De pronto apareció mi compañero de naufragio. Se subió a la regala y miró hacia mí. La aparición repentina de un tigre resulta fascinante en cualquier entorno, pero mucho más en medio del océano. El extraño contraste entre el color naranja brillante, rayado y vivo del pelaje de Richard Parker y el blanco inerte del casco del bote salvavidas me cautivó. Mis sentidos exaltados se detuvieron de repente. Por muy grande que se me antojara el océano Pacífico a mi alrededor, de repente, el espacio entre nosotros me pareció un foso estrechísimo, sin barrotes ni paredes.
«Plan Número Seis, Plan Número Seis, Plan Número Seis», susurraba mi mente con urgencia. Pero ¿cuál era el Plan Número Seis? Ah, sí. La guerra de desgaste. El juego de la paciencia. La pasividad. Dejar que las cosas fueran pasando. Las leyes implacables de la naturaleza. El paso implacable del tiempo y el acaparamiento de recursos. Ése era mi Plan Número Seis.
De repente un pensamiento repicó en mi cabeza como un grito de ira: «Pero ¿serás idiota y necio? ¡Imbécil! ¡Pedazo de burro! ¡El Plan Número Seis es el peor de todos! Ahora mismo, Richard Parker le tiene miedo al mar. Estuvo a punto de convertirse en su tumba. Pero cuando enloquezca de hambre y sed, hará lo que haga falta para mitigar sus ansias. Convertirá este foso en un puente. Nadará hasta donde sea para atrapar la balsa flotante y la comida que haya en ella. Y en cuanto al agua, ¿ya no recuerdas que los tigres del Sundarbans beben agua salada? ¿Realmente crees que vas a sobrevivir a sus riñones? ¡Si le haces una guerra de desgaste, vas a perder tú! ¡Morirás! ¿ESTÁ CLARO?»
CAPÍTULO 56
Quisiera decir algunas palabras acerca del miedo. Es el único y auténtico adversario de la vida. Sólo el miedo puede vencer a la vida. Es un contendiente traicionero y perspicaz, y bien que lo sé. Carece de decoro, no respeta ninguna ley, ningún principio. Te ataca el punto más débil, que siempre reconoce con una facilidad infalible. Empieza con la mente, siempre. Estás tranquilo, sereno y feliz y al poco rato el miedo, ataviado con la vestimenta de duda afable, se te cuela en la mente como un espía. La duda se encara con la incredulidad y la incredulidad trata de expulsarla. Sin embargo, la incredulidad es un mero soldado de infantería desprovisto de armas. La duda la elimina en un santiamén. Te inquietas. La razón viene a luchar por ti. Te tranquilizas. La razón está bien equipada con armas de última tecnología. No obstante, de forma asombrosa, a pesar de contar con unas tácticas superiores y un número de victorias aplastantes, la razón se queda fuera de combate. Te sientes debilitar, flaquear. La inquietud se torna terror.
El miedo entonces acomete contra el cuerpo, que ya se ha dado cuenta de que algo va horriblemente mal. Los pulmones ya han salido volando como un pájaro y las tripas se te han escurrido como una serpiente. Ahora la lengua se te cae muerta como una zarigüeya y la mandíbula empieza a galopar sin poder avanzar. Ensordeces. Los músculos te tiritan como si padecieras de malaria y las rodillas te tiemblan como si estuvieran bailando. El corazón se pone demasiado tenso y el esfínter se pone demasiado relajado. Y lo mismo ocurre con el resto del cuerpo. Cada parte de ti, de la forma que más le convenga a ella, se te desmonta. Lo único que sigue funcionando bien son los ojos. Ellos sí que le prestan la atención debida al miedo.
Te ves tomando decisiones precipitadas de forma atropellada. Despides a tus últimos aliados: la esperanza y la fe. Y ya está, tú mismo te has derrotado. El miedo, que no es más que una impresión, ha triunfado sobre ti.
Es una cuestión difícil de plasmar con palabras. Pues el miedo, el miedo de verdad, el que te sacude hasta los cimientos, él que sientes cuando te encuentras cara a cara con la muerte, te corroe la memoria como la gangrena: intentará cariarlo todo, hasta las palabras que pronunciarías para hablar de él. Tienes que luchar a brazo partido para alumbrarlo con la luz de las palabras. Porque si no te enfrentas a él, si tu miedo se vuelve una oscuridad muda que evitas, quizás hasta olvides, te expones a nuevos ataques de miedo porque nunca trataste de combatir el adversario que te venció.
CAPÍTULO 57
Fue Richard Parker quien me tranquilizó. La ironía de esta historia es que precisamente el que me daba pavor al principio fue el mismo que me proporcionó paz, determinación e, incluso osaría decir, integridad.
Me estaba mirando fijamente. Después de un rato reconocí la mirada. Había crecido con ella. Se trataba de la mirada de un animal satisfecho que mira hacia otro lado de su jaula o foso de la misma manera que tú o yo miraríamos por la ventana de un restaurante después de una buena comida, cuando ha llegado la hora de hacer sobremesa y de observar a los demás. Por lo visto, Richard Parker había comido la hiena hasta saciarse y había bebido toda el agua de lluvia que le apetecía. Ya no le subía y le bajaba ningún labio, no me estaba mostrando ningún colmillo, ningún gruñido, ningún rugido. Sencillamente me estaba contemplando, con una expresión grave, pero no amenazadora. Estaba moviendo las orejas y ladeando la cabeza desde diferentes ángulos. Se me antojó muy… pues muy felino. Parecía un gato doméstico gordo y simpático, un gato atigrado de más de doscientos kilos.
Hizo un sonido, un resoplido de las narinas. Agucé el oído. Volvió a hacer el mismo ruido. Me quedé patidifuso. ¿Prusten?
Los tigres hacen una variedad de sonidos. Entre ellos hay un número de rugidos y gruñidos, el más fuerte de los cuales es el aaonh emitido a voz en grito, un sonido que suelen hacer los machos y las hembras estrogenizadas durante la época de celo. Es un grito que se propaga hasta muy lejos, y resulta verdaderamente aterrorizante cuando se oye de cerca. Los tigres dicen guau cuando los coges desprevenidos, una explosión de rabia corta y aguda que haría que salieras por patas si no estuvieras paralizado por el terror. Cuando arremeten contra otro animal, los tigres producen una serie de rugidos carrasposos. El gruñido que emplean a efectos amenazadores tiene otra cualidad más gutural. Los tigres también bufan y braman y, según la emoción implícita, puede sonar al susurro de hojas otoñales en el suelo, pero un poco más resonante, o, en el caso de un bramido enfurecido, a una puerta enorme con las bisagras oxidadas cuando se abre. En ambos casos, resulta realmente espeluznante. Los tigres hacen todavía más sonidos. Rezongan y refunfuñan. Son capaces de ronronear, pero no de la misma forma melodiosa ni continuada de los felinos menores, pues los tigres sólo ronronean cuando exhalan. De hecho, sólo los gatos pequeños saben ronronear en ambos sentidos. Es una de las características que diferencian los felinos grandes de los pequeños. Otra característica es que sólo los felinos grandes saben rugir. Menos mal. Me temo que la popularidad de los gatos domésticos caería en picado si los mininos pudieran manifestar su descontento con un rugido. Los tigres también dicen miau, con una inflexión parecida a la de los gatos domésticos, pero con un registro más fuerte y grave. No alienta a uno a agacharse a cogerlo en brazos, que digamos. Y los tigres pueden guardar un silencio majestuoso y absoluto, ya lo creo.
De niño había oído todos esos sonidos. Todos menos prusten. Si sabía de su existencia, era porque mi padre me había hablado de él. Él había leído mucho sobre este sonido, pero sólo había llegado a oírlo una vez en un viaje de negocios al zoológico de Mysore, en el hospital veterinario, de boca de un tigre en tratamiento por una pulmonía. Prusten es el más silencioso de los gritos de los tigres, una especie de resoplido que expresa simpatía e intenciones inofensivas.