstamo de la casa y me anunciaba que los Neira se habían instalado en ella. El hijo enfermo mejoraba. Estaban muy contentos y por fin al abrigo de las angustias de una incierta y peligrosa situación: la de unos refugiados no ya en una tierra de acogida sino en un país que de pronto se había convertido en enemigo. Deseaban pasar el menor tiempo posible en Les Baux y perder de vista Francia a la mayor brevedad. La carta continuaba así:

Querido Manuel, me pregunto si puedo pedirte un nuevo y tal vez no tan pequeño favor. El vecino de la propiedad de al lado ha venido a husmear y a hacer preguntas. Maurice les ha enseñado tu carta de autorización, pero me ha parecido que sobre todo su esposa sospechaba que algo no era correcto. No son muy simpáticos. ¿Sería mucho pedirte que hicieras un pequeño viaje hasta Les Baux lo más pronto posible? No me atrevo a dejar solos a los Neira y, sin embargo, debo ausentarme por unos días, i para atender al consulado en Burdeos […].

Desde luego, madame Cloppard no era la más agradable de las personas en el mejor de los casos. En una situación de guerra y con un sistema de sospecha institucional impuesto por un gobierno que se había lanzado a la regeneración nacional contra sus propios ciudadanos a los que consideraba una pandilla de cretinos morales, aquella buena mujer se convertía en una peligrosa arpía. Madame Ursule Cloppard, sí.

(Eramos todos un poco inconscientes, desde luego. Que Arístides de Sousa me escribiera una nota en términos de tanta franqueza y la encomendara sin más precauciones al correo y que a ninguno de los dos se nos antojara que corríamos grave riesgo con ello, da idea de la lentitud con la que el ser humano se adecúa al cambio violento impuesto por una guerra. No nos sentíamos amenazados aún en nuestra esfera privada. Sí, los gestos externos, los comportamientos visibles quedaban sujetos a la sospecha de los tiranos; pero lo que pensábamos todavía era nuestro, ¿no? Recuerdo el susto que me llevé apenas unas semanas más tarde cuando en mi hotel de Vichy recibí otra carta que había sido burdamente abierta y repegada de cualquier manera tras pasar por la censura de los servicios del gobierno. En fin, en esta ocasión fuimos afortunados.)