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Detuve el coche y nos apeamos todos.

– Ah, Arístides -dije, frotándome las manos con buen humor-, aquí estamos… Recuerdas a mademoiselle Marie Weisman y a monsieur Jean Lebrun.

– Pois. ¿Cómo podría olvidar a mademoiselle Weisman?… Y a monsieur Lebrun, claro -se apresuró a añadir-. Te voy a presentar a la señora Neira y a dois de sus hijos, Joan y Andréu.

– Usted es el señor de Sá, ¿verdad? -preguntó la mujer joven. Se acercó a mí apartando a sus hijos con suavidad. Tenía unos ojos negros muy hermosos, algo tristes y asustados. Me cogió las manos entre las suyas y las apretó-. No sabemos cómo agradecerle lo que está haciendo por nosotros…

– No estoy haciendo nada, señora mía, nada… No me lo agradezca -quise retirar mis manos porque me resultaba un tanto embarazoso tenerlas retenidas por aquella mujer de singular fuerza. Pero ella no me dejó.

– Sí que está haciendo… y ha hecho mucho más de lo necesario. Ha arriesgado lo que no tenía que arriesgar por una familia a la que usted ni siquiera conoce.

Era verdad. ¿Y qué sabía yo de los riesgos que corría con todo esto? Porque una cosa era mantenerme (bien, de acuerdo, por egoísmo y por poltronería) al margen de toda esta historia y otra muy distinta, incurrir en los peligros verdaderos que había aceptado arrostrar al ceder a los ruegos de Arístides en nuestro almuerzo de unos días antes en Vichy. Me dio un escalofrío. Más que nunca deseé que esta gente se marchara lo antes posible de mi casa.

– No. ¿Qué quiere usted que arriesgue? Nada, ¿verdad Arístides? -Arístides negó en silencio con la cabeza, de un modo que no me pareció muy convincente-. Ustedes son una familia que reside legalmente en Francia y que espera embarcarse hacia América dentro de unos días. Son mis huéspedes. ¿Qué puede pasar? Se irán pronto y no habrá peligro para nadie.

– Bueno -respondió ella-, en realidad nos han ordenado que nos presentemos a la policía para ser internados y si nos encuentran, lo harán… No nos engañemos: aquí estamos escondidos… Todos lo sabemos y usted también… Y eso nos hace culpables a los ojos de la policía. Y también hace que nos preocupemos por la seguridad de usted.

– Bah, bah, bah -dije.

– Están baixo mi protección -añadió Arístides con no demasiada firmeza.

– ¿Qué está pasando? -preguntó Marie, irrumpiendo desde detrás en nuestro pequeño círculo de manos apretadas-. Huy, quiero decir… perdón por haberles interrumpido, pero es que los veo preocupados…

– Hablábamos en español, Marie, lo siento. Le diré de qué se trata -contesté volviéndome hacia ella. Y le traduje la conversación que acabábamos de tener.

– Pero ¿cómo es eso de que ustedes están en peligro? -Marie se dirigió a la señora Neira-. ¿Lo he entendido bien? -su tono era de enfado-. ¿Habla usted mi idioma? Soy Marie… quiero decir, bon soir.

– ¿Cómo está usted? Yo me llamo Elvira. Sí, sé francés… Perdone que habláramos en español -contestó.

– No es nada, Marie -dije para tranquilizarla-. Sencillamente…

– Sencillamente -me interrumpió Jean desde donde estaba al lado del coche-, que nuestro país, el suyo, Marie, y el mío, se dedica a traicionar toda decencia. Ce gouvernement trahit toute décence. Voilà. Francia siempre ha sido un país de acogida en nombre de la libertad y de la democracia. Ahora se ha convertido en una nación que rechaza todo lo digno, todo lo honorable que hay en el ser humano.

Marie sacudió la cabeza como si no entendiera.

– Pero, vamos a ver…

No pudo continuar. Fue interrumpida por la llegada de dos personas más que, saliendo del porche, avanzaban hacia nosotros con timidez. Una era un hombre de edad mediana, probablemente próximo a la cuarentena; tenía lo que, para simplificar, yo hubiera descrito como un «aire intelectual», gafas redondas, traje negro, pelo negro repeinado y el porte algo solemne de quien nunca pierde la calma y está acostumbrado a ejercitar la paciencia. Eduardo Neira, sin duda. El segundo era lo menos parecido posible al profesor Neira: alto y desgarbado, bastante joven, pero no lo bastante como para ser hijo del anterior, la ropa que vestía estaba muy usada y su estado físico era lamentable.

Arístides titubeó.

– El profesor Eduardo Neira -dijo por fin. En ese momento Elvira se acercó a su marido y se cogió de su brazo con ambas manos. Quedaron los dos mirándome en silencio-. Y… -Arístides dudó de nuevo-, en fin… esto… este amigo es Domingo González.

El muchacho me miró de hito en hito y me dedicó un curioso saludo, medio inclinación de cabeza, medio afirmación con la mandíbula, como si, aun reconociendo que me debía un cierto respeto por mis canas y, caramba, por encontrarse en mi casa, quisiera no dar una impresión de sumisión. Pobre hombre, era un verdadero espectáculo, con sus ojos hundidos y los párpados enrojecidos, las mejillas colgándole de las sienes y el color de piel cetrino de hambre y dolor.

Arrugué el entrecejo y miré a de Sousa.

– Sí -dijo Arístides al cabo de un instante.

Me acerqué a Neira y le di la mano. Las suyas eran gordezuelas, delicadas; le sudaban. Luego vi que se las frotaba todo el tiempo.

– ¿Cómo está usted? -le pregunté-. ¿No estaba enfermo uno de sus hijos?

– Bueno, claro, sí… Sí, se trata de nuestro hijo mayor. Padece asma y este clima húmedo y caluroso no le sienta nada bien -y luego, viendo que yo miraba al joven Domingo González, añadió-: Domingo es un antiguo amigo de Barcelona que estaba internado en Prats de Molió -como si tal cosa lo explicara todo.

– Ya -dije.

– En realidad, Manoel -intervino Arístides-, yo mismo, viendo el estado en que se encontraba Domingo, sugerí a Eduardo que lo trajera hasta aquí, agora que el chico por fin había conseguido salir… bueno, escapar de Prats. De otro modo corría el riesgo de ser deportado a España y fusilado. Sé que não es correto porque debí pedir tu permiso, pero el riesgo de vida era grande.

– Ya… ¿y qué va a hacer?

– No se preocupe usted por mí, señor de Sá -intervino de pronto el joven mientras se aproximaba más a nosotros. Tenía una voz hermosa y clara, de las que sirven para hacerse oír en los mítines. Cojeaba un poco-. Llevamos año y medio en Francia y nos hemos acostumbrado a esta tierra, hemos aprendido el idioma… -después, con desparpajo total, siguió en un francés bastante fluido aunque con un acento horroroso-: No creo que vaya a tenerlo muy difícil yéndome hacia el norte.

– ¿Hacia el norte?

Se encogió de hombros.

– Mejor en el norte que cerca de los campos franceses en los Pirineos, ¿no? -sonrió-. Está lleno de flics, de polis.

– Ya -interrumpió Marie-, pero en el norte está lleno de boches y esos bromean aún menos que los flics. Hola, soy Marie Weisman y éste es Jean Lebrun. Da clases.

– Soy profesor de instituto -matizó Jean secamente. Marie dejó escapar una carcajada y le apuntó con un dedo risueño. Esta mujer iba a acabar con nosotros.

– Oiga, señor de Sá, no crea que no. Le estoy muy agradecido por lo que ha hecho por nosotros -Domingo me miraba con fijeza y expresión seria, pero me pareció detectar un tono burlón en sus palabras, como si yo, un típico rico ocioso, hubiera tenido la obligación de echarle una mano. ¿Para qué estaba en este mundo si no?

Me volví hacia Arístides.

– Tú dirás lo que hacemos, amigo. Yo…

– ¿Me permiten que haga una sugerencia? -dijo Elvira Neira. Todos nos volvimos hacia ella-. Eh… ¿por qué no preparo algo de comer…? -me miró con una sonrisa tímida y cómplice-. Bueno, en realidad, hemos matado una gallina de su corral, como venían ustedes, nos permitimos…