La lengua de Richard Parker, del mismo color y tamaño que una bolsa de agua caliente, volvió a su boca antes de que la cerrara. Tragó saliva.
Pasé el resto del día muerto de angustia. Me mantuve bien lejos del bote salvavidas. A pesar de mis pronósticos funestos, Richard Parker pasó el rato muy tranquilamente. Todavía le quedaba agua de la precipitación y no parecía estar muy preocupado por el hambre. No obstante, hizo varios sonidos tigrescos: quejidos y gruñidos, entre otros, que no me ayudaron a tranquilizarme, que digamos. El acertijo era insoluble: para pescar iba a necesitar cebo, pero para conseguir cebo, necesitaba pescado. ¿Qué se suponía que tenía que hacer? ¿Usar uno de los dedos del pie? ¿Cortarme una de las orejas?
Una solución apareció a última hora de la tarde, de la forma menos esperada. Me había acercado al bote salvavidas. Y es más, me había subido a bordo y estaba hurgando en la taquilla, buscando desesperadamente una idea que me salvara la vida. Había amarrado la balsa a un metro y medio del bote. Calculé que con un buen salto y un tirón de alguno de los nudos sueltos, podría alejarme de Richard Parker. El desespero me había impulsado a correr semejante riesgo.
No encontré nada, ni cebo, ni iluminación, así que me incorporé. Richard Parker tenía los ojos clavados en mí. Estaba al otro extremo del bote donde había estado la cebra, sentado y mirando hacia mí, como si hubiera estado esperando con paciencia que me fijara en él. ¿Cómo podía ser que no lo hubiera oído salir de debajo de la lona? ¿Qué clase de delirio me había hecho creer que sería capaz de burlarme de él? De repente recibí un golpe en la cara. Chillé y cerré los ojos. Con una velocidad felina había saltado al otro lado del bote y me había dado un zarpazo. Estaba a punto de arrancarme el rostro con las garras: ésta era la muerte que me esperaba. El dolor fue tan intenso que me entumecí. Bendita sea la parte de nosotros que nos protege de tanto dolor y tristeza. En el corazón de la vida hay una caja de fusibles.
– Vamos, Richard Parker, acaba conmigo de una vez-gimoteé-. Pero por el amor de Dios, lo que tengas que hacer, hazlo ahora. No debes sobrecargar un fusible fundido.
No tenía ninguna prisa. Estaba a mis pies, haciendo unos extraños ruidos. Claro, había descubierto la taquilla y sus riquezas. Abrí un ojo temeroso.
Era un pez. Había un pez en la taquilla. Estaba dando coletazos como un pez fuera del agua. Medía unos cuarenta centímetros y tenía alas. Un pez volador. Delgado y de color gris oscuro azulado con las alas secas y sin plumas, los ojos redondos y amarillos, sin pestañear. Lo que me había dado un guantazo en la cara era el pez volador, no Richard Parker. El seguía al otro lado del bote, con cara de no comprender qué demonios me pasaba. Pero ya había visto al pez. Discerní una curiosidad aguda en su rostro. Parecía dispuesto a investigar.
Me agaché, cogí el pez y lo tiré hacia él. ¡Claro, así tenía que domarlo! Por donde había desaparecido una rata, seguiría un pez. Por desgracia, el pez tenía otros planes. Mientras volaba por el aire, justo antes de llegar a la boca abierta de Richard Parker, se desvió y cayó al agua. Ocurrió en un abrir y cerrar de ojos. Richard Parker giró la cabeza y mordió el aire, los carrillos bailando, pero el pez fue más rápido que él. Richard Parker se quedó atónito y contrariado. «¿Dónde está mi capricho?», parecía preguntar con la expresión. De repente, el pánico y la tristeza se apoderaron de mí. Me volví con la esperanza perdida y abandonada de lanzarme a la balsa antes de que él se lanzara sobre mí.
En ese preciso instante el aire se llenó de un zumbido y todo un cardumen de peces voladores se estrelló contra nosotros. Llegaron como un enjambre de langostas. Aparte de la cantidad, había algo que me recordaba a insectos: el murmullo y los chasquidos de sus alas. Salieron disparados del agua a docenas, algunos saltando más de cien metros por el aire haciendo flic-flacs. Muchos se zambulleron al agua antes de que llegaran al bote. Otros volaron por encima de nosotros. Algunos se estrellaron contra el costado del bote con un ruido que parecía un petardo cuando explota. Los más afortunados volvieron al agua tras rebotar en la lona. Otros, los menos afortunados, aterrizaron directamente dentro del bote, donde empezaron a aletear y chapotear y retorcerse como posesos. Y los demás chocaron directamente contra nosotros. Estando de pie encima de la proa, sentí que estaba sufriendo el martirio de San Sebastián. Cada pez que me dio se me hincó en la piel como una flecha. Me envolví en una manta para protegerme y traté de agarrar los peces que venían hacia mí. Acabé con cortes y cardenales por todo el cuerpo.
El motivo de esta arremetida se hizo patente de inmediato. Unos dorados empezaron a saltar del agua pisándoles los talones. Los dorados eran bastante más grandes y no pudieron competir con la capacidad de pilotaje de los peces voladores, pero nadaban más rápidamente que ellos y se lanzaban con más fuerza. Eran capaces de adelantar a los peces voladores si los tenían justo delante y de saltar del agua en el mismo momento y en la misma dirección que ellos. También había tiburones; ellos también salían volando del agua y aunque carecieran de la misma elegancia, algunos de los dorados tuvieron un final devastador. Este tumulto acuático desapareció con la misma rapidez que apareció, pero mientras duró, el mar borboteó y bulló, los peces saltaron y las mandíbulas no pararon.
Richard Parker se mostró más resistente que yo ante el bombardeo de los peces, y mucho más eficiente. Se irguió y se dedicó a bloquear, a pegar y a morder todos los peces que pudo. Gran parte de ellos acabaron en su estómago, enteros, con las alas batiéndose dentro de su boca. Fue una muestra brillante de fuerza y reflejos. En realidad, lo que más me impresionó no fueron los reflejos sino la seguridad animal pura, la concentración total en el momento. Esta mezcla de soltura y absorción, este «estar en el presente», hubiera sido la envidia de los yoguis más entrenados.
Cuando acabó todo, aparte de tener el cuerpo dolorido, tenía seis peces en la taquilla y otros muchos en el bote. Envolví uno de los peces en una manta, cogí un hacha de mano y me dirigí a la balsa.
Procedí con parsimonia. El hecho de haber perdido todo mi cebo por la mañana había sido un buen revulsivo. No podía permitirme otro error. Desenvolví el pez con cuidado, con una mano sujetándolo en todo momento, consciente de que intentaría dar un brinco para salvarse. Cuanto más cerca estaba de desenvolverlo del todo, más asco y miedo me dio. Apareció la cabeza. Tal y como lo estaba aguantando, parecía una bola de helado de pescado repugnante metido en un cono de manta de lana. La pobre bestia estaba abriendo y cerrando la boca y las branquias, necesitado de agua. Noté cómo empujaba con las alas entre mis manos. Di la vuelta al cubo y coloqué la cabeza del pez en la base. Agarré el hacha. La alcé.
Hice ademán de bajar el hacha varias veces, pero no pude llevar la acción a término. Este sentimentalismo tal vez parezca absurdo si tienes en cuenta lo que había presenciado en los días anteriores, pero aquellos habían sido actos ajenos, actos de animales predadores. Supongo que yo había participado en la muerte de la rata, pero me había limitado a lanzarla y fue Richard Parker quien se había encargado de matarla.