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Toda una vida de vegetarianismo se interpuso entre el acto premeditado de decapitar un pez y yo.

Cubrí la cabeza del pez con la manta y di la vuelta al hacha. De nuevo titubeé. La idea de aplastar una cabeza blanda y viva con un hacha me abrumaba demasiado.

Dejé el hacha en la balsa. Finalmente decidí que le rompería el cuello, una muerte oculta. Envolví el pez en la manta con fuerza. Lo empecé a doblar con ambas manos. Cuanto más empujaba, más forcejeaba. Intenté imaginarme qué sentiría si me envolvieran en una manta y trataran de romperme el cuello. La idea me consternó. Tuve que dejarlo varias veces. Sin embargo, sabía que tenía que hacerlo y cuanto más tardara, más sufriría el pez.

Las lágrimas me corrían por las mejillas pero me azucé hasta que oí un crac y dejé de sentir la lucha de aquella vida entre mis manos. Desplegué la manta. El pez volador estaba muerto. Estaba partido por la mitad y tenía sangre a un lado de la cabeza, a la altura de las branquias.

Lloré la muerte de esa pobre alma difunta a lágrima viva. Era el primer ser sensible que había matado. Me había convertido en asesino. Era igual de culpable que Caín. Tenía dieciséis años, era un chico inofensivo, ávido de la lectura y religioso, y ahora tenía las manos manchadas de sangre. Es una carga terrible. Toda vida sensible es sagrada. Nunca me olvido de incluir a ese pez en mis oraciones.

Una vez muerto, me resultó más fácil. Ahora era igual que los peces muertos que había visto en los mercados de Pondicherry. Era otra cosa, algo que no entraba en el orden esencial de la creación. Lo corté en pedazos con el hacha y lo metí todo en el cubo.

Aproveché las últimas horas del día para pescar. Al principio tuve la misma mala suerte que por la mañana. Pero al menos el éxito no parecía tan difícil de alcanzar. Los peces estaban mordisqueando con fervor. Era evidente que estaban interesados. Me di cuenta de que los peces en cuestión eran pequeños, demasiado pequeños para el anzuelo. Así que lancé el sedal más lejos y dejé que se hundiera más en el agua, más allá de donde estaban los peces pequeñitos que se congregaban alrededor de la balsa y el bote.

Decidí probar con la cabeza del pez volador. Sólo empleé un plomo y lancé el sedal varías veces para recogerlo en seguida, dejando que el cebo apenas rozara la superficie del agua. Por fin conseguí algo. Apareció un dorado y se abalanzó sobre la cabeza de pez volador. Solté un poco del sedal para asegurarme de que se hubiera tragado el cebo entero antes de darle un buen tirón. El dorado salió como una explosión del agua, tirando del sedal con tanta fuerza que creí que iba a caerme de la balsa. Me preparé para la batalla. El sedal se tensó mucho. Era de buena calidad; no iba a romperse. Empecé a tirar el dorado hacia mí. Forcejeó con toda su fuerza, saltando y zambulléndose y chapoteando en el agua. El sedal me estaba cortando las manos. Las protegí como pude con la manta. El corazón me latía con fuerza. El pez estaba fuerte como un toro. Creí que no iba a poder con él.

Vi que el resto de los peces habían desaparecido de los costados del bote y la balsa. Seguro que habían percibido la angustia del dorado. Tenía que darme prisa. Tanto forcejeo iba a atraer a los tiburones. Pero luchó como un diablo. Me dolían los brazos. Cada vez que conseguía acercarlo a la balsa, se retorcía con tal frenesí que me intimidó para que soltara un poco de sedal.

Finalmente logré subirlo a la balsa. Medía más de un metro. El cubo no me iba a servir para nada. El dorado se lo podría haber puesto de sombrero. Tuve que arrodillarme encima de él y agarrarlo con las manos para sujetarlo. Era una masa de puro músculo que no paraba de retorcerse y era tan grande que le asomaba la cola de debajo de mis piernas. Golpeó la balsa con fuerza. Me imagino que los vaqueros que montan los potros salvajes deben de experimentar una sensación bastante parecida. Yo estaba exaltado, triunfal. Los dorados son peces magníficos, grandes, carnosos y elegantes con la frente salida, cosa que les da un aspecto de tener una fuerte personalidad. Tienen una aleta dorsal muy larga y orgullosa como la cresta de un gallo, y una capa de escamas suave y brillante. Presentí que iba a proporcionar un golpe duro al destino si entablaba combate con un adversario tan noble. Con este pez, estaba tomando represalias contra el mar, contra el viento, contra los buques que se hundían, contra todas las circunstancias que estaban obrando en mi contra.

– ¡Gracias, Dios Vishnu!-grité-. Una vez salvaste el mundo convirtiéndote en pez. Ahora me has salvado a mí convirtiéndote en pez. ¡Gracias, gracias!

No me supuso ningún problema matarlo. Me hubiera ahorrado la molestia, ya que después de todo era para Richard Parker y él se hubiera encargado de despacharlo con una facilidad experta, si no hubiese sido por el anzuelo que tenía incrustado en la garganta. Estaba rebosante de tener un dorado al final del sedal. Creo que no hubiera sentido lo mismo en el caso de tratarse de un tigre. Acometí la tarea de la forma más directa. Cogí el hacha entre las dos manos y golpeé el pez en la cabeza con brío. Le di con la cabeza del hacha, pues la idea de darle con el filo me seguía dando repelús. El dorado hizo algo realmente extraordinario mientras agonizaba: empezó a irradiar toda una gama de colores, uno tras otro. Azul, verde, rojo, dorado y violeta: los colores parpadearon y brillaron como una bombilla fosforescente. Tenía la sensación de estar matando un arco iris a palos. Más adelante descubrí que el dorado es célebre por aquella iridiscencia que presagia su muerte inminente. Cuando dejó de moverse y adoptó un color apagado, saqué el anzuelo. Incluso conseguí recuperar parte del cebo.

Quizá te sorprenda que en tan poco tiempo pasara de llorar la muerte encubierta de un pez volador a aporrear un dorado hasta la muerte con tanto regocijo. Podría justificarme diciendo que el hecho de beneficiarme del error náutico de un desdichado pez volador me llenó de apocamiento y congoja, mientras que el entusiasmo de pescar un enorme dorado con mis propias manos me tornó sanguinario y seguro de mí mismo. Pero a decir verdad, la explicación es otra. Es sencilla y brutaclass="underline" una persona puede acostumbrarse a todo, hasta a matar.

Me arrimé al bote con el orgullo de un cazador victorioso. Me posicioné al costado del bote y me agaché. Levanté el brazo y tiré el dorado dentro por encima del borde. Cayó al fondo con un fuerte ruido sordo, provocando una exclamación bronca de sorpresa de Richard Parker. Tras olerlo un par de veces, oí los ruidos salivales de una boca en plena acción. Me empujé hacia el mar, sin olvidarme de sonar el silbato con fuerza varias veces para recordarle a Richard Parker quién le había proporcionado tan gentilmente semejante manjar. Me detuve a recoger unas galletas y una lata de agua. Los cinco peces voladores restantes en la taquilla estaban muertos. Les arranqué las alas, que fueron a parar directamente al agua, y los envolví en la manta ya consagrada a la pesca.

Me lavé las heridas, limpié el equipo de pesca, guardé las cosas y cené. Se había hecho de noche. Una capa fina de nubes ocultaba las estrellas y la luna, y el cielo estaba muy oscuro. Estaba cansado, pero exaltado por los acontecimientos de las últimas horas. La sensación de haber estado ocupado era tremendamente satisfactoria; no había pensado en un solo momento en mí mismo ni en mi situación desesperada. Pescar tenía que ser una manera más amena de pasar el tiempo que hilar o jugar al veo-veo. Tomé la determinación de ponerme a pescar al día siguiente en cuanto hubiera luz.

Me dormí, con la cabeza iluminada por el parpadeo camaleónico del dorado moribundo.

CAPÍTULO 62

Esa noche sólo conseguí dormir a tropezones. Justo antes de que amaneciera abandoné la idea de dormir y me apoyé en el codo. Y vi-vi un tigre. Richard Parker estaba inquieto. Estaba quejándose y gruñendo y dando vueltas al bote salvavidas. Fue impresionante. Aquilaté la situación. No podía tener hambre. Bien, al menos no podía tener un hambre voraz. ¿Tenía sed? Sacó la lengua de la boca, pero sólo un par de veces y no estaba jadeando. Tenía el estómago y las patas mojadas, pero tampoco chorreando. No debía de quedar mucha agua en el fondo del bote. Pronto iba a tener sed.