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Me pulí el paquete entero en pocos minutos, los papeles de cera volando por los aires. Contemplé la idea de abrir otro paquete cuando se acabó el primero, pero me lo pensé mejor. Un poco de compostura no me iba a hacer ningún daño. Además, con el medio kilo de ración que tenía en la panza, estaba bastante lleno.

Decidí que debía mirar exactamente qué había en el baúl de tesoros que tenía a mis pies. La taquilla era grande, más que la tapa. El espacio interior se extendía hasta el casco y ocupaba parte de los bancos laterales. Metí los pies dentro de la taquilla y me senté en el borde con la espalda apoyada en la roda. Conté las cajas de galletas Seven Oceans. Acababa de comerme una y todavía quedaban treinta y una. Según las instrucciones, cada caja de 500 gramos alimentaría un superviviente durante tres días. Eso quería decir que tenía comida para… 31 x 3… ¡noventa y tres días! Las instrucciones también aconsejaban que los supervivientes no ingirieran más de medio litro de agua al día. Conté las latas. Había ciento veinticuatro. Así que tenía líquido para ciento veinticuatro días. Nunca me había alegrado tanto de un cálculo tan sencillo.

¿Qué más tenía? Hundí la mano en la taquilla y saqué un objeto magnífico detrás de otro. Cada uno, fuera el que fuera, me alivió. Tan acuciante era mi necesidad de compañía y consuelo que la atención requerida para elaborar cada uno de estos productos fabricados en serie se me antojó una atención especial exclusiva para mí. Mascullé repetidas veces:

– ¡Gracias! ¡Gracias! ¡Gracias!

CAPÍTULO 52

Tras una investigación a fondo, hice un inventario completo:

• 192 pastillas para el mareo

• 124 latas de agua fresca de 500 mililitros cada una

• 32 bolsas para vómitos

• 31 cajas de raciones de emergencia de 500 gramos cada uno, o sea 15,5 kilos en total

• 16 mantas de lana

• 12 alambiques solares

• Aproximadamente 10 chalecos salvavidas, provistos de un silbato naranja sin bolita y atados con una cuerda

• 6 jeringas de morfina en ampolla

• 6 bengalas de mano

• 5 remos boyantes

• 4 bengalas cohetes con paracaídas

• 3 bolsas transparentes de plástico resistente de unos 50 litros cada una

• 3 abrelatas

• 3 vasos de vidrio graduado

• 2 cajas de cerillas impermeables

• 2 señales de humo boyantes de color naranja

• 2 cubos medianos de plástico de color naranja

• 2 cubetas de achique flotantes de color naranja

• 2 recipientes polivalentes de plástico con tapas herméticas

• 2 esponjas rectangulares de color amarillo

• 2 cuerdas sintéticas boyantes, de 50 metros cada una

• 2 cuerdas sintéticas no boyantes, de longitud no especificada, pero de un mínimo de 30 metros cada una

• 2 equipos de pesca, con anzuelos, sedales y plomos

• 2 picos cangrejo, con anzuelos de púas muy puntiagudas

• 2 anclas flotantes

• 2 hachas de mano

• 2 colectores de agua de lluvia

• 2 bolígrafos de color negro

• 1 red de carga de nylon

• 1 aro salvavidas con un diámetro interior de 40 centímetros y un diámetro exterior de 80 centímetros, atado con una cuerda

• 1 cuchillo de caza con el mango sólido, un extremo puntiagudo, un filo liso afilado y el otro de dientes de sierra atado con una cuerda larga a un aro dentro de la taquilla

• 1 costurero provisto de agujas rectas y curvas e hilo blanco resistente

• 1 botiquín de primeros auxilios en un maletín impermeable

• 1 espejo de señalización

• 1 paquete de cigarrillos chinos con filtro

• 1 barra de chocolate negro

• 1 manual de supervivencia

• 1 brújula

• 1 libreta de 98 hojas con renglones

• 1 niño completamente vestido menos un zapato perdido

• 1 hiena manchada

• 1 tigre de Bengala

• 1 bote salvavidas

• 1 océano

• 1 Dios

Comí una cuarta parte de la barra de chocolate. Inspeccioné uno de los colectores de agua de lluvia. Se trataba de un artefacto que parecía un paraguas invertido con una buena bolsa de colección y un tubo de conexión de goma.

Crucé los brazos encima del salvavidas que me rodeaba la cintura, bajé la cabeza y me quedé profundamente dormido.

CAPÍTULO 53

Pasé toda la mañana durmiendo. Me despertó la ansiedad. La avalancha de comida, agua y descanso que recorrían mi sistema debilitado, además de devolverme a la vida, me habían dado las fuerzas necesarias para comprender la gravedad de mi situación. Abrí los ojos para encontrarme con la realidad de Richard Parker. Había un tigre en el bote salvavidas. Apenas podía creerlo y sin embargo, sabía que tenía que hacerlo. Y tenía que salvarme a mí mismo.

Sopesé la posibilidad de arrojarme al agua y empezar a nadar, pero mi cuerpo se negaba a moverse. Estaba a cientos de kilómetros de la costa, para no decir miles. No iba a poder nadar tantos kilómetros, aun provisto de un salvavidas. ¿Qué iba comer? ¿Qué iba a beber? ¿Cómo iba a protegerme de los tiburones? ¿Cómo iba a entrar en calor? ¿Cómo iba a saber en qué dirección debía nadar? Sin la más mínima sombra de duda, si dejaba el bote salvavidas, me esperaba una muerte segura. Pero si me quedaba a bordo, ¿qué? Vendría a por mí de una forma típicamente felina: con mucho sigilo. Antes de que pudiera reaccionar, me agarraría por la nuca o el cuello y me perforaría con sus colmillos. La vida se me apagaría sin poder decir unas últimas palabras. Si no, me mataría a zarpazos, rompiéndome el cuello.

– Voy a morir-dije con los labios temblorosos.

La muerte inminente ya es bastante terrible de por sí, pero es mucho peor si te sobra tiempo, tiempo en el que se hace patente toda la felicidad que ha sido tuya y toda la felicidad que podría haber sido tuya. Ves todo lo que te estás perdiendo con una nitidez abrumadora. Semejante visión te llena de una tristeza opresiva que no se puede equiparar con un coche que está a punto de atropellarte o el saber que el agua que te rodea va a ahogarte. Es una sensación realmente insufrible. Las palabras «padre», «madre», «Ravi», «India» y «Winnipeg» me rondaban como un dolor punzante.

Estaba a punto de rendirme. De hecho, me habría rendido si no fuera por una voz en mi interior que me decía: «No moriré. Me niego. Superaré esta pesadilla. Sobreviviré, cueste lo que me cueste. Hasta ahora lo he conseguido, de milagro. Ahora convertiré el milagro en rutina. Lo increíble será mi pan de cada día. Haré el trabajo que haga falta, por muy duro que sea. Sí, porque siempre que Dios esté a mi lado, no moriré. Amén».

Adopté una expresión adusta y resuelta. Lo digo con toda la modestia del mundo, pero en aquel instante descubrí que tengo una voluntad férrea para vivir. No es algo tan evidente, en mi experiencia. Algunos se rinden con un suspiro de resignación. Otros luchan un poco, y luego pierden esperanzas. Otros, y me incluyo entre ellos, nunca se rinden. Luchamos y luchamos y luchamos. Luchamos no importa lo que cueste la batalla, las pérdidas, la poca probabilidad de vencer. Luchamos hasta el final. No se trata de coraje. Es algo constitucional, una incapacidad de abandonar. Tal vez sólo se deba a la sandez de ansiar la vida.

Richard Parker se puso a rugir en ese preciso momento, como si hubiera estado esperando un contrincante digno. El pecho se me encogió de miedo.