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– Rápido, hombre, rápido-resollé.

Tenía que organizar mi supervivencia. No podía perder ni un segundo. Necesitaba refugiarme inmediatamente. Pensé en la proa que había hecho con el remo. Sin embargo, había desenrollado la lona desde la proa y no tenía nada que lo mantuviera firme. Tampoco tenía ninguna prueba de que el hecho de colgarme del remo fuera a protegerme de Richard Parker. Quizás extendiera una pata y me alcanzara. Las ideas me agolpaban la cabeza.

Construí una balsa. Los remos, como recordarás, flotaban. Y contaba con chalecos salvavidas y un aro salvavidas sólido y resistente.

Con la respiración contenida, cerré la tapa de la taquilla e introduje la mano por debajo de la lona para coger los remos restantes de los bancos laterales. Richard Parker se dio cuenta. Lo veía a través de los chalecos salvavidas. A medida que fui sacando cada remo, con un cuidado que ya podrás imaginarte, reaccionó desplazándose ligeramente. Pero no se volvió. Conseguí sacar tres remos. Había otro donde lo había dejado en la lona. Subí la tapa de la taquilla para cerrarle el paso a Richard Parker.

Tenía cuatro remos boyantes. Los coloqué en la lona alrededor del aro salvavidas. El salvavidas estaba encerrado en un cuadrado formado por los remos. Mi balsa parecía un juego de tres en raya con una O en el centro, como si fuera la primera jugada.

Ahora tocaba la parte más peligrosa. Me hacía falta los chalecos. Los rugidos de Richard Parker se habían convertido en un estruendo que sacudía el aire. La respuesta de la hiena fue un gañido agudo y tembloroso, un augurio de que iba a haber problemas.

Mi única opción era seguir adelante. Tenía que tomar medidas. Volví a bajar la tapa de la taquilla. Los chalecos estaban al alcance de la mano. Algunos estaban justo al lado de Richard Parker. La hiena se puso a chillar.

Traté de coger el chaleco que me quedaba más cerca. Me costó agarrarlo de lo que me temblaba la mano. Lo saqué. Richard Parker no pareció darse cuenta. Saqué el segundo. Y el tercero. Estaba desfallecido de miedo. Apenas podía respirar. Si fuera necesario, me recordé, podría lanzarme al agua. Saqué otro. Ya tenía cuatro chalecos salvavidas.

Tiré de los remos uno por uno hasta pasarlos por los brazos de los chalecos salvavidas, introduciéndolos por un agujero y sacándolos por el otro, para que los chalecos estuvieran bien sujetos a cada una de las cuatro esquinas de la balsa. Entonces los abroché.

Encontré una de las cuerdas boyantes en la taquilla. Corté cuatro trozos con el cuchillo. Amarré los cuatro remos en el punto en que se cruzaban. ¡Ojalá hubiera tenido más conocimientos de hacer nudos! En cada esquina hice diez nudos y aun así temía que se desharían. Trabajé febrilmente, maldiciendo mi simpleza. ¡Tenía un tigre a bordo y había esperado tres días y tres noches para salvarme la vida!

Corté cuatro trozos más de la cuerda y até el aro salvavidas a cada uno de los lados del cuadrado. Pasé la cuerda del salvavidas por los chalecos y alrededor de los remos y del salvavidas hasta asegurarme de que la balsa entera estaba bien atada, por precaución a que se desmontara.

La hiena estaba chillando a voz en cuello.

Ahora sólo me quedaba una cosa por hacer.

– Dios me conceda el tiempo-imploré.

Cogí el resto de la cuerda boyante. Cerca de la parte superior de la roda había un agujero. Introduje la cuerda por el agujero e hice un nudo. Ahora sólo me faltaba atar el otro extremo de la cuerda a la balsa y quizás consiguiera salvarme.

La hiena se calló. El corazón me dio un vuelco y entonces se puso a latir a velocidad triple. Me volví.

– ¡Jesús, María, Mahoma y Vishnu!

Vi algo que permanecerá en mi memoria durante el resto de mis días. Richard Parker se había levantado y había salido a cubierta. Estaba a menos de cinco metros de mí. Y vaya, era enorme. La hiena estaba condenada a morir y yo también. Me quedé clavado, paralizado, subyugado a la acción que estaba viendo. Mi experiencia breve en las relaciones que se establecen entre animales salvajes y libres en los botes salvavidas me había hecho creer que habría mucho ruido y protestas cada vez que se derramara sangre. Pero esta vez, la muerte se distinguió por su silencio. La hiena murió sin gañir ni gimotear y Richard Parker la mató sin hacer ningún ruido. El carnívoro del color de las llamas apareció de debajo de la lona y se abalanzó sobre la hiena. La hiena estaba apoyada en el banco de la popa, detrás del cadáver de la cebra, petrificada. Ni siquiera intentó oponer resistencia, sino que se agachó y levantó una pata en un intento inútil de defenderse. Tenía cara de estar totalmente aterrorizada. Una enorme garra le cayó encima de un hombro. La quijada de Richard Parker se cerró en un lado del cuello de la hiena. Se le salían los ojos vidriosos de las órbitas. Oí un crujido orgánico mientras le aplastaba la tráquea y la médula espinal. La hiena tembló. Sus ojos perdieron brillo. Había terminado.

Richard Parker la soltó y gruñó, pero se me antojó un gruñido tranquilo, displicente y privado. Estaba jadeando con la lengua fuera. Se relamió. Sacudió la cabeza. Olfateó la hiena muerta. Levantó la cabeza y olisqueó el aire. Colocó las garras delanteras encima del banco de la popa y se subió encima de las patas traseras. Tenía los pies completamente separados. El movimiento del barco, aunque suave, claramente no era de su agrado. Miró más allá de la regala al mar abierto. Soltó un rugido grave y malhumorado. Volvió a olisquear el aire. Volvió la cabeza lentamente. La volvió y la volvió y la volvió un poco más hasta clavar la mirada en mí.

Ojalá pudiera describir qué pasó a continuación, no cómo lo vi, ya que tal vez consiga hacerlo, sino cómo lo viví. Estaba viendo a Richard Parker desde un ángulo que hacía máximo alarde de su esplendor: desde detrás, medio de pie y con la cabeza girada. La postura casi parecía una pose, como si fuera un despliegue intencionado, incluso afectado, de arte imponente. ¡Y qué arte, Dios, qué imponencia! Su mera presencia era abrumadora, e igual de evidente era su elegancia y agilidad. Era increíblemente musculoso y sin embargo, tenía las ancas delgadas y el pelaje brillante le quedaba como suelto. Y el cuerpo, de un color naranja marronoso brillante con rayas verticales negras, era incomparablemente bello, de confección digna de un sastre por la armonía entre el pecho y la panza níveos y los anillos negros de su cola larguísima. Tenía la cabeza grande y redonda, con unas patillas formidables, una perilla distinguida y los bigotes más espléndidos del reino felino: abundantes, largos y blancos. Encima de su cabeza se asomaban las orejas, pequeñas y expresivas, como dos arcos perfectos. El rostro de color naranja zanahoria resaltaba su caballete amplio y su nariz rosa, y estaba maquillado con elegancia y descaro. Alrededor del rostro había unos toques negros ondulados que creaban un dibujo llamativo, pero sutil, dado que hacía resaltar todavía más la única parte de la cara que no tenía ningún trazo negro: el caballete, cuyo lustre rojizo casi resplandecía. Las manchas blancas encima de los ojos, en las mejillas y alrededor de la boca eran toques finales dignos de un bailarín Kathakali. El resultado era una cara que parecía las alas de una mariposa, con un semblante vagamente viejo y chino. Pero cuando los ojos de color ámbar se posaron en los míos, la mirada fue intensa, fría e inmutable, ni frívola ni amigable, y expresaba una serenidad a punto de explotar de rabia. Le temblaron las orejas. Entonces dieron una vuelta entera. Empezó a subir y bajar el labio superior. El colmillo que me mostró con tan coqueta timidez era igual de largo que el más largo de mi dedos.

Se me erizó cada pelo del cuerpo, chillando de miedo.

Entonces apareció la rata. Una rata marrón y escuálida apareció de la nada encima del banco lateral, nerviosa y sin resuello. Richard Parker parecía más sorprendido que yo. La rata saltó a la lona y vino corriendo hacia mí. Sólo de verla, por el susto y la sorpresa, se me cedieron las piernas y me caí dentro de la taquilla. Ante mis ojos atónitos, la rata pasó por encima de varias partes del bote salvavidas, saltó encima de mí y trepó hasta lo alto de mi cabeza, donde me clavó las uñas, aferrándose desesperadamente.