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Noche

dormir mal oraciones

Las mañanas solían ser más amenas que las tardes, cuando la vacuidad del tiempo se hacía más patente.

Había acontecimientos que afectaban a esta rutina. Si 11ovía, fuera la hora que fuese, día o noche, me encargaba de sujetar los colectores de agua de lluvia y de almacenar febrilmente el agua que recogían. La visita de una tortuga también desbarataba mi rutina. Y Richard Parker, cómo no, era otro trastorno regular. Mi prioridad por encima de cualquier otra fue complacerlo, sin bajar la guardia ni un instante. El apenas tenía rutina más allá de comer, beber y dormir, pero hubo veces en que se despertaba del letargo y daba vueltas a su territorio, gruñendo y refunfuñando. Por suerte, el sol y el mar lo cansaban en seguida y se batía en retirada bajo la lona, donde se tendía de costado, o boca abajo con la cabeza apoyada en las patas delanteras cruzadas.

Sin embargo, mi relación con él se limitaba a lo estrictamente necesario. También pasé horas observándolo porque me distraía. Un tigre es un animal fascinante de por sí, y todavía más si se trata del único compañero de viaje que tienes.

Durante un tiempo estuve pendiente en todo momento por si aparecía un buque. Fue algo compulsivo. Pero tras unas cuantas semanas, cinco o seis quizá, dejé de hacerlo casi por completo.

Y si sobreviví, fue gracias a que me abandoné al olvido. Mi historia empezó en una fecha de calendario, el 2 de julio de 1977, y acabó en una fecha de calendario, el 14 de febrero de 1978, pero entre medio no hubo calendario. No conté ni los días ni las semanas ni los meses. El tiempo no es más que una ilusión que nos hace suspirar. Sobreviví porque me olvidé incluso de la noción del tiempo.

Lo que recuerdo son los acontecimientos, los encuentros y las rutinas, todos los hitos que surgieron de vez en cuando del océano del tiempo y quedaron grabados en mi memoria. El olor de los cartuchos de las bengalas de mano gastadas, las oraciones al amanecer, el sacrificio de las tortugas y la biología de las algas, para dar algunos ejemplos. Y muchos más. Pero no sé si podré ordenarlos. Mis recuerdos me vuelven todos revueltos.

CAPÍTULO 64

La ropa se me desintegró, víctima del sol y la sal. Primero se gastó tanto que parecía una gasa. Luego se rasgó hasta que sólo quedaban las costuras. Finalmente, se rompieron las costuras. Durante meses, viví completamente desnudo, aparte del silbato que me colgaba del cuello de un cordel.

Los furúnculos rojos y rabiosos del agua salada me desfiguraron como una lepra de alta mar, transmitida por el agua que me empapaba. Cada vez que se me abrían, la piel de debajo era excepcionalmente sensible y si me rozaba alguna herida abierta sin querer, el dolor era tan intenso que daba un grito ahogado y se me saltaban las lágrimas. Como es de suponer, los furúnculos salían en las partes de mi cuerpo que más se mojaban y las que más contacto tenían con la balsa, es decir, en el trasero. Hubo días en que ni siquiera sabía cómo ponerme para descansar. El tiempo y el sol curaron las heridas, pero era un proceso lento y aparecían nuevos furúnculos si no me mantenía seco.

CAPÍTULO 65

Pasé horas intentando descifrar lo que decía el manual de supervivencia acerca de la navegación. Las explicaciones llanas y sencillas sobre cómo vivir del mar eran abundantes, pero el autor había dado por sentado que el lector ya tenía conocimientos básicos de navegación. Supongo que se había imaginado que su náufrago iba a ser un marinero experimentado que, armado de una brújula, una carta náutica y un sextante, entendería cómo se había metido en un problema, aunque no supiera cómo salir de él. Por consiguiente, el manual estaba repleto de consejos como: «Recuerde, el tiempo es distancia. No se olvide de darle cuerda a su reloj», o «si hace falta, puede medir la latitud con los dedos». Yo tenía un reloj, pero estaba en el fondo del Pacífico. Lo había perdido cuando se hundió el Tsimtsum. Y por lo que se refería a la latitud y la longitud, mis conocimientos marinos se limitaban exclusivamente a lo que vivía en el mar, no lo que navegaba encima de él. Para mí los vientos y las corrientes eran un misterio. Las estrellas no me decían nada. Era incapaz de nombrar siquiera una constelación. Mi familia vivía según los movimientos de una sola estrella: el sol. Éramos la definición de quien madruga, Dios ayuda. Durante mi vida, había contemplado algunos cielos nocturnos preciosos llenos de estrellas, en los que con sólo emplear dos colores y el estilo más sencillo, la naturaleza pinta el más magnífico de los cuadros, bajo los que me llenaba de asombro, me sentía minúsculo y sacaba un sentido de dirección del espectáculo, sin lugar a dudas, pero me refiero a dirección espiritual, no geográfica. No tenía la más remota idea de cómo guiarme por el cielo como si fuera un mapa de carreteras. ¿Cómo iban a ayudarme las estrellas, por mucho que brillaran, si nunca paraban de moverse?

Desistí de intentar entenderlas. Aunque aprendiera algo, no me iba a servir de nada. No iba a poder controlar hacia dónde iba, pues carecía de timón, de velas y de motor. Tenía remos, pero me faltaban músculos. ¿Para qué establecer un rumbo si ni siquiera iba a poder seguirlo? Y aunque pudiera, ¿cómo iba a saber a dónde ir? ¿Hacia el oeste, de donde había venido? ¿Hacia el este, a los Estados Unidos? ¿Hacia el norte, a Asia? ¿Hacia el sur, donde estaban las vías marítimas? Cada uno de ellos tenía tantas ventajas como desventajas.

Así que me dejé llevar. Los vientos y las corrientes decidieron mi rumbo. El tiempo se convirtió en distancia del mismo modo que para el resto de los mortales: para navegar por la vida. Y ya tenía los dedos lo bastante ocupados como para ponerme a medir la latitud. Más adelante, descubrí que había navegado una vía estrecha, la contracorriente ecuatorial del Pacífico.

CAPÍTULO 66

Pesqué con diversos anzuelos a diversas profundidades para coger diversos tipos de peces, desde pesca de aguas profundas con anzuelos grandes y muchos plomos a pesca de superficie con anzuelos más pequeños y uno o dos plomos. El éxito tardaba en llegar, y cuando llegaba, lo celebraba por todo lo alto, pero el esfuerzo nunca guardaba proporción con el premio. Las horas eran largas, los peces pequeños y a Richard Parker nunca se le pasaba el hambre.

Finalmente comprobé que los picos cangrejo iban a ser mis mejores aliados para pescar. Venían en tres piezas enroscables: dos piezas tubulares que formaban el eje, una con un mango moldeado de plástico a un extremo y un aro para sujetar el pico cangrejo con una cuerda, y la otra pieza era una cabeza que consistía en un gancho que medía unos cinco centímetros de diámetro que tenía una punta de púas muy afiladas. Una vez montado, el pico medía un metro y medio y era ligero y sólido como una espada.

Al principio pesqué en aguas abiertas. Solía hundir el pico cangrejo a poco más de un metro de la superficie, a veces con un pez en el anzuelo de cebo, y me disponía a esperar. Tenía que esperar horas, con el cuerpo tan tenso que me dolía. Cuando veía un pez justo en el lugar correcto, subía el pico con toda la fuerza y rapidez de las que era capaz. Tenía que ser una decisión instantánea. La experiencia me enseñó que era mejor atacar cuando presentía que tenía probabilidades de conseguirlo que atacar de forma arbitraria, pues un pez también aprende de la experiencia y pocas veces vuelve a caer en la misma trampa.

Cuando tenía suerte, cuando le daba a un pez y lo atravesaba con el pico, lo sacaba a la superficie sin problemas. Pero si enganchaba a un pez grande en el estómago o en la cola, la mayoría de las veces se escapaba con un giro brusco, acelerando hacia otro lado. Habiéndolo herido, iba a ser presa fácil para otro predador, un obsequio que no pretendía regalar a nadie. De forma que cuando veía un pez grande, apuntaba directamente a la zona ventral debajo de las branquias y a las aletas laterales dado que la reacción instintiva de un pez cuando los hieres en esa zona es nadar hacia arriba, alejándose del pico, justo en la dirección en la que yo estaba tirando. Entonces ocurría lo siguiente: a veces cuando sólo lo había tocado, no herido, el pez salía del agua como un rayo delante de mi cara. El asco que había sentido de tocar animales marinos no duró mucho. Me dejé de tonterías y de mantas.