Pero ya estaba harto. Ya había sufrido bastante. Estaba famélico. Llega un momento en que uno no puede pasar ni un día más sin comer.
Así que en un momento de demencia provocado por el hambre, en el que me importaba más comer que permanecer vivo, sin arma ninguna, desnudo en todos los sentidos, miré a
Richard Parker directamente a los ojos. De repente, su fuerza bruta sólo representaba debilidad moral. No tenía ni punto de comparación con mi fuerza mental. Lo miré a los ojos sin parpadear y con actitud desafiante, y nos quedamos así, fulminándonos con la mirada. Cualquier guardián de zoológico sabe que un tigre, de hecho, un gato, sea el que sea, no atacará a una presa que lo esté mirando a los ojos. Se esperará a que el ciervo, el antílope o el buey desvíe la mirada hacia otro lado. Pero saberlo y ponerlo en práctica son dos cosas completamente distintas (y resulta inútil saberlo si tienes intención de desafiar a un gato gregario porque mientras estás mirando un león, te atacará otro por detrás). Durante dos, tal vez tres segundos, niño y tigre mantuvieron una intensa contienda por el estatus y la autoridad. Richard Parker sólo tenía que hacer un pequeño salto para despedazarme. Pero no aparté los ojos.
Finalmente, Richard Parker se lamió la nariz, gruñó y se volvió. Dio un zarpazo furibundo a un pez volador. Yo era el vencedor. Sin apenas creerlo, agarré el dorado entre los brazos y lo llevé a la balsa. Poco después, entregué un buen trozo del pez a Richard Parker.
De aquel día en adelante, sentí que mi dominio estaba fuera de toda duda y empecé a pasar cada vez más tiempo en el bote salvavidas, primero en la proa y a medida que fui cobrando más confianza en mí mismo, me instalé encima de la lona. Todavía temía a Richard Parker, pero sólo cuando hacía falta. Su mera presencia ya no me volvía tenso. Uno se acostumbra a todo. Me parece que ya lo he dicho, ¿no? ¿No es lo que dicen todos los supervivientes?
Al principio, descansé en la lona con la cabeza apoyada en el borde enrollado al lado de la proa. Desde esa posición tenía la cabeza más alta dado que los extremos del bote salvavidas estaban a más altura que el centro y podía vigilar a Richard Parker.
Más adelante, dormí mirando hacia el lado contrario, con la cabeza apoyada justo encima del banco del medio, de espaldas al territorio de Richard Parker. En aquella posición, no estaba tan cerca de los lados del bote de forma que estaba más protegido del viento y el agua.
CAPÍTULO 81
Sé que mi supervivencia cuesta mucho de creer. Mirándolo ahora, yo mismo me asombro.
El hecho de que me aprovechara de que Richard Parker se mareara con tanta facilidad no es la única explicación. Había otra: yo era quien le proporcionaba comida y agua. Desde que tenía memoria, Richard Parker había vivido en un zoológico y estaba acostumbrado a que aparecieran alimentos sin que él tuviera que mover una garra. También es verdad que cuando llovía y el bote entero se convertía en un colector de agua de lluvia, él sabía perfectamente de dónde procedía el agua. Y que cuando nos bombardeada un cardumen de peces voladores, mi rol tampoco era muy evidente. Pero estos sucesos no cambiaban la realidad de las cosas, y la realidad era que cuando miraba más allá de la regala, no veía una jungla en la que pudiera cazar ni un río del que pudiera beber. No obstante, yo le proporcionaba comida y agua fresca. Mi presencia era pura y milagrosa. Me otorgaba cierto poder. La prueba es que sobreviví semana tras semana. La prueba es que no me atacó, aun cuando dormía sobre la lona. La prueba es que sigo aquí para contar mi historia.
CAPÍTULO 82
Guardé el agua de lluvia y la que recogía de los alambiques solares en las bolsas de cincuenta kilos que luego almacenaba dentro de la taquilla, donde Richard Parker no podía verlas. Ataba las bolsas con cuerda. Aquellas bolsas no hubieran sido más valiosas aunque estuvieran llenas de oro, zafiros, rubíes y diamantes. Mi pesadilla más temida era abrir la taquilla por la mañana y encontrar que las tres bolsas se habían derramado, o aún peor, que se habían partido. Para prevenir semejante catástrofe, las envolví en mantas para evitar que rozaran el casco metálico del bote salvavidas, y para impedir que se gastaran, sólo las movía cuando no me quedaba más remedio. Aun así, me inquietaba por los cuellos de las bolsas. ¿La cuerda no acabaría desgastándolos? ¿Cómo iba a cerrar las bolsas si estaban rotas por arriba?
Cuando las cosas iban bien, cuando la lluvia caía a cántaros, cuando las bolsas estaban llenas hasta arriba, llenaba las cubetas de achique, los dos cubos de plástico, los dos recipientes polivalentes de plástico, los tres vasos de vidrio graduado y las latas vacías (que ahora guardaba con esmero). Luego llenaba las bolsas para vómitos, haciendo un nudo por arriba para cerrarlas. Entonces, si seguía cayendo la lluvia, yo mismo me convertía en colector. Metía un extremo del tubo de uno de los colectores en la boca y bebía y bebía y bebía.
Siempre añadía un poco de agua salada al agua fresca de Richard Parker, en mayor proporción después de los días de lluvia, y menor proporción en épocas de sequía. En alguna ocasión, al principio, lo había visto asomar la cabeza por encima del borde, oler el mar y darle algún sorbo, pero pronto dejó de hacerlo.
Aun así, apenas nos las arreglábamos. La escasez de agua fue la fuente de preocupación y ansiedad más constante a lo largo de todo nuestro viaje.
De la comida que pescaba, Richard Parker se llevaba la mejor parte. No me quedaba otra alternativa. Él se daba cuenta de inmediato cuando cazaba una tortuga o un dorado o un tiburón y yo tenía que ofrecerle una porción de forma rápida y generosa. Creo que hubiera batido todas las marcas mundiales de abrir el estómago de una tortuga. Y los peces morían despedazados antes de que hubieran dejado de retorcerse. Si acabé comiendo las cosas sin ton ni son, no se debió exclusivamente a que tuviera tanta hambre; se debió en parte a la enorme presión a la que estaba sometido. A veces no tenía tiempo de considerar qué tenía delante. Si no lo metía en la boca al instante, tenía que sacrificarme por él, dado que siempre esperaba al límite de su territorio, resoplando con impaciencia, dando patadas y arañando el fondo del bote. El día que me di cuenta de forma inequívoca de lo bajo que había caído, de que comía como un animal con ruido, ansia y glotonería, de que ni siquiera me molestaba en masticar, de que comía de la misma forma que Richard Parker, se me encogió el corazón.
CAPÍTULO 83
La tormenta se avecinó lentamente una tarde en la que las nubes se habían estado moviendo a tropezones, como asustadas por el viento. El mar no tardó en entrar en escena. Empezó a subir y bajar de tal forma que se me cayó el alma al suelo. Recogí los alambiques solares y la red. ¡Vaya paisaje aquél! Hasta entonces sólo había visto lomas de agua. Esto era otra cosa: las olas se convirtieron en montañas. Los valles en los que nos hundimos eran tan profundos que apenas se veía el cielo. Las laderas eran tan empinadas que el bote se deslizó por ellas como una tabla de surf. La balsa estaba recibiendo una verdadera paliza. Las olas la estaban empujando fuera del agua y no paraba de dar botes para todos lados. Eché las dos anclas, a diferentes distancias, para que no acabaran enredándose.
Mientras trepábamos por los oleajes, el bote se aferraba a las anclas flotantes como un escalador a una cuerda. Una y otra vez subimos a toda prisa hasta llegar arriba de una cresta blanca donde nos esperaba una explosión de luz y espuma. El bote se inclinaba hacia delante. Desde allí arriba, se veía todo a kilómetros de distancia. Pero enseguida la montaña empezaba a moverse, y el suelo que teníamos debajo se hundía, creando una sensación de malestar indescriptible en el estómago. En pocos segundos, volvíamos a estar al fondo de un valle oscuro, distinto del anterior, pero rodeados por miles de toneladas de agua que se asomaban por encima de nuestras cabezas, recordándonos que nuestra única salvación era nuestra ligereza más bien frágil. De nuevo la tierra se movía, las cuerdas de las anclas flotantes volvían a tensarse y la montaña rusa volvía a empezar.