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En fin, siguiendo la recomendación del gendarme, a mediodía fuimos a un pequeño restaurante en la plaza de los Gitanos, frente a correos, y nos comimos una bouillabaisse bien condimentada con una rouille llena de ajo. Estaba riquísima. Después de comer, subidos todos a un murito cercano a la carretera, bastante achispados por el buen vino, con mi cámara Zeiss les saqué fotos, especialmente a Marie, que ese día, con el pelo aún mojado de agua de mar y arrebatadora en un pantalón corto y una blusa de alegres colores, aparecía en verdad risueña sin que, a juzgar por su aspecto, el desagradable incidente de antes le hubiera preocupado en demasía.

Acabábamos de leer en un ejemplar del Peht Marsellais que alguien había dejado en la mesa de al lado: «¿Llevarán medias o irán con las piernas desnudas? Las jóvenes valientes han decidido hacer frente a la intemperie con las piernas al aire, al igual que muchas van con la cabeza sin cubrir. Otras, más sensibles al viento, han decidido adoptar el pantalón masculino, por más que endosarlo no sea de una elegancia suprema». En otra página del mismo periódico podía leerse que el prefecto de las Alpes Marítimas había prohibido «a las personas del sexo femenino llevar vestidos masculinos». Ni shorts ni pantalones. Justo lo recomendable para el espíritu contradictorio de Marie.

Marie, Jean y Domingo se hicieron inseparables en aquellos días y, aunque a veces discutieran entre sí con pasión y no se pusieran de acuerdo sobre el rumbo que debía tomar la guerra o sobre qué era más conveniente hacer para derrotar a los alemanes, acababan riendo y dándose palmadas en la espalda como viejos compañeros. Incluso el bueno de Jean perdía a veces su ceño y su solemnidad y llegaba a sonreír con franqueza. Lo cierto es que si hubiera tenido que inclinarme por uno de los dos muchachos a la hora de decidir cuál de ellos tenía más posibilidades de convertirse en amante de Marie y destrozarme la vida, no habría sabido con quién quedarme. Había momentos en que me parecía que Domingo era el que encajaba mejor por su vitalidad inagotable y por su simpatía descarada y cazurra; pero enseguida me convencía de lo contrario, guiado por la mayor prestancia masculina de Jean y por la suavidad y seguridad con la que manejaba sus argumentos y, sin duda, su capacidad de seducción. No sabía a cuál de los dos odiaba más.

Y al final de cada día, Marie se empeñaba en pasear conmigo por entre los olivos o incluso más allá de la linde de mi propiedad. Parecía querer oír los sabios consejos que yo me esforzaba en discurrir sobre la marcha. Me hacía preguntas y preguntas sobre los más variados temas, sobre mi vida y mis viajes y me daba la impresión de que respetaba cuanto yo podía decir bastante más de lo que merecían mis palabras. Luego, de pronto, me interrogaba sobre mi vida amorosa, «ah, sí, cuénteme de aquella americana tan tonta», y reía sin poderse contener ante el relato de algunas de mis aventuras más estúpidas o ridiculas (vaya, a mí me divertía ridiculizarme explicando con aspavientos algunos de mis complejos y las situaciones en que me había metido por intentar disimularlos; sabía que todo eso resultaba gracioso y me parecía que hacía crecer la intimidad entre nosotros. Después, según avanzaba el tiempo y se hacía más cómplice nuestra amistad, me dediqué a escandalizar a Marie con alguno de los disparates de mi vida de donjuán. Lejos de sorprenderla y de parecerle chocante, sin embargo, se hubiera dicho que mis anécdotas estimulaban su imaginación y su picardía. Y entonces, ella relataba sus propias experiencias bufas hasta que un recuerdo más escabroso de lo conveniente hacía que cortara de raíz el relato y se negara a retomarlo, incluso a pesar de mi insistente curiosidad).

Más de una vez pensé en proponerle reanudar nuestro baile de la primera noche, pero nunca me atreví a hacerlo. Ella jamás me lo propuso y no volvimos a estar el uno en brazos del otro hasta mucho tiempo después.

Mme. Ursule Cloppard no vino a Les Arpilles hasta el atardecer del quinto día, cuando, habiendo regresado Arístides (acompañado esta vez de mademoiselle Andrée Cibial) para recoger a los Neira y llevárselos a La Rochelle, cargábamos su enorme automóvil con la escasa impedimenta de aquella pobre familia.

Mme. Ursule era una vieja pequeña y enjuta, de facciones amargadas y cara arrugada en la que lucían con extraordinaria malevolencia dos ojillos negros y suspicaces. Cubría su cabeza con un pañuelo negro y lleno de mugre. Olía poderosamente a sudor viejo, tanto que a tres metros su hedor producía arcadas. Siempre me había parecido una mujer espantosa.

Albertine y m’sieu Maurice venían con ella. Traían aire cariacontecido, como si quisieran pedir perdón por no haber sido capaces de evitar la irrupción fisgona de aquella bruja.

Levanté las cejas y esperé a que la Cloppard hablara.

– Eh, monsieur de Sá… Este… en fin… venía… -cuanto más dubitativa, me dije, peor intención-, por si… en fin, por si necesitara usted algo. En fin, no sabíamos si estaba usted al tanto de… las visitas…

– Pues ahora me ha visto usted, madame Ursule. Estoy aquí y estoy perfectamente al tanto de las visitas. Son mis invitados.

– Sí. Pensaba que a lo mejor no estaba usted en Les Baux y que… vaya, que con esto de la guerra, ninguna vigilancia está de más… Ya sabe.

– No le incumbe, sobre todo sabiendo que m’sieu Maurice está aquí y se ocupa de todo.

Mme. Ursule, sorprendida en el renuncio, se calló de golpe y miró desconcertada a Albertine y luego a m’sieu Maurice.

– ¿Algo más? -pregunté.

Ella se encogió de hombros y, vencida por la curiosidad, quiso mirar por detrás de mí a los Neira que en ese momento apilaban sus fardos en el porche. Yo me desplacé un poco hacia mi izquierda para que no pudiera ver. Pese a todo, con total descaro, quiso seguir mirando mientras murmuraba algo ininteligible en un tono que me pareció cargado de amenaza.

Momento en que Marie acertó a salir de la casa.

– Mais, qu’est-ce que vous fîítes-là? -exclamó con un estallido de furia-. Non, mais quel culot! ¡Qué descaro! ¿Y a usted quién le ha dado vela en este entierro?

Y sin empacho alguno, bajó el peldaño que separaba el porche del jardín, puso las manos en los hombros de Mme. Ursule, le obligó a darse la vuelta y la empujó, aunque sin violencia, camino adelante.

– Allez, ouste -añadió.

Después se olió las manos, hizo una mueca de asco y alzándolas en el aire como si fuera un cirujano, entró en la casa para lavárselas.

Los demás nos quedamos petrificados y estuvimos en silencio, inmóviles, todo el tiempo que Marie tardó en volver, que fueron dos o tres minutos. Por el aire con que retornaba, sin embargo, se hubiera dicho que no había pasado nada, aunque, haciendo una concesión a la galería, se detuvo de golpe y nos fue mirando uno a uno con total inocencia, sonriendo con la teatralidad cómica de una actriz consumada.

– ¿Qué pasa? -preguntó-. ¿Cenamos?

Aquella noche, durante nuestro paseo, la reprendí con suavidad.

– Me parece que, tal como están las cosas, Marie, no es muy prudente enfadarse con madame Ursule.

– Pero ¿por qué? ¿Qué me va a hacer ella? ¡Si es una vieja ignorante! Dígame, Geppetto, ¿es esa asquerosa más patriota que yo? ¿Más francesa? ¿He traicionado al mariscal por el simple hecho de ponerla de patitas en la calle?

– No, no, claro que no… Es sólo que ella es más malvada que usted y éste es un momento en que la maldad resulta más útil que la bondad…