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Miré a Marie y tuve celos.

Así, de pronto. Irracional, violenta, irremediablemente, tuve celos. Porque yo estaba excluido de aquel combate; me encontraba fuera de sus límites, había quedado al margen de aquella justa de trovadores de la guerra. De la pelea de aquellas dos fieras, uno de las cuales terminaría por subyugar a la gacela, hincándole las garras en el pecho para arrancarle el corazón. Así fue lo que vi. Y no pude ponerle remedio.

Yo era otra cosa. Yo era sólo un espectador impotente. Yo era un tipo pacato, amable, de voz y modales apacibles, de discurso irónico, de opiniones civilizadas, arrastrado en contra de su voluntad a este reñidero de gallos, metido de hoz y coz en una guerra idiota y sangrienta, que, tal como discurría, amenazaba con llevarme a la peor de las muertes antes de que fuera librada la siguiente batalla.

¿Cómo iba yo a competir con aquellos dos jóvenes que intercambiaban argumentos como si fueran pelotas de foot-ball?

Desvié la mirada hacia Elvira Neira que, desde una esquina de la mesa, tenía los ojos clavados en mí. Se me debía de haber pintado en la cara una expresión desolada de impotencia, de incomprensión o de rabia, no sé, porque, sorprendida y tal vez avergonzada, apartó la mirada, pero supe que había comprendido y se me hizo insoportable su conmiseración. Enrojecí e intenté aparentar indiferencia o, al menos, una cierta distancia condescendiente.

– Y por ahora a ti qué más te da Pétain -prosiguió Domingo con calor. Se había levantado y, saliendo de detrás de la mesa, había ido a colocarse entre ésta y el jardín, al lado de una de las columnas del porche-. ¿Qué más te da? El mundo civilizado tiene ahora un enemigo único: el fascismo y nuestra obligación es pelear contra él donde quiera que esté… aquí, en Italia, en Alemania… ¿Tú crees que en España nos derrotó Franco? ¡No, quia! Ganar, nos ganó Franco, pero derrotarnos, nos derrotaron Franco, Mussolini y Hitler juntos. La internacional fascista. Y es a ella a la que hay que derrotar.

También Marie se había puesto en pie y había ido a apoyarse contra el muro de la casa. Como no me parece que su movimiento fuera consciente, sospecho que lo hacía instintivamente, para no perderse el conjunto de los gestos de los dos antagonistas, para poder contemplar mejor el drama que se desarrollaba en el porche de mi casa, convertida, por fuerza de las circunstancias, en un verdadero escenario de teatro.

Jean Lebrun seguía sentado, aparentando la misma frialdad que había demostrado desde el comienzo de la discusión.

– Eso que dices está muy bien, pero Franco está en España, Mussolini está en Italia y Hitler está al norte de la línea de demarcación.

– ¡Claro! Nos queda Pétain. A ver si os enteráis: sólo nos queda Pétain. Nosotros contra Vichy y, al tiempo… que la policía francesa se acabará aliando con la Gestapo para derrotar a los patriotas que quieren liberar a Francia. Bonito, ¿eh?

– Pues es exactamente lo que te digo: la lucha contra la internacional fascista estaría muy bien si fuéramos capaces de derrotar toda esta maquinaria bélica y de propaganda de que disponen estos salauds. El fascismo o el nazismo o como quieras llamarlo, qué más da. Yo te digo que el enemigo exterior importa poco, que lo que importa es la descomposición del enemigo interior, su degradación hasta la podredumbre, su derrota.

Decidí intervenir.

– Todo eso está muy bien, pero me parece que los dos olvidáis un dato fundamental, implícito en lo que afirmaba Domingo hace un momento: que esta guerra de Alemania contra Francia está acabada y vencida. Igual que la guerra de Alemania contra Polonia y contra Bélgica y contra Holanda y contra Noruega y contra los Sudetes. Como decía Neira hace un rato, todos hemos sido derrotados. Hitler es el dueño de Europa y no creo que tardemos mucho, dos o tres meses a lo sumo, en ver que todos los demás, con Churchill a la cabeza, firman la paz y sanseacabó. Los alemanes se irán de París y volveremos a celebrar las navidades sin uniformes extranjeros por las calles. ¡Ah, pero amigos míos! Nuestras miserias bélicas podrán haberse terminado, pero empezarán nuestras miserias de paz… todos bajo la misma bota de la misma dictadura. Ahora… -levanté un dedo-, una cosa es luchar contra un invasor o contra el tirano de casa cuando se está en guerra y otra muy distinta cuando se acabó la guerra… No habéis visto nada aún (bueno, vosotros los españoles, sí), quiero decir vosotros, nosotros los que estamos en Francia, no hemos visto nada de lo que nos queda por padecer en nombre de la paz, del orden y de la patria. ¿Quién va a luchar contra el fascismo, Domingo?

¿Nosotros? ¿Quién va a luchar contra Pétain, Jean? ¿Vosotros?

– ¡Nosotros, Geppetto! -exclamó Marie-. Nosotros contra todos…

Levanté las cejas.

– ¿Sin un solo aliado fuera? ¿Sin nadie que nos eche una mano? ¿Se fía usted de los ingleses y de su desinteresada ayuda? ¿De los americanos a cinco mil kilómetros? ¿De los rusos? Mis jóvenes amigos, no hay nada más difícil que luchar contra la paz… o, mejor dicho, contra un país pacificado por las armas. Las mismas armas que antes se emplearon en las trincheras y que ahora deberían callar, necesitan un enemigo más que nunca.

– ¿Me quiere usted decir que lo más sensato sería abandonar la lucha sin siquiera haberla empezado? ¿Que mis años de guerra, mis meses de campo de concentración no habrán servido para nada? ¿No vale la pena luchar porque estamos derrotados de antemano? -la voz de Domingo retumbaba debajo del porche-. Debo abandonar mis ideales, huir y con un poco de suerte hacerme rico, mientras la gente aquí se pudre. ¿Yo? Prefiero la muerte.

– ¿Pelear solos? -pregunté-. Os aplastarán como a cucarachas… Mejor que os volváis a España a luchar en la guerrilla. Al menos, lucharéis por vuestra tierra.

– No, don Manuel. Desde luego que volveremos, pero por el momento, el campo de batalla se ha trasladado a Francia porque aquí es donde está el fascismo triunfante. Ya lo verá: bastará con que peguemos una patada en el suelo para que surjan los patriotas a miles…

– Ah, no -dijo Neira-. Creo que la batalla de España no está ni mucho menos perdida. La guerra en Francia se acabará pronto, es cierto, pero precisamente por eso será necesario mantener viva la de España: una guerrilla de desgaste fuerte y rápida, eso es lo que se necesita allá…

– No es así -protestó Domingo-, no estoy de acuerdo. Debemos liberar a Francia, aunque estemos solos para hacerlo.

Arrugué el entrecejo con resignación. ¡Cuánto entusiasmo juvenil desplazado! Un solo disparo de un mísero fusil entre millones de fusiles, una sola bala entre decenas de millones de balas y esta voz poderosa y apasionada callaría sin que apenas nadie se diera cuenta de ello, sin que fuera necesario condecorar a nadie por una acción bélica idiota. ¡Pobre Domingo!

– Stalin nunca nos abandonará -afirmó de pronto Jean con voz tranquila.

– ¡Ah! Acabáramos -exclamó Domingo volviéndose hacia él, recuperado el hilo argumental-. ¡Claro! Vosotros los comunistas, ¡ah, carajo, si os he padecido en España!, vosotros los comunistas pretendéis impedir que luchemos contra los nazis y ¿sabes por qué?…

La mera mención de los comunistas me sobresaltó. ¡Los comunistas! Quise disimular, pero seguro que se me notó en el gesto de la cara. Marie me miró y frunció el ceño.

– No, no, no -interrumpió Jean con vigor-. Lo que pretendemos es luchar contra el régimen de Pétain, acorralándolo hasta que sea derrotado… La gente en el poder, Pétain, Laval y los demás son los principales responsables del sufrimiento del pueblo y de su sumisión al yugo extranjero. Pétain y su gente han sido quienes han provocado deliberadamente la derrota del país para así instaurar, con la ayuda extranjera, un régimen de dictadura. Eso es contra lo que hay que luchar. Y en esa lucha contaremos con el apoyo de Rusia…