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Miré hacia el cielo. La capa de nubes había desaparecido. Aparte de algunas nubes casi imperceptibles en el horizonte, el cielo estaba despejado. Otro día de calor sin lluvia. El mar se movía aletargado, como si el calor que se avecinaba ya le hubiese extenuado.

Me incorporé, me apoyé en el mástil y medité sobre nuestro problema. Las galletas y el equipo de pesca nos proporcionarían la parte sólida de nuestra dieta. El inconveniente iba a ser la parte líquida. De hecho, la cosa se reducía a lo que tanto abundaba a nuestro alrededor, estropeado por la sal. Se me ocurrió que podía mezclar un poco de agua salada en el agua fresca. Pero para eso, tendría que procurarme agua fresca para empezar. Las latas no iban a durar entre los dos, y tampoco estaba dispuesto a compartirlas con él. Además, sería una estupidez depender exclusivamente del agua de la lluvia.

La única otra posibilidad de conseguir agua potable eran los alambiques solares. Los miré con recelo. Ya llevaban dos días en el agua. Vi que uno de ellos se había desinflado un poco. Tiré de la cuerda para ocuparme de él. Llené el cono de aire. Sin demasiadas esperanzas, palpé la bolsa de destilación que estaba sujetada a la cámara de flotabilidad redonda. Con los dedos noté que estaba sorprendentemente llena. Me atravesó un escalofrío de emoción. Me controlé. Lo más seguro era que había entrado agua salada. Desenganché la bolsa y, siguiendo las instrucciones, la bajé e incliné el alambique hacia un lado para que el agua que se hubiera acumulado dentro del cono se escurriera dentro de la bolsa. Cerré los dos grifos pequeños que iban hasta la bolsa, la quité y la saqué del agua. Tenía forma rectangular y era de un plástico amarillo y blando con marcas de calibración en un lado. Probé el agua. Volví a probar el agua. No tenía ni pizca de sal.

– ¡Mi dulce vaca de mar!-exclamé al alambique solar-. ¡Has producido y de qué manera! ¡Bendita sea tu leche! ¡Qué delicia! Bueno, tiene un ligero gusto a goma pero no voy a ser yo quien ponga pegas. ¡Mira cómo bebo!

Me había bebido la bolsa entera. Tenía una capacidad de un litro y estaba casi llena. Tras unos momentos dedicados a suspirar y permanecer con los ojos cerrados para saborear el momento, volví a colocar la bolsa en su sitio. Verifiqué los alambiques restantes. Cada uno tenía una ubre similar. Las ordeñé, vaciando la leche dentro del cubo de la pesca. En un instante, aquellos artilugios tecnológicos se convirtieron en objetos preciadísimos, igual que la ganadería para un ganadero. Y la verdad es que cuando las veía allá, formando un arco y flotando sobre el agua con tanta placidez, casi se me antojaban vacas pastando en un prado. Atendí a sus necesidades, asegurándome que hubiera suficiente agua dentro de los conos y que los conos y las cámaras estuvieran hinchados a la presión exacta. Añadí un poco de agua salada al agua del cubo y lo dejé en el banco lateral un poco más allá de la lona. El frescor de la mañana ahora sólo era un mero recuerdo y Richard Parker se había retirado bajo la lona. Sujeté el cubo con una cuerda y los ganchos de la lona en los costados del bote. Con mucha precaución, eché un vistazo encima de la regala. Richard Parker estaba tendido de costado. Su guarida estaba hecha una pocilga. Los animales muertos estaban amontonados en una pila grotesca de pedazos de carne descompuesta. Reconocí alguna que otra pata, varios cachos de pelaje, partes de una cabeza, y una gran cantidad de huesos. Había alas de peces voladores por todas partes.

Corté un pez volador en pedazos y tiré un trozo encima del banco lateral. Después de haber recogido lo que calculé que me haría falta para el resto del día y antes de volver a la balsa, tiré otro trozo al otro lado de la lona. Cayó justo delante de Richard Parker. Tuvo el efecto deseado. Mientras me alejaba vi cómo salía al exterior para comer el mordisco de pescado. Volvió la cabeza y vio el otro bocado y el nuevo objeto a su lado. Se levantó sobre las patas traseras e inclinó su enorme cabeza encima del cubo. Temí que iba a volcarlo. Pero no lo hizo. La cara de Richard Parker se hundió en el cubo, aunque apenas le cabía, y empezó a beber el agua. En pocos segundos, el cubo empezó a temblar y vibrar con cada lengüetazo. Cuando miró hacia arriba, le lancé una mirada agresiva y toqué el silbato varias veces. Desapareció bajo la lona.

Se me ocurrió que cada día que pasaba, el bote salvavidas se parecía cada vez más a un recinto de zoológico: Richard Parker tenía un lugar cubierto donde dormir y reposar, una despensa donde esconder la comida, una atalaya y ahora tenía un abrevadero.

La temperatura ascendió. El calor era sofocante. Pasé el resto del día pescando a la sombra del palio. Según pareció, había tenido la suerte del principiante con aquel primer dorado que pesqué. No cogí nada en todo el día, ni siquiera a última hora de la tarde, cuando los habitantes marinos afloraron en abundancia. Me vino a visitar otra tortuga, otra especie, una tortuga verde, más corpulenta y con el caparazón más liso, pero igual de curiosa de la misma forma inmutable que una tortuga de carey. No hice nada al respecto, pero empecé a pensar que quizás debiera.

Lo único bueno del calor fue ver la actividad de los alambiques solares. Todos los conos estaba cubiertos de gotas de condensación en el interior.

Cayó la noche. Calculé que la mañana siguiente haría una semana desde que se había hundido el Tsimtsum.

CAPÍTULO 63

La familia Robertson sobrevivió treinta y ocho días en alta mar tras naufragar. El capitán Bligh del famoso Bounty amotinado y sus compañeros náufragos sobrevivieron cuarenta y siete días. Steven Callahan sobrevivió setenta y seis. Owen Chase, cuya descripción del hundimiento del barco ballenero Essex por una ballena luego sirvió de inspiración a Hermann Melville, sobrevivió ochenta y tres días en alta mar junto con dos oficiales, a excepción de una semana en la que permanecieron en una isla inhóspita. La familia Bailey sobrevivió ciento dieciocho días. He oído hablar de un marinero mercante coreano llamado Poon, creo, que en los años cincuenta sobrevivió al Pacífico durante ciento setenta y tres días.

Yo sobreviví doscientos veintisiete días. Doscientos veintisiete días de sufrimiento, más de siete meses.

Procuré estar siempre ocupado. Esa fue la clave de mi supervivencia. En un bote salvavidas, incluso en una balsa, siempre hay algo por hacer. Un día típico, si se le puede aplicar semejante término a un náufrago, consistía en lo siguiente:

Salida del sol hasta media mañana despertar oraciones

desayuno para Richard Parker inspección general del bote salvavidas, prestando especial atención a todos los nudos y las cuerdas revisión de los alambiques solares (limpiar, inflar, llenarlos de agua)

desayuno e inspección de provisiones de comida pesca y preparación del pescado en caso de haber pescado alguno (vaciar, limpiar, colgarlo en tiras al sol para curarlo)

Media mañana hasta media tarde oraciones almuerzo ligero

descanso y actividades tranquilas (escribir el diario, examinar costras, heridas, mantenimiento de materiales, hurgar en la taquilla, observar y estudiar a Richard Parker, sacar toda la carne de los huesos de tortuga, etc.)

Media tarde hasta última hora de la tarde oraciones

pesca y preparación de pescado

ocuparme de las tiras de pescado curados (darles

la vuelta, sacar todos los trozos podridos) preparar la cena

cena para mí mismo y Richard Parker

Anochecer

inspección general del bote salvavidas (otra vez

nudos y cuerdas) sustraer y almacenar el destilado de los alambiques solares guardar toda la comida y materiales preparar para la noche (hacer la cama, dejar bengala en lugar seguro, por si apareciera buque, y colector de agua de lluvia, por si lloviera) oraciones