En otra ocasión, también volví a sentir la presencia de Dios muy de cerca. Ocurrió en Canadá, años después. Había ido a visitar unos amigos que vivían en el campo. Era invierno. Había salido solo a dar un paseo por su enorme terreno. Hacía un día despejado y soleado tras una noche de nevada. Era como si toda la naturaleza a mi alrededor estuviera envuelta en una manta blanca. A la vuelta a la casa, me volví. Había un bosque, y en ese bosque, un claro. La brisa, o tal vez un animal, había sacudido una rama y vi cómo la nieve caía delicadamente al suelo, resplandeciente a la luz del sol. Y entre aquellos polvos dorados que se caían en ese claro luminoso, vi a la Virgen María. Desconozco por qué se presentó ella. Mi devoción por María era secundaria. Pero sé que era ella. Llevaba un vestido blanco y una capa azul que me llamó la atención por la cantidad de dobleces y pliegues que tenía. Cuando digo que la vi, no lo digo en sentido literal, aunque tenía cuerpo y color. Intuí que la estaba viendo, una visión más allá de la visión. Me detuve y entrecerré los ojos. Era bella y sumamente majestuosa. Me sonrió con benevolencia y ternura. Después de unos segundos, me dejó. El corazón me latía del miedo y la dicha.
El Señor tiene junto a Sí la bella recompensa.
CAPÍTULO 21
Estoy sentado en un café del centro, un poco después, cavilando. Acabo de pasar casi toda la tarde con él. Cada vez que nos encontramos, me doy cuenta del hastío que me produce la satisfacción monótona que caracteriza mi vida. ¿Cuáles fueron aquellas palabras que dijo que tanto me impactaron? Ah sí: «facultad árida y ázima», «la historia preferible». Saco papel y bolígrafo y escribo:
Palabras de conciencia divina: exaltación moral; sensaciones duraderas de elevación, euforia, dicha; una aceleración del sentido moral, que uno estima más importante que la comprensión intelectual de las cosas; la alineación del universo en líneas morales, no intelectuales; el darse cuenta de que el principio fundamental de la existencia es lo que llamamos amor, que a veces no se manifiesta de forma clara, ni limpia, ni inmediata, pero siempre deforma ineluctable.
Me detengo. ¿Y el silencio de Dios? Reflexiono. Añado:
Un intelecto desconcertado, no obstante una sensación confiada de presencia y de ánimo supremo.
CAPÍTULO 22
Me imagino perfectamente las últimas palabras de un ateo: «¡Blanco, blanco! ¡A-a-amor! ¡Dios mío!», y su salto de fe desde el lecho de muerte. En cambio el agnóstico, si es consecuente con su propio razonamiento, si sigue gobernado por una facultad árida y ázima, quizás intente explicar la luz cálida que lo envuelve diciendo: «Una p-p-posible falta de oxígeno al cerebro» y por lo tanto, carecer de imaginación hasta el final y perderse la historia preferible.
CAPÍTULO 23
Lamentablemente, el sentimiento de comunidad que despierta la fe común en la gente me supuso muchos problemas. Con el paso del tiempo, mis actividades religiosas no sólo llegaron al conocimiento de aquellos a quienes les daba igual y les hacía gracia, sino también al conocimiento de aquellos a quienes ni les daba igual ni les hacía ni un pelo de gracia.
– ¿Cómo es que vuestro hijo va al templo?-preguntó el cura.
– A vuestro hijo lo han visto persignándose en la iglesia-dijo el imán.
– Vuestro hijo se ha vuelto musulmán-dijo el pandit.
Sí, mis padres desconcertados acabaron enterándose de todo. Verás, ellos no estaban al tanto. No sabían que yo fuera hindú, cristiano y musulmán practicante. Los adolescentes siempre ocultan cosas a sus padres, ¿no? Pero el destino quiso que mis padres y yo y los tres Reyes Magos, como los llamaré a partir de ahora, se encontraran cara a cara en el paseo marítimo de la playa de Goubert Salai y que mi secreto saliera a la luz. Ocurrió la tarde de un domingo precioso. Hacía calor y corría una brisa agradable. El golfo de Bengala destellaba bajo el cielo azul. La gente de Pondicherry había salido a pasear. Los niños gritaban y se reían. El aire estaba lleno de globos de colores. Los helados se vendían a docenas. ¿Por qué tenían que estar pensando en su trabajo precisamente ese día? ¿Por qué no pudieron pasar de largo con un saludo y una sonrisa? Porque no. Íbamos a toparnos no con uno, sino con los tres Reyes Magos, y no uno por uno, sino con los tres a la vez, y cada uno iba a decidir en ese instante que era el momento perfecto para abordar esa eminencia de Pondicherry, el director del zoológico, aquel del hijo devoto ejemplar. Al ver el primero, sonreí; cuando reparé en el tercero, mi sonrisa se había congelado en una mueca de horror. Y cuando me vi cercado por los tres, el corazón me dio un vuelco antes de hundirse del todo.
Los Reyes Magos parecían molestos al ver que los otros dos estaban dirigiéndose hacia las mismas personas. Debieron de imaginarse que los otros dos querían hablar con mi padre de algún asunto que no fuera pastoral y que habían tenido la mala educación de escoger ese preciso momento para abordar el tema. Se intercambiaron miradas de contrariedad.
Mis padres se quedaron perplejos al ver que tenían el paso impedido por tres desconocidos religiosos que sonreían de oreja a oreja. Y es que mi familia lo era todo menos ortodoxa. Mi padre se consideraba parte integrante de la Nueva India, rica, moderna y más laica que el helado. No tenía ni un pelo de religioso. Era un hombre de negocios, o un hombre ocupado, como decía él, un profesional trabajador y con los pies bien puestos sobre la tierra. Le preocupaba más la endogamia entre los leones que cualquier propósito moral o existencial preponderante. Es cierto que llamaba al cura para que viniera a bendecir todos los animales nuevos y que había dos pequeños altares en el zoológico, uno al Dios Ghanesa y otro a Hanuman, los dioses que mejor caerían a un director de zoológico, dado que el primero tenía cabeza de elefante y el segundo era un mono, pero era porque mi padre consideraba que era bueno para el negocio, no para su alma, una cuestión de relaciones públicas más que de salvación personal. La inquietud espiritual le era completamente ajena; lo que le preocupaba eran los asuntos económicos.
– Una epidemia en la colección-decía- y acabaremos en una cadena de presos rompiendo rocas.
Mi madre no se pronunciaba; el tema le aburría y mantenía una posición neutral. Una educación hindú en casa y una educación bautista en el colegio se habían anulado mutuamente en lo que respectaba a la religión, dejándola serenamente impía. Supongo que ella ya se imaginaba que yo no era del mismo parecer, pero nunca me había dicho nada de los tebeos del Ramayana y el Mahabarata, ni de la Biblia ilustrada para niños ni de los otros cuentos sobre dioses que devoraba de niño. Ella también leía mucho y le encantaba verme enfrascado en algún libro, fuera el que fuera, siempre que no fuera cochino. En cuanto a Ravi, si el Dios Krishna hubiera blandido un bate de criquet en lugar de una flauta, si Cristo se hubiera parecido más claramente a un árbitro, si el profeta Mahoma, la paz sea con él, hubiera sabido lanzar una pelota de criquet, quizá hubiera hecho algún pestañeo más religioso, pero como el criquet no les iba, a Ravi le traían sin cuidado.
Después de los «holas» y «buenas tardes» de rigor, hubo un silencio violento. El primero en hablar fue el cura, que dijo con orgullo:
– Piscine es un buen niño cristiano. Espero que no tarde en unirse a nuestro coro.
Mis padres, el pandit y el imán lo miraron con recelo.
– Me parece que se equivoca, señor. Es un buen niño musulmán. Viene a rezar con nosotros cada viernes sin falta y está aprendiendo el Sagrado Corán a pasos agigantados.
O al menos eso dijo el imán.
Mis padres, el cura, y el pandit lo miraron sorprendidos.
Entonces habló el pandit:
– No, los dos están muy equivocados. Es un buen niño hindú. Siempre lo veo en el templo. Viene a tomar darshan y a hacer puja.