– Ya. Con el mismo apoyo de Rusia que tuvimos en España. Tus comunistas se dedicaron a purgar a los compañeros y papá Stalin se quedó con todo lo demás. ¡Pero si es peor que los capitalistas, hombre! Vosotros, ¿eh?, no queréis que luchemos contra los nazis -repitió Domingo con ardor.
– ¡Sí queremos!
– ¡No queréis! Vuestra única consigna es -puso la voz aflautada-: «Hay que derrotar a Pétain», ¿y sabes por qué? -nos miró a todos-. ¿Sabéis por qué?
Jean no dejó que Domingo se contestara a sí mismo.
– Bah, vas a decir que es porque es el único enemigo que nos queda al alcance de la mano… Suponte que todos perdemos la guerra, lo que, como dice monsieur de Sá, es probable que ocurra en unas pocas semanas. Ahora no estamos preparados para combatir con un ejército alemán que es infinitamente más poderoso que nosotros. ¿Pero y dentro de un año cuando lo que tengamos enfrente sea el pobre y desmoralizado ejército francés? ¿Con ese viejo mariscal chocheando?
– ¿Sabéis por qué? -insistió Domingo.
– Bueno, es evidente, ¿no? -dijo Neira con voz pausada. Todos se giraron hacia él. Jean permaneció en silencio-. Es por el pacto germano-soviético de hace un año, ¿verdad? Si la gran patria del proletariado se alia con la gran patria del nazismo, ¿quiénes son los meros franceses para oponerse a ello? ¿Quiénes son los comunistas franceses para oponerse a ello?
– Mais que isso -propuso Arístides, que no había abierto la boca hasta entonces-. También está el tratado de amistad y cooperación firmado por Hitler y Stalin, en septiembre del año pasado, para repartirse mejor Polonia, ¿verdad?
– No es así -saltó Jean a la defensiva-. Son alianzas tácticas… Y nos conviene que el sistema de Vichy se tambalee porque sólo así acabará siendo el hazmerreír del mundo entero y caerá como una fruta madura.
– El viejo Pétain es ridículo, ¿eh? -dijo Domingo-. Con sus patrias y sus religiones y su trabajo y su familia y su moralidad de cretinos, es ridículo, ¿no? Pues, amigo Jean, son las mismas patrias, las mismas religiones y familias que las de Franco. Año y medio lleva este hijo de puta en España matando gente y el lema es el mismo, patria, familia y trabajo, y no me parece que se esté pudriendo nada. Te diré más, camarada: en cuanto Hitler se lo pida, y te garantizo que se lo pedirá pronto, Franco entrará en la guerra de su lado. ¿Fruta madura? No, Jean. Sólo si luchamos a la desesperada tendremos una mínima posibilidad de derrotar a tus nazis algún día -se volvió hacia mí-. Incluso si se ha acabado la guerra, don Manuel.
– Vosotros los anarquistas, con vuestro nihilismo, pretendéis desmontar…
– No pretendemos nada, Jean. Vamos a ver si consigo explicarme, joder -exclamó-, no tengo en cuenta ninguna necesidad política, ningún requerimiento de ninguna directriz de ningún partido, de ninguna dirección de nada. Todo eso me trae absolutamente al fresco. Sólo pretendo dos cosas y las pretendo sin matices, sin condiciones: pretendo eliminar el fascismo erradicándolo de la faz de la tierra y pretendo derrotar de paso a Hitler y al tonto ese de Pétain. No sé si queda claro.
– Clarísimo -concluyó Marie dando una palmada y separándose de la pared.
– Grandes argumentos, nobles propósitos -intervino Neira, como si con sus palabras pudiera desmontar la puerilidad de las de Jean y Domingo.
– Naturalmente que queda claro. Por supuesto que estoy de acuerdo con vosotros al máximo -dijo Jean-. Rechazo, sin embargo, la desorganización, el perseguir objetivos esenciales en desorden, lo que en el fondo entorpece la consecución de los objetivos finales.
– Vaya -dijo Domingo sonriendo-, eso sí que me suena a directiva del partido, que es algo que me pone enfermo, pero al menos estamos sustancialmente de acuerdo en quiénes son los enemigos a derrotar y en que no queremos demorarnos mucho en hacerlo.
– Directivas de partido, enemigo a derrotar… Habláis de Hitler, de Stalin, de Pétain, de Laval -dijo Neira con voz tranquila-, hablamos de Churchill y de Roosevelt… Cada cual a su manera, todos obedecen, bueno, obedecemos, unos mandatos morales que sólo los partidarios de cada cual reconocen y aceptan, o debieran reconocer y aceptar con exclusión de los de los demás. Unos códigos de conducta que todos ellos quieren bañar en una gran solución líquida de respetabilidad. Ninguno acepta nunca que hace las cosas porque le conviene… Todos nos presentan sus peores crímenes bajo el disfraz de la honorabilidad. Si alguno de estos estadistas justifica alguna vez sus actos en aras de la verdadera lo que sea, la verdadera libertad, la verdadera democracia, los verdaderos intereses del pueblo, malo. Miente -levantó la mirada y la fijó en los tres jóvenes-. Os lo digo para que no os fiéis nunca de los cantos de sirena… Si estando cada cual en trincheras opuestas, todos aseguran estar coposesión de la verdad, es que ninguno posee un ápice de esa verdad -se puso muy serio-. Espero que estéis muy convencidos de la justicia de vuestra causa, de la necesidad de hacer lo que sea necesario con tal de verla triunfar. Porque la actividad política y, por supuesto, la mercantil, nunca, nunca es moralmente justa, siempre es delictiva. No es posible realizar una actividad pública sin cometer el delito que responde a la necesidad de llevarla a buen puerto… ¿El fin justifica los medios? No, claro. Sin embargo, la vida y especialmente la guerra nos enseñan que el fin siempre se invoca para esconder los medios empleados. Seréis crueles y nunca os podréis arrepentir…
Hubo un largo silencio.
– De modo que -hablé-, cuando Pétain habla de entregarse por Francia, en realidad, lo ha hecho porque era el único modo de llegar al poder absoluto. Franco fusila y fusila porque es su único medio de asegurarse el control y no porque crea que debe salvar las almas de los que fusila para expedirlas al cielo de los justos. Y vosotros ¿por qué lucháis?
– ll fait chaud, Geppetto. Fíjese, toque este muro: todavía arde del sol de todo el día -dijo de pronto Marie poniendo las manos contra la pared.
– Sin embargo, la noche es espléndida -contesté. Me puse en pie y salí al jardín. Miré hacia arriba. No hubiera podido contar las estrellas que tapaba mi mano abierta levantada contra el firmamento, de tantas como había y de la nitidez con que lucían. Pero por una vez, me pareció un espectáculo sobrecogedor: en lugar de resultarme amistoso y próximo, en lugar de calentarme el corazón, me empequeñeció. Imaginé de pronto, sin congruencia alguna, un camino cualquiera de la campiña francesa en el que un tanque inmóvil, verde pálido a la luz de la luna, vigilara sigiloso con el cañón apuntando a un campanario. Una estupidez como otra cualquiera.
Me dio un escalofrío y eché a andar por entre los olivos con las manos en los bolsillos.
Noté que alguien me seguía y me detuve. Al instante, Marie me pasó una mano por el brazo y seguimos andando en silencio.
– Ah, Manuel, que c’est triste tout ça -comentó al cabo de un rato-. La guerra no es romántica.
– No, no es romántica, no.
– Es que parece mentira que hace apenas un año estuviera yo en el frente del Ebro, subiendo y bajando a las trincheras, haciendo curas de campaña con cuatro vendas sucias y un tarro de yodo, llevando aquellos cacharros destartalados que pasaban por ambulancias. ¿Sabe usted, Manuel? Me reía, fumaba esos horribles cigarros que a ustedes les gustan en España, vino, bebía vino, amaba y estaba cornpletamente viva. El miedo nos mantenía despiertos, aunque, en realidad, no y no… Nos parecía que nunca podría pasarnos nada. Eramos inmunes a la metralla… -en la oscuridad, su perfil de niña pequeña resaltaba contra la roca blanca de Les Baux, allá a lo lejos. Volvió la cara hacia mí y ya no pude verla; sólo el contorno de su pelo-. Pero ahora esto ya no es divertido. Ahora tengo miedo. ¿Por qué, Geppetto? ¿Por qué tengo miedo?