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– ¡Pero es que son los dueños de Europa! Por eso deben ser desposeídos.

Marie sacudió la cabeza con frustración y me miró. Parecía dispuesta a insistir, pero le hice un gesto negativo que debió de resultar muy convincente, porque cambió bruscamente de tema.

– Decía usted Rene que todos los franceses deberían ponerse a favor del mariscal. ¡Pero si Francia ya tiene cuarenta millones de pétainistas! Entre ellos, muchos judíos franceses bien leales -insistió para que no quedara duda-. ¿Para qué necesita a los franceses que no son pétainistas? -exclamó-. Porque los que no lo son no es que quieran traicionar a su patria; simplemente pretenden luchar contra los alemanes incluso sin estar de acuerdo con Pétain.

– Se refiere a los que apoyan a De Gaulle -puntualizó Armand.

– Bah, ésos… La lucha a la que me refiero se hace ayudando a Pétain. Nosotros también luchamos contra los alemanes -susurró Bousquet con intensidad.

– Ya -afirmó Jean-, pero me parece que quienes no estamos de acuerdo con el régimen del mariscal ni con sus acuerdos con Hitler, queremos otra clase de lucha… ¿Qué hay de malo en hacer la guerra a favor de los dos, de Pétain y de De Gaulle, si los dos son patriotas y los dos quieren una Francia libre?

– ¿Qué hay de malo? Que perdemos la fuerza que nace del concurso de voluntades. La otra clase de lucha, la de unos centenares de desperdigados, no vale para nada. ¿Cuánto tardará el Reich en ganar esta guerra? ¿Eh? ¿Y en dejar a De Gaulle sentado a la puerta del palacio de Buckingham, eh? -preguntó secamente-. No, no, no, no. ¿No le parece que Pétain merece el apoyo de todos sin excepción y que los que se lo niegan, se lo niegan también a Francia y acaban siendo los verdaderos traidores?

Hubo un largo silencio.

– Pero Fierre Laval -dije al cabo-, Fierre Laval no quiere ni la guerra ni…

– Ah non mon cher! Laval es un pacifista, desde luego. Nunca ha querido ninguna guerra, pero eso en este momentó no tiene importancia alguna. Laval, que es un viejo zorro, se ha convertido en el otro pilar de la resistencia francesa: mientras el mariscal impresiona a los nazis con su currículo y su fortaleza, a Laval toca calmar la concupiscencia de Hitler e impedir que nos caiga definitivamente encima, que destruya Francia sin darnos cuartel… y lo tiene que impedir sin más armas que la habilidad negociadora. ¿Qué le parece? Hein? -me miró de hito en hito y algo debió de ver en mi expresión porque, después de un instante, dijo-: No le quepa duda.

¿Tendría razón Bousquet? ¿Ese Pétain y ese Laval que describía en términos tan elogiosos eran los mismos que me causaban tanta inquietud? ¿Dos héroes en vez de dos villanos carcomidos por el ansia de rapiña? Años después recordaría yo esta discusión (tan peligrosamente franca y despreocupada, como si se hubiera tratado de una simple disputa académica). Y la recordaría en sus más mínimos detalles, precisamente porque esta guerra sibilina y sacrificada de la que hablaba Bousquet fue lo que costó la vida a tantos franceses, empezando por los dos héroes del momento, por Pétain y por Laval. En una ocasión, Laval dijo: «Para que todos los demás tuvieran razón, yo tuve que estar equivocado». ¡Menudo epitafio!

Es cierto que Pétain era poca cosa fuera de sus aficiones militares y su condición de mujeriego impenitente. Eso fue lo que lo hizo tan peligroso. Se encontró con el poder absoluto y, a falta de una imaginación ética y estética que le hiciera comprender sus propias limitaciones, lo explotó de forma absoluta, implacable y fría. Y encima pretendió que se lo agradeciera el pueblo al que había aherrojado (bueno, lo consiguió durante dos o tres años). Hitler, al menos, sabía perfectamente lo que estaba haciendo y, como Stalin, llevó su maldad consciente hasta extremos inconcebibles. Philippe Pétain se dejó ir a la felicidad del poder, a la rabieta del capricho sin saber nunca hasta dónde alcanzan los límites de la naturaleza humana antes de llegar a la naturaleza diabólica. Un pobre hombre con mando en plaza. Fierre Laval, en cambio, tuvo una personalidad mucho más compleja. Despreció al débil, engañó al inocente y creyó ser el deus ex machina de la historia de un pueblo: fue deliberado en sus objetivos y cruel en sus métodos. Hasta que su soberbia le hizo cometer el error que lo llevó frente al pelotón de fusilamiento: la frase.

Todos recordamos aquel discurso terrible de Laval, radiado el 22 de junio de 1942: Je souhaite la victoire de l’Allemagne, «Deseo la victoria de Alemania». Si hubo algo que enajenó a la mayoría de los franceses, ya severamente castigados por la ocupación alemana, irritados por un fuerte sentimiento antigermánico, heridos en su patriotismo, fue esta frase pronunciada en el peor momento posible. Todos los colaboradores del primer ministro intentaron disuadirle. Fue en vano. A uno de ellos, que le sugería que tomaba un riesgo superfluo, Laval contestó con exasperación: «Pero, vamos a ver, ¿será usted el fusilado o yo?». Espantosa premonición.

¿Qué había querido decir? Laval siempre se defendió asegurando que la mala fe de sus enemigos había sacado la frase de su contexto:

De esta guerra surgirá inevitablemente una nueva Europa. Se habla a menudo de Europa, pero es una palabra a la que no estamos muy acostumbrados en Francia. Amamos nuestro país porque amamos nuestro terruño. En lo que me concierne, franceses, me gustaría que mañana pudiéramos amar una Europa en la que Francia tuviera una posición digna de ella […]. Para construir esta Europa, Alemania libra combates gigantescos. Con otros, se ve obligada a aceptar sacrificios inmensos. No escatima la sangre de sus jóvenes […]. Deseo la victoria de Alemania, porque sin ella, mañana el bolchevismo se instalaría por todas partes. De modo que, como os decía el pasado 20 de abril, ésta es nuestra disyuntiva: integrarnos con nuestro honor y nuestros intereses intactos en una Europa nueva y pacífica o resignarnos a ver que desaparece nuestra civilización.

Hermosas palabras. Lo malo fue que recomendaban echarse en brazos de un socio no muy recomendable. Laval, como muchos en Francia (y no digamos el generalito en España), sentía horror por el comunismo y estaba dispuesto a sacrificar lo que fuera con tal de derrotarlo. Así hizo, aunque el enemigo más inmediato y más brutal no parecía la mejor tabla de salvación para librarse del otro más bien remoto. Claro que, puestos a buscarse enemigos que acabarían revolviéndose de manera formidable contra ellos que se les encaraban, estos paisanos míos de adopción también odiaron a los masones, a los judíos, a todos los que fueran distintos de ellos.

Por más que intento ahora comprender su estúpida ceguera y perdonarla, soy incapaz de olvidar cuánta fue la miseria que causaron.

Muchos años después he querido sin demasiado éxito decidir cuándo, en aquellos primeros meses de la guerra, se había producido el brusco cambio de la placidez a la amenaza, de la contemplación distanciada al peligro inmediato. Un día nos encontrábamos discurriendo como principiantes sobre las razones filosóficas de la guerra y sus consecuencias para Francia (y haciendo un pequeño paripé de resistencia armada, ¿armada?) y al día siguiente, sin solución de continuidad, se desencadenaba la tragedia sobre nosotros. ¿Cómo había podido ocurrir esta desolación? Sólo encuentro una explicación: nadie tiene nunca el ánimo dispuesto a que las cosas empeoren y que empeoren, como en el caso de un conflicto bélico, hasta límites que la mente humana no está preparada para aprehender. Nos habíamos ido librando del campo de batalla (escapando hacia el sur, en realidad), de los bombardeos, del infierno y creíamos que éste nunca llegaría porque antes se acabaría la guerra. No estábamos preparados para un acontecimiento como este conflicto, que cambiaría nuestras vidas de modo tan profundo y tan trágico: nunca podríamos volver a ser los mismos. De pronto se desplomó sobre todos nosotros pillándonos desprevenidos. Bueno, en mi caso, aunque desde el primer día del armisticio me barrunté lo que iba a pasar, fue necesaria la violencia física de la guerra para apearme de la visión diletante que yo tenía de todo aquello. Marie me lo había reprochado más de una vez y me había pedido que me tomara las cosas más en serio. ¿No decía yo siempre que bastaba con mirarse en el espejo de España para comprender esta tragedia? ¿Cómo podía estar tan ciego, entonces, cómo podía creer que, por ser conocedor del drama que se avecinaba, quedaría exento de él?