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Vimos varias ballenas, pero ninguna de ellas se acercó tanto como la primera. Siempre me daba cuenta de su presencia por los chorros de agua que expulsaban. Solían aflorar a la superficie a poca distancia, a veces en grupo de tres o cuatro, un archipiélago de islas volcánicas efímeras. Estos dulces behemoth siempre me levantaban el ánimo. Estaba convencido de que entendían mi condición y que al verme allí, uno de ellos exclamaba: «¡Vaya! Si es ese pobre náufrago con el gato del que me estaba hablando Bamfu. Pobrecito. Espero que tenga suficiente plancton. Tengo que decirles a Mumfu y Tomfu y Stimfu que lo he visto. Quizás haya algún buque por aquí que podría ayudarlo. Su madre se pondría muy contenta de verlo. Adiós, muchacho. Intentaré ayudarte. Me llamo Pimfu.» Y así, de boca en boca, todas las ballenas del Pacífico se enteraron de mi presencia y seguro que me hubieran encontrado mucho antes si Pimfu no hubiera ido a pedir ayuda a un despreciable buque japonés y muriera atravesada por un arpón, la misma suerte que corrió Lamfu en manos de un buque noruego. La caza de ballenas es un crimen abyecto.

Los delfines también vinieron a visitarnos con frecuencia. Un grupo nos acompañó durante un día y una noche entera. Eran muy vivaces. Los giros y chapuzones y carreras que hacían al lado del bote no parecían tener motivo alguno excepto el de divertirse. Intenté pescar uno, pero ninguno se acercó al pico cangrejo. Y aunque hubiera pescado uno de ellos, eran demasiado grandes y rápidos para mí. Finalmente desistí y me limité a mirarlos.

Vi un total de seis pájaros. Creí que cada uno era un ángel que anunciaba tierra cercana. Pero todos ellos eran aves marinas capaces de cruzar el océano sin apenas aletear. Las miré sobrecogido, lleno de envidia y autocompasión.

En dos ocasiones vi un albatros. Los dos sobrevolaron el bote sin siquiera mirarnos. Me los quedé mirando boquiabierto. Eran algo sobrenatural e incomprensible.

En otra ocasión, a pocos metros del bote, pasaron dos paíños de Wilson, con los pies bailando encima del agua. Ellos tampoco nos hicieron caso y me dejaron igual de atónito.

Finalmente atrajimos la atención de una pardela de pico fino. Dio un par de vueltas alrededor del bote y finalmente descendió. Echó las patas hacia atrás, giró las alas hacia dentro y aterrizó en el agua, flotando con la misma ligereza que un trozo de corcho. Me escrutó con curiosidad. Rápidamente cebé un anzuelo con un trozo de pez volador y arrojé el sedal hacia ella. No había puesto plomos en el sedal y me costó acercarlo al ave. Al tercer intento, la pardela se acercó al cebo y hundió la cabeza bajo el agua antes de que se le escapara. El corazón me palpitaba de la emoción. Esperé unos segundos antes de tirar del sedal. Cuando lo hice, el ave pegó un graznido y regurgitó lo que acababa de comer. Antes de que pudiera volver a intentarlo, desplegó las alas y se elevó en el aire. Con dos o tres aletazos, ya estaba en camino.

Tuve más suerte con un piquero enmascarado. Apareció de la nada, planeando hacia nosotros, con una envergadura de más de un metro. Aterrizó encima de la regala, al alcance de la mano. Me miró con sus ojos redondos y un semblante serio y perplejo. Era un ave grande con el cuerpo níveo y las alas de color negro azabache en las puntas y en los bordes exteriores. Tenía la cabeza grande y protuberante, con un pico de color naranja amarillento y los ojos rojos detrás de la máscara, que le daba el aspecto de ladrón que ha pasado una noche muy larga. Lo único que fallaba en el diseño eran las patas palmípedas marrones que eran demasiado grandes. Era un ave muy audaz. Pasó varios minutos pellizcándose las plumas con el pico, exponiendo una capa de plumón suave. Cuando hubo terminado, miró hacia arriba y viendo que todo seguía en su lugar, se exhibió tal y como era: un dirigible suave, bello y aerodinámico. Cuando le ofrecí un pedazo de dorado, me lo cogió de la mano de un picotazo, pinchándome la palma.

Le rompí el cuello doblándole la cabeza hacia atrás, con una mano empujando el pico hacia arriba y la otra aguantando el cuello. Las plumas estaban tan bien pegadas que cuando empecé a sacarlas, acabé arrancándole la piel. No estaba desplumando el ave: lo estaba despedazando a trocitos. Ya pesaba muy poco, un volumen sin peso. Cogí el cuchillo y lo despellejé. Teniendo en cuenta el tamaño del ave, ofrecía muy poca carne, sólo un poco en el pecho. Tenía una textura más correosa que la carne de dorado, pero no noté una gran diferencia de sabor. En el estómago, aparte del pedazo de dorado que acababa de darle, encontré tres pececitos. Quité los jugos gástricos y me los comí. También comí el corazón, el hígado y los pulmones del piquero. Me tragué los ojos y la lengua con un sorbo de agua. Le aplasté la cabeza y saqué el pequeño cerebro. Me comí la piel de las patas. Lo único que quedó del ave fue la piel, las plumas y los huesos. Lo tiré todo al otro lado de la lona para Richard Parker, que no había visto la llegada del piquero. De repente se asomó una garra naranja.

Días después, todavía seguían flotando plumas del interior de su guarida. Las que caían al agua fueron engullidas por los peces.

Ninguna de las aves anunciaron tierra firme.

CAPÍTULO 85

Una vez vimos relámpagos. El cielo estaba tan negro que el día parecía la noche. Empezó a diluviar y oí truenos a la distancia. Creí que no avanzarían. Pero se levantó el viento, arrojando la lluvia en todas la direcciones. Justo después, un latigazo blanco bajó con un estrépito del cielo y perforó el agua. Cayó a cierta distancia del bote salvavidas, pero el efecto fue perfectamente visible. El agua estaba atravesada de lo que parecían raíces blancas. Durante un instante, un árbol celestial inmenso se elevó en medio del océano. Jamás me hubiera imaginado algo así, un relámpago en medio del mar. El trueno que lo siguió fue tremendo. El destello fue increíblemente intenso. Volví hacia Richard Parker y dije:

– Mira, Richard Parker, un relámpago. En seguida vi su opinión al respecto. Estaba aplastado contra el fondo del bote salvavidas con las patas despatarradas y temblando como una hoja.

Yo experimenté el efecto contrario. Me sirvió para sacarme de mi forma de actuar mortal y limitada y elevarme a un estado de asombro exaltado.

De repente, un relámpago cayó más cerca. Tal vez estuviera destinado a nosotros. Acabábamos de bajar de la cresta de un oleaje cuando el relámpago le dio de lleno. Hubo una explosión de aire y agua caliente. Durante dos, quizá tres segundos, un fragmento de vidrio blanco y cegador de una ventana cósmica rota bailó en el cielo, incorpóreo y poderosamente abrumador. Diez mil trompetas y veinte mil tambores jamás conseguirían causar el estruendo de ese relámpago: fue decididamente ensordecedor. El mar se tornó blanco y desvaneció todo su color. Todo se convirtió en pura luz blanca y pura sombra negra. Más que iluminar, la luz penetró. Con la misma velocidad con que había aparecido, el relámpago desapareció, antes incluso de que el chorro de agua caliente acabara de caer encima de nosotros. El oleaje escarmentado recuperó su color negro y siguió su camino con indiferencia.

Yo me quedé estupefacto, de una pieza, gracias a Dios. Pero no sentí ningún miedo.

– Alabado sea Alá, Señor del Universo, el Compasivo, el Misericordioso, Dueño del Día del Juicio-mascullé.

Y a Richard Parker, grité:

– ¡Deja de temblar! Esto es un milagro. Es un arrebato de divinidad. Es… Es…

No pude describir qué era, aquella cosa tan inmensa y fantástica. Me quedé sin aliento y sin palabras. Me dejé caer hacia atrás encima de la lona con los brazos y las piernas extendidos. La lluvia me heló hasta los huesos. Pero estaba sonriendo. Recuerdo ese roce con la electrocución y las quemaduras de tercer grado como una de las pocas veces durante toda mi odisea en la que sentí auténtica felicidad.

En los momentos de asombro, es fácil evitar los pensamientos nimios y ponderar los pensamientos que abarcan el universo entero, que captan tanto los truenos como los tintineos, lo grueso y lo delgado, lo cercano y lo lejano.