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Guardé el auto en el garaje de la parte trasera de mi hotel, subí a mi habitación, deshice las maletas y me di un baño de agua templada, casi fría. Después me vestí con ropa ligera de verano y bajé al parque a dar un paseo. No tenía hambre; acaso sólo la misma sensación de angustia en la boca del estómago que me había perseguido toda la tarde.

En Quatre Chemins compré un cucurucho de helado de vainilla. Vanille de Tahití, se nos aseguraba, por más que las plantaciones de aquellas islas se me antojaran más bien fuera de nuestro alcance y ahora más que nunca. En fin, por el momento todavía se vendían helados en los café-glacier de Vichy. No lo sabíamos, claro, pero en la dichosa Francia libre pronto se acabaría la sacrosanta materia prima (que el gobierno reservaría para llenar los torturados estómagos de la Wehrmacht) y los heladeros tendrían que dejar de mezclar con sus grandes palas de madera aquella deliciosa melaza de nata y leche y azúcar, que hasta entonces había estado destinada al común de las gentes. Y apenas unos días después tendríamos ocasión de recordar con añoranza lo fácil que había resultado hasta entonces comprar un simple helado.

Me senté en uno de los bancos de forja del parque, cerca de la fuente del manantial. Desde donde yo estaba, por debajo de los castaños y de la hojarasca, más allá de la galería cubierta, podía divisarse la entrada del hotel du Pare y todo el chaflán del edificio en cuyo tercer piso se encontraba el balcón del dormitorio de Pétain.

Había bastante bullicio debajo de aquellas ventanas. No eran sólo los petardees de los escasos autos que pasaban por allí, sino el simple movimiento de gentes que parecían querer velar el sueño del padre de todos los franceses. Un regimiento de jóvenes scouts ataviados con camisas verdes y boinas azules ocupaba gran parte de la calzada y en marcial posición de descanso parecía presto a dar la vida por la seguridad del mariscal.

– Lo hemos echado de menos -susurró de pronto la voz amiga de Armand de la Buissonière. Había aparecido como por ensalmo a mi lado. Se sentó en el banco y alzó la vista hacia el mismo balcón que yo había estado contemplando-. El gran hombre duerme. -Mi querido Armand…

– Ah, Manuel, qué de cosas han pasado durante su ausencia… Pero no quiero molestarle con mi catálogo de quejas. Dígame primero qué tal les ha ido durante esta semana en el sur… Hábleme de nuestra deliciosa mademoiselle Weisman -y me miró con sonrisa cómplice.

Le detallé nuestras aventuras, los nuevos amigos, las ausencias, las excursiones, hasta la malevolencia de Mme. Ursule, todo. Armand escuchó mi relato sin interrumpirme y, por fin, exclamó:

– ¡Cuánta diversión! Lo que yo pensaba: una semana maravillosa… Pero aún no he oído nada de mademoiselle Weisman, ¿eh?

– Bueno… en realidad hay poco que decir. -Ah, bah, bah, bah. ¿Cómo que hay poco que decir? ¿Cuánto hace que nos conocemos, Manuel?

– No, de veras, no hay nada que decir. Marie es una joven deliciosa, muy atractiva, ¡pero podría ser su padre! -No, no, no. Usted podría ser su padre si tuviera la edad mental, qué digo, incluso física para ser su padre. Pero no la tiene. Usted y yo somos coetáneos, ¿no? -asentí-. Cincuenta y uno -de repente exclamó con impaciencia-: ¿Pero de qué clase de frivolidades estamos hablando? -¿Perdón?

– Una relación sentimental jamás viene condicionada por las edades de quienes se involucran en ella. Ah, Manuel, Manuel… -sacudió la cabeza y cambió de tema con brusquedad-. La guerra se complica, amigo mío. Hitler ha decidido invadir Inglaterra para acabar de una vez con todos sus enemigos y ser el dueño indiscutible de toda Europa. La lógica del invasor… Es bien cierto que debemos admirar su habilidad política: gana la guerra en occidente y mantiene la colaboración diplomática con Rusia y Japón en oriente. Me aterra, pero ¡qué estadista!, ¡qué visión!, ¡qué descaro!

– Vaya, tiene la fuerza de su parte, ¿no? ¿Cuánto cree que tardará en controlar Inglaterra?

– Nadie sabe, pero es bien cierto que los ingleses están en plena retirada y sin capacidad ni moral para defenderse. Ah, no sé. Si tuviera que hacer una predicción… Les doy un mes y eso sólo porque entre las divisiones Panzer y Londres está el canal de la Mancha. A finales de agosto todo habrá acabado, a pesar de que Winston Churchill, se lo he oído decir por la BBC con esa voz insoportable que tiene, sostiene que la batalla de Inglaterra no ha hecho más que empezar.

– ¡Pero eso es terrible! -murmuré-. Eso supone que todo lo que estamos viendo venir en Francia, la desaparición de la República, los obispos, la beatería, las persecuciones, la delación, los traidores… es inevitable. Todo se nos viene encima. Oh, sí, yo sé lo que pasará: si alguien cree que Hitler será benevolente con aquellos a quienes ha sometido, nos espera una amarga desilusión.

– Pues me temo que es lo que va a pasar, Manuel.

– ¡Pero es terrible! -repetí-. Y las cosas han empezado ya a ocurrir. Las amenazas se van cumpliendo. Ayer, de pronto, me entero de que van a cambiar las leyes de naturalización, de que me pueden desposeer de la nacionalidad francesa… ¿se da usted cuenta? De aquí a unas semanas puedo ser un apatrida, me lo pueden quitar todo… Todo…

Armand hizo repetidos gestos negativos con las manos.

– No, no, no, no. He presenciado la mayor parte de las discusiones sobre la ley, sobre todo entre Pétain y Laval, y esto no tiene nada que ver… No debe usted preocuparse. Esta ley apunta a los masones franceses, a los marxistas y a los israelitas refugiados en Francia, no a gente que, como usted, se refugió aquí huyendo de la barbarie extremista en su propio país. ¡Pero, pardi, si todo el mundo en el gobierno le considera persona de derechas, alguien de quien es posible fiarse de verdad!

– ¿Usted cree? -pregunté con alivio.

– ¡Naturalmente!

– Pues que dios les conserve la vista. Bueno, Armand, me quita usted un gran peso de encima.

Sonrió.

– La gente que se viste con cuello duro está perfectamente a salvo.

– Bueno, no sé, debo de estar corriendo un riesgo grande: este verano he proscrito el cuello duro…

– … Pero es sólo porque el calor está casi siempre reñido con las convicciones políticas.

Reímos ambos. Nos pusimos de pie.

– ¿Vamos? -dije.

Armand asintió, pero luego se detuvo, pensativo. Al cabo de unos segundos me miró con tristeza.

– Además, no crea que esta ley de revisión de las naturalizaciones ha sido una ocurrencia de Hitler y que nos la ha impuesto él -rió con amargura-. No, no. Esto se les ha ocurrido a nuestros sesudos gobernantes sin la ayuda de nadie. Esto y todas las otras persecuciones que vendrán, y vendrán, se lo juro, son cosa nuestra. Este gobierno de Vichy tiene una capacidad insuperable para cubrirse de indignidad, ya lo verá. Por cierto, ¿no ha recibido un mensaje de Olga Letellier?

– No -contesté con cierta sorpresa y enseguida pensé en Marie-. ¿Pasa algo grave?

– No, claro que no. Es sencillamente que nos invita a tomar el té en sus apartamentos mañana por la tarde. Al parecer, se encuentra en Vichy Rene Bousquet…

– ¡El gran hombre!

– … y acudirá a visitarla. Quiere presentárnoslo.

– Ah, muy bien. Siento verdadera curiosidad por conocerlo.

– Bueno, me parece que es uno de esos políticos franceses con agallas que acabarán siendo nuestra única esperanza: hábiles, valerosos, decididos… ¿Le he dicho que Hitler, al mismo tiempo que decidía invadir Inglaterra, le pedía a Pétain que le dejara disponer de nuestros puertos en el norte de África?

– ¿Sí?

– Ya lo creo. Pues fue Bousquet el encargado de responder a los alemanes en Chálons: no habrá puertos en el norte de África…

– ¡Caramba! ¿Y qué dijeron los nazis?

– Bueno, insistieron, se enfadaron, amenazaron, pero Bousquet contestó cada vez que eso no era lo que estaba firmado en las cláusulas del armisticio y que el gobierno de Francia lo sentía en el alma.