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– No es posible.

– Pues sí… Y los alemanes aceptaron.

– Caramba… Pues esto sí que duplica las ganas que tengo de conocerlo.

Por primera vez en ocho o nueve días dormí mal. Habían sido demasiados viajes, demasiados acontecimientos, demasiados amores. Demasiadas emociones. Había perdido la serenidad de días pasados, la calma de Provenza, la libertad de disfrutar de mis amigos sin cortapisas e, incluso, la excitación de estar haciendo algo prohibido o ligeramente peligroso. Y, para colmo, en la habitación del hotel contigua a la mía no descansaba ya Marie, como en Les Arpilles, sino un piso más abajo y, junto a mi pared, un funcionario de Hacienda cuya principal gracia era su poderoso y variado ronquido.

Y aunque era la mía, extrañé la cama y acabé maldiciendo la manía francesa de sustituir la almohada de plumón por un rulo relleno de lana, incómodo y caluroso.

– De modo que la situación no es cómoda ni fácil -concluyó Bousquet, colocando con gran cuidado su taza de té sobre la mesa del saloncito-. No cabe que nos engañemos: hemos sido derrotados sin paliativos y lo que urge es minimiser les dégats.

– Bueno -dije-, parece que todo el mundo está de acuerdo en que hemos sido derrotados y en que hay que minimizar los daños, pero…

– No todo el mundo, no todo el mundo…

– … se diría que eso son excusas para disfrazar una realidad bastante más cruda.

– No, no, monsieur de Sá. No se equivoque sobre el vigor del pueblo francés. Una derrota militar no es la derrota de una nación -sonrió-. Es simplemente una derrota. Francia sigue en pie. Y puede que la República se haya tambaleado. ¡Pues es preciso salvar la República! Eso entraña complejos sacrificios cuyo alcance real no es fácil adivinar. Y se lo digo a todos ustedes con gran firmeza: el gesto del mariscal Pétain al buscar un armisticio honorable es de gran utilidad patriótica. Por ponerlo de modo pedestre, el mariscal nos ha guarecido a todos debajo de un paraguas a esperar a que escampe. Tiene una apariencia horrible, pero, en el caso de Philippe Pétain, se lo aseguro, es un sacrificio deliberado… -inclinó la cabeza-. Es incluso posible que él no se haya dado cuenta de la clase de sacrificio que ha hecho.

Miré a Armand y, aprovechando que Bousquet había girado la cabeza hacia Olga, levanté las cejas con incredulidad, pero él permaneció imperturbable.

Rene Bousquet era muy joven incluso para ser el prefecto de menor edad de toda Francia. Rondaría los treinta años, no más, pero tenía ya en el rostro la expresión madura, el aire de autoridad y responsabilidad más propios de una persona de las de mi generación (y algunas de sus arrugas). Era bien alto y vestía de modo impecable un traje oscuro de seda de shantung de una sola fila de botones, camisa de seda blanca y una discreta corbata. Del bolsillo asomaba un pañuelo blanco doblado en pico. Ah, sí, me impresionó su porte, pero me impresionaron aún más sus manos delgadas de largos y fuertes dedos. La boca fina, los ojos marrones de párpados abombados, el pelo peinado con raya y alisado con brillantina conferían a su rostro un aura de determinación e inteligencia. Sólo su nariz, aguileña y agresiva como la de un halcón, hacía pensar en la ambición y crueldad de un pájaro de presa. (Dicho todo lo cual, hubiera jurado que se tenía a sí mismo en un alto concepto, pero quién era yo para juzgar a nadie, sobre todo considerando la sinceridad y sencillez con que parecía dirigirse a nosotros sin escondernos la cruda realidad.)

– Un sacrificio deliberado, sí -repitió, pensativo-. O tal vez no… En cualquier caso -hizo un gesto de indiferencia con la mano-, me temo que el mariscal nos lo ha impuesto a quienes trabajamos a sus órdenes ¿Estábamos en disposición de hacer frente a la maquinaria bélica alemana cuando empezó la guerra de invasión hace unas semanas? No, claro que no. La defensa opuesta por el ejército francés a las divisiones Panzer fue heroica. Sí. Tan heroica como estéril. ¿El viejo ejército francés con su armamento obsoleto y sus tácticas periclitadas frente a la guerra relámpago de las modernas divisiones alemanas? -rió con amargura-. Era preciso detener tan desigual lucha. Porque, ¿permitir que Francia fuera deliberadamente machacada? ¿Sacrificar toda una juventud, lo mejor de Francia, para apenas nada? No sé ustedes, pero yo estaba en las carreteras de Francia, yo vi la sangre de ancianos, de chicos y chicas, de los bebés y sus madres y yo fui el primero en decirme a mí mismo ¡basta! Oh, bueno, claro, habría seguido peleando porque ése habría sido mi deber, pero con la sensación de futilidad a la que el mariscal puso término tan oportunamente. Y eso, mes chers amis, es lo que cuenta a la hora de la verdad. Nuestra obligación ahora, la mía y la de ustedes, es salvar los restos del naufragio, repararlos y reservarlos para cuando podamos reconstruirlos y entregarlos intactos a nuestros hijos… Chére Marie, me mira usted con desconfianza, como si no creyera en la bondad de nuestras intenciones.

– No, Rene -contestó Marie, con un escalofrío, como si saliera de un sueño-. Claro que creo en la bondad de sus intenciones, ¿cómo no voy a creer en la palabra de un patriota? Es sólo que me parece que no son demasiado prácticas… ¿Cuánto tiempo va a transcurrir hasta que la guerra se acabe en Europa? ¿Semana? ¿Meses? -nos miró a los demás buscando en nosotros la confirmación a sus predicciones: ¿no lo habíamos hablado una y otra vez durante las vacaciones en la Provenza? ¿No habíamos especulado con lo que iba a ocurrir en Francia, en Europa, en cuanto Hitler acabara con toda resistencia?-. Y, cuando termine, por grandes que hayan sido los sacrificios por salvar los restos del naufragio, todo habrá acabado y nos habremos convertido de forma inexorable en una colonia alemana -empujó la barbilla hacia delante, como siempre que quería argüir su punto de vista desafiando al antagonista-. ¿No?

Una pequeña vena se le había hinchado en la sien derecha; le brillaban los ojos y mantenía la boca ligeramente abierta. Es así como la recuerdo cuando se apasionaba: toda la cara se le encendía. Justo en la base de la garganta le latía con fuerza el pulso (y yo, no sin disimulo culpable, dejaba que se eternizara allí mi mirada); luego aquella piel tan suave se perdía en su escote y desaparecía debajo de las clavículas por entre las delicadas curvas de sus pechos.

Alguien dijo algo que, perdida la noción del tiempo, no alcancé a oír y luego Bousquet:

– No, puesto que habiendo cesado la lucha a tiempo y habiéndonos colocado en pie de igualdad con Alemania, Francia habrá sobrevivido.

– ¿Y usted cree, monsieur Bousquet, que también habremos salvado nuestra democracia? -me pareció que la pregunta de Jean Lebrun, formulada casi en voz baja y desde la discreta esquina del saloncito en que se había sentado, sonaba como un brutal desafío. Miré a Bousquet sobresaltado, esperando una acida respuesta a semejante impertinencia. Y, peor aún, antes de que pudiera contestar, Jean remachó-: Me refiero a nuestras libertades… si habremos conseguido preservar la libertad, la igualdad y la fraternidad.

Bousquet estuvo callado unos segundos que se me hicieron eternos. Luego, muy despacio, giró la cabeza para mirar a Jean y por fin dijo en tono amable:

– Es posible que haya que redefinir los conceptos de libertad, igualdad y fraternidad… -alzó una mano para adelantarse a la objeción de Lebrun-. No, no. A mí tampoco me gusta. Son nuestros valores más preciados desde la revolución de 1789, claro.

– Y ha jurado usted defenderlos -interrumpió Jean.

Esto exasperó a Bousquet.

– ¡Claro que he jurado defenderlos! Y he jurado hacerlo con mi vida si fuera preciso. No ponga usted en duda mi patriotismo, mi joven amigo. Son nuestras virtudes cívicas más preciadas. Lo sé bien. Y son muy nuestras… por oposición a los axiomas formulados por el Tercer Reich. Pero me pregunto: ¿no es mejor ser prácticos y disimular nuestros sentimientos para que no resulten brutalmente aplastados por el ejército extranjero? ¿No es mejor poner en la reserva nuestras preciadas libertad, igualdad y fraternidad, esconderlas debajo del Panteón, lo digo por invocar un depósito sagrado, y aparentar que sustentamos esas tonterías de la familia, el trabajo y la patria… -sonrió ante nuestra cara de sorpresa colectiva-. Sí. ¡Claro que son tonterías! Por supuesto que lo son, pero también son excelentes escudos detrás de los que esperar a que pase la tormenta -se recostó en su butaquita con una sonrisa satisfecha.