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Pero la gran bestia no se estaba portando como una gran bestia, hasta tal punto que la hiena se había tomado ciertas libertades. Que la pasividad de Richard Parker hubiera durado tres días requería alguna explicación. Se me ocurrieron dos: por sedación o por mareo. Mi padre se había encargado de sedar regularmente a varios animales para reducir sus niveles de estrés. ¿Habría sedado a Richard Parker poco antes de que se hundiera el barco? ¿El susto del naufragio, es decir, los ruidos, caerse al agua, la lucha terrible para nadar hasta el bote salvavidas, habría intensificado el efecto del sedante? ¿El mareo se habría encargado del resto? Fueron las únicas explicaciones convincentes que me vinieron a la cabeza.

El porqué dejó de interesarme. Lo único que me importaba era conseguir agua.

Decidí hacer un inventario del bote salvavidas.

CAPÍTULO 50

Medía exactamente un metro siete centímetros de profundidad por dos metros cuarenta y cuatro centímetros de ancho por siete metros noventa centímetros de largo. Lo sé porque estaba escrito en letras negras en uno de los bancos laterales.

También decía que el bote salvavidas tenía cabida para un máximo de treinta y dos personas. Qué jolgorio tener que compartirlo con tanta gente, ¿no? No obstante, sólo éramos tres, y ya estaba abarrotado. El bote tenía una forma simétrica, con puntas redondeadas que apenas se distinguían entre ellas. La popa estaba provista de un pequeño timón fijo, poco más que una extensión posterior de la quilla. La proa, aparte de mi invento con el remo, se destacaba por una roda con la proa más patética y roma en toda la historia de la construcción naval. El casco estaba remachado y pintado de blanco.

Así era la parte exterior del bote. Por dentro, era menos espacioso de lo que uno pensaría, debido a los bancos laterales y los tanques de flotabilidad. Los bancos laterales se extendían de un extremo al otro del bote, uniéndose al final para formar bancos más o menos triangulares. En realidad, los bancos eran la superficie superior de los tanques de flotabilidad herméticos. Los bancos laterales medían cuarenta y seis centímetros de ancho y los de las puntas, noventa centímetros de fondo, así que el espacio abierto del bote salvavidas era de seis metros diez por un metro cincuenta y dos. Eso dejaría un territorio de casi nueve coma tres metros cuadrados para Richard Parker. Luego había los tres bancos transversales, incluyendo el que había sido destrozado por la cebra. Esos bancos tenían sesenta centímetros de ancho y estaban espaciados uniformemente. Se encontraban a unos sesenta centímetros del fondo del bote, la altura que tendría Richard Parker antes de darse de cabeza contra el techo, para decirlo de alguna manera, si estuviera debajo de un banco. La lona le dejaría unos treinta centímetros más de margen contando la distancia entre la regala, que aguantaba la lona, y los bancos. En total podía contar con poco más que noventa centímetros, lo justo para ponerse de pie. El fondo era plano y estaba cubierto de tablas de madera tratada. Los costados verticales de los tanques de flotamiento subían de forma perpendicular al fondo. De este modo, aunque el bote tenía las puntas y los costados redondeados, el volumen interior era rectangular.

Parece ser que el naranja, un color simpático e hindú, es el color de la supervivencia porque todo el interior del bote, la lona, los chalecos salvavidas, el aro salvavidas, los remos y casi todos los objetos importantes que había a bordo eran de color naranja. Incluso los silbatos, de plástico y sin bolita, eran del mismo color.

A cada costado de la proa aparecían las palabras Tsimtsum y Panamá, escritas con mayúsculas severas, negras y latinas.

La lona consistía en una tela tratada y resistente que me irritaba la piel después de un rato. Estaba enrollada hasta un poco más allá del segundo banco transversal, de forma que uno de los bancos transversales estaba debajo de la lona en la guarida de Richard Parker; el del medio quedaba destapado, justo al final de la lona, y el tercero estaba roto y sepultado bajo el cadáver de la cebra.

Había seis toletes en la regala para poner los remos y cinco remos, ya que había perdido uno de ellos intentando alejar a Richard Parker. Tres estaban en uno de los bancos laterales, uno estaba en el otro y el último era el que había utilizado para fabricar mi proa salvavidas. No me fiaba de la utilidad de los remos como medio de propulsión. El bote no era precisamente un yate de carreras, sino una construcción pesada y sólida diseñada para flotar de forma impasible, no para navegar. Aun así, supongo que si hubiéramos sido treinta y dos personas, podríamos haber avanzado.

No me di cuenta de todos estos detalles, ni de muchos más, de forma inmediata. Me percaté de ellos con el tiempo y como consecuencia de la necesidad. Cada vez que me encontraba en la más desesperada de las situaciones desesperadas, ante un porvenir funesto, algo, un pequeño detalle se transformaba y lo veía en mi mente con otros ojos. Dejaba de ser la cosa pequeña que había sido para convertirse en el objeto más importante del mundo, lo que iba a salvarme la vida. Esto me pasó una y otra vez. Es verdad que la necesidad es la madre de la invención, es una gran verdad.

CAPÍTULO 51

No obstante, la primera vez que revisé el bote salvavidas, no vi el detalle que buscaba. Las superficies de la popa y de los bancos laterales eran continuas y estaban intactas, igual que los lados de los tanques de flotabilidad. El fondo era plano y estaba justo encima del casco; no cabía ningún alijo debajo. Estaba claro: no había ninguna taquilla, ni armario ni contenedor en ningún lado. Sólo superficies lisas de color naranja.

La estima que había tenido por los capitanes y los proveedores de buques flaqueó. Mis esperanzas de sobrevivir parpadearon. Seguía teniendo sed.

¿Y si los víveres estuvieran en la proa, debajo de la lona? Di media vuelta y volví sobre mis pasos. Me sentía como un lagarto disecado. Empujé la lona hacia abajo. Estaba muy tensada. Si la desenrollaba, podría acceder a unos víveres que tal vez estuvieran guardados debajo. Pero eso implicaba hacer una abertura en la guarida de Richard Parker.

No me quedaba más remedio. La sed me empujó hacia adelante. Muy lentamente, saqué el remo de debajo de la lona. Coloqué el salvavidas alrededor de la cintura. Dejé el remo en la proa. Me asomé por encima de la regala y, con los pulgares, empujé la cuerda que sujetaba la lona hacia arriba hasta que conseguí desengancharla. Me costó lo mío. Pero después del primer gancho, el segundo y el tercero saltaron con más facilidad. Hice lo mismo en el otro lado de la roda. La lona se aflojó bajo mis codos. Estaba tendido encima de ella, con las piernas en dirección a la popa.

La desenrollé un poco. Mi recompensa no se hizo esperar. La proa era igual que la popa; tenía un banco al final. Y encima de él, a algunos centímetros de la roda, había un pestillo que brillaba como un diamante. Vi el contorno de una tapa. El corazón me empezó a latir con fuerza. Desenrollé la lona un poco más. Miré por debajo. La tapa tenía una forma triangular, con las puntas redondeadas. Medía noventa centímetros de ancho y sesenta de fondo. En ese momento, vi una masa naranja. Me aparté rápidamente. Pero el color naranja no se estaba moviendo y el tono no cuadraba. Volví a mirar. No era un tigre. Era un chaleco salvavidas. Al fondo de la guarida de Richard Parker, había varios chalecos.