Pesqué bastantes tiburones pequeños, casi todos azules, pero algunos marrajos también. Solía ocurrir justo después del anochecer, cuando la luz del día estaba a punto de apagarse, y los cogía con las manos cuando se acercaban al bote salvavidas.
El primero fue el más grande, un marrajo que medía casi un metro y medio. Llevaba un rato acercándose y alejándose de la proa. Viendo que estaba a punto de volver a pasar, dejé caer la mano al agua sin pensarlo y lo agarré justo delante de la cola, donde tenía la parte más estrecha del cuerpo. La piel áspera me permitió sujetarlo con tanta seguridad que sin siquiera parar a pensar en lo que estaba haciendo, le di un tirón. Y cuando tiré, el tiburón salió, casi arrancándome el brazo. Para mi gran alegría y horror, saltó del agua, creando una explosión de agua y espuma. Durante una fracción minúscula de segundo, no supe cómo reaccionar. El tiburón era más pequeño que yo, pero ¿no estaba actuando como un Goliat imprudente? ¿No debería dejarlo ir? Me volví y me eché encima de la lona, lanzando el marrajo hacia la popa. Con un estruendo, el pez cayó del cielo dentro del territorio de Richard Parker y empezó a golpear los lados del bote con tanta fuerza que temí que iba a hacerlo añicos. Richard Parker se sobresaltó. Atacó de inmediato.
Comenzó una batalla épica. Por si les interesa a los zoólogos, puedo afirmar que los tigres no arremeten contra un tiburón con los dientes, sino con las garras delanteras. Richard Parker empezó a darle zarpazos, y yo me estremecí con cada golpe. Fue francamente espantoso. Un solo golpe de aquellos hubiera roto cada uno de los huesos de una persona, convertido cualquier mueble en astillas, reducido cualquier casa a escombros. Hay que decir que el marrajo no tenía aspecto de estar disfrutando, dado que no paraba de retorcerse, batiendo la cola e intentando morder con la boca.
Desconozco si fue porque Richard Parker no estaba familiarizado con los tiburones, pues jamás se las había visto con un pez predador, pero fuera por el motivo que fuera, ocurrió: un accidente, una de las poquísimas veces en las que comprendí que Richard Parker no era perfecto, que por muy agudos que fueran sus instintos, él también podía fallar. Metió la garra izquierda dentro de la boca del marrajo. El marrajo la cerró. De repente, Richard Parker se encabritó. El tiburón dio un brinco, pero no lo soltó. Richard Parker volvió a caer hacia delante, abrió la boca y rugió con todas sus fuerzas. Me vino una ráfaga de aire caliente. El aire se sacudió visiblemente, como el calor que sube de una carretera en un día abrasador. Seguro que en algún sitio lejano, a doscientos cincuenta kilómetros, un guardia miró hacia el mar, turbado, y luego dio parte de una cosa muy extraña: de haber oído el maullido de un gato que venía del sudeste. Días después, el rugido todavía me sonaba en las entrañas. Sin embargo, los tiburones son sordos, en el sentido convencional de la palabra. Por consiguiente, mientras que yo, que jamás se me hubiera ocurrido darle ni un pellizco a la garra de un tigre, mucho menos probar de tragármela, recibí un rugido volcánico en toda la cara y temblé y tirité y me volví líquido del miedo y me desplomé, el tiburón sólo percibió una vibración apagada.
Richard Parker se volvió y empezó a morder y arañar la cabeza del tiburón con la garra delantera que le quedaba libre mientras le abría el estómago y la espalda con las traseras. El tiburón seguía mordiéndole la pata, la única línea de defensa y ataque que le quedaba, a la vez que batía la cola. El tigre y el tiburón lucharon, revolcándose por todo el bote salvavidas. Con un esfuerzo sobrehumano, conseguí hacerme con el control de mi cuerpo y subirme a la balsa. La desaté, alejándome lentamente del bote. Vi unas explosiones de color naranja y azul, de pelaje y piel, mientras el bote se balanceaba sin parar. Los rugidos de Richard Parker fueron realmente aterradores.
Finalmente, el bote dejó de moverse. Después de algunos minutos, Richard Parker asomó la cabeza y se puso a lamer la pata izquierda.
Pasó gran parte de los días siguientes lamiendo las cuatros garras. La piel de los tiburones está cubierta de tubérculos microscópicos que hacen que parezca un papel de lija. Richard Parker debió de cortarse mientras rastrillaba el marrajo con las zarpas. Tenía una herida en la garra izquierda, pero no parecía muy grave: no le faltaban dedos ni zarpas. El marrajo, a excepción de la punta de la cola y la zona de la boca que estaban chocantemente intactas, quedó hecho un revoltijo masacrado y medio comido. Había trozos de carne roja y gris y pedazos de órganos internos desparramados por todo el bote.
Conseguí robar algunos de los restos del tiburón con el pico cangrejo, pero para mi gran desilusión, las vértebras de los tiburones no contienen líquido. Por lo menos la carne era buena, no sabía demasiado a pescado, y disfruté mascando el cartílago tras tantas semanas de comida blanda.
A partir de entonces, sólo cogí tiburones más pequeños. De hecho, me limité a cazar crías, y las maté yo. Descubrí que si las apuñalaba en los ojos, morían de forma más rápida y menos cansada que si intentaba cortarles la cabeza con el hacha.
CAPÍTULO 80
De todos los dorados, hay uno, un dorado especial, que destaca en mi memoria. A primera hora de una mañana gris nos vimos asaltados por una tormenta de peces voladores. Richard Parker estaba tratando de atraparlos con las garras y yo estaba acurrucado detrás de un caparazón de tortuga, tratando de protegerme. En la mano tenía un pico cangrejo del que había colgado un pedazo de red y con el que pretendía coger alguno de los peces, pero el invento había resultado completamente inútil. De repente me pasó rozando un pez volador. Detrás de él, iba un dorado. El pez volador se escapó por los pelos de mi red, pero el dorado calculó mal. Tras saltar del agua, se estrelló contra la regala como una bala de cañón. El golpe sacudió el bote entero y la lona quedó salpicada de gotas de sangre. Reaccioné con rapidez. Me agaché debajo de la lluvia de peces voladores y cogí el dorado justo antes de que llegara un tiburón. Lo saqué del agua. Estaba muerto, o casi, pues estaba cambiando de color a cada momento. Estaba emocionado. «¡Vaya trofeo!» pensé. «¡Vaya trofeo! Gracias, Jesús-Matsya.» El dorado era gordo y carnoso. Debía de pesar unos veinte kilos. Llegaría para dar de comer a una multitud. Los ojos y el cartílago llegarían para irrigar un desierto.
Por desgracia, Richard Parker había vuelto su enorme cabeza y me estaba mirando. Lo noté con el rabillo del ojo. Los peces voladores seguían volando por encima de su cabeza, pero ahora carecían de todo interés: lo único que le interesaba era el pez que yo tenía en las manos. Estaba a menos de tres metros. Tenía la boca entreabierta y le colgaba el ala de un pez. Arqueó la espalda. Empezó a menear el trasero y a mover la cola. No me cabía la menor duda: estaba preparándose para el ataque. Era demasiado tarde para huir, demasiado tarde incluso para tocar el silbato. Me había llegado la hora.