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CAPÍTULO 86

– ¡Richard Parker, un buque!

Tuve el placer de gritarlo una vez. Estaba borracho de alegría. Todo el dolor y la frustración se desvaneció y creí que iba a estallar de felicidad.

– ¡Lo hemos conseguido! ¡Estamos salvados! ¿No lo entiendes, Richard Parker? ¡ESTAMOS SALVADOS! ¡Ja, ja, ja, ja!

Intenté controlar la emoción. ¿Y si pasaba demasiado lejos y no nos veía? ¿Debería lanzar una bengala cohete? ¡Tonterías!

– ¡Viene hacia nosotros, Richard Parker! ¡Gracias, Dios Ghanesa! ¡Bendito seas en todas tus manifestaciones, Alá Brahman!

Tenía que vernos. ¿Hay alguna felicidad más grande que la de la salvación? La respuesta, créeme, es «No». Me puse de pie. Hacía mucho tiempo que no hacía semejante esfuerzo.

– ¿Has visto, Richard Parker? Gente, comida, una cama. La vida vuelve a ser nuestra. ¡Qué alegría!

El buque se acercó todavía más. Parecía un petrolero. La forma de la proa se distinguía perfectamente. La salvación iba vestida con una toga negra con el ribete blanco.

– ¿Y si…?

No me atrevía a decir las palabras en voz alta. Pero ¿no había alguna posibilidad de que papá, mamá y Ravi estuvieran vivos? El Tsimtsum tenía más de un bote salvavidas. Tal vez estuvieran en Canadá desde hacía semanas y estaban impacientes a la espera de alguna noticia de mi paradero. Quizá fuera la única persona del naufragio que todavía seguía sin aparecer.

– ¡Cielos! ¡Qué grandes son los petroleros!

Parecía una montaña acercándose sigilosamente.

– Tal vez hayan llegado a Winnipeg. ¿Cómo será nuestra casa nueva? ¿Crees que las casas canadienses tienen patios interiores como las casas tradicionales de Tamil Nadu, Richard Parker? Supongo que no. Se llenarían de nieve en el invierno. Es una lástima. No existe una paz comparable con la de un patio interior en un día soleado. ¿Qué clases de especias deben cultivar en Manitoba?

El buque ya estaba muy cerca. Tan cerca que si no paraba, tendría que desviarse ya.

– Como te decía, las especias… ¡Dios mío!

De repente me di cuenta de que el petrolero no venía hacia nosotros sino que se nos venía encima. La proa era un muro inmenso de metal que se estaba haciendo más ancha por segundos. Una ola que la circundaba estaba avanzando de forma implacable. Richard Parker finalmente se percató del gigante que se nos avecinaba. Se volvió y emitió una especie de «¡Guau! ¡Guau!» pero no era un ladrido perruno, era tigresco: poderoso, aterrador y perfectamente adecuado a las circunstancias.

– Richard Parker, ¡que nos atropella! ¿Y ahora qué hacemos? ¡Venga, rápido, una bengala! ¡No! ¡Los remos! A ver, pon el remo en el tolete… ¡Ya está!

– ¡Umpf! ¡Umpf! ¡Umpf! ¡Umpf! ¡Umpf! ¡Ump…

La ola de la proa nos empujó hacia arriba. Richard Parker se agachó con los pelos erizados. El bote salvavidas se deslizó por la ola, salvándose por apenas sesenta centímetros.

El buque pasó por nuestro lado durante lo que se me antojó un kilómetro y medio, un kilómetro y medio de muro negro de cañón, un kilómetro y medio de fortificación sin un solo centinela que nos viera languideciendo en el foso. Lancé una bengala cohete, pero apunté mal. En lugar de volar encima de las amuradas y explotar en la cara del capitán, rebotó contra el costado del petrolero y se zambulló en el Pacífico, donde pereció con un silbido. Toqué el silbato con todas mis fuerzas. Berreé. Pero todo fue en vano.

El buque pasó de largo, los motores retumbando y las hélices dando vueltas explosivas bajo el agua. Richard Parker y yo nos quedamos meciendo en su estela espumosa. Tras tantas semanas de ruidos neutros, los ruidos mecánicos se me antojaron extraños y abrumadores y me dejaron sin habla.

En menos de veinte minutos, un petrolero de trescientas mil toneladas se convirtió en un punto sobre el horizonte. Cuando me volví, Richard Parker todavía estaba mirando hacia él. Tras unos segundos, él también volvió la cabeza y nuestras miradas se cruzaron. Mis ojos expresaban ansia, dolor, angustia y soledad. Él sólo sabía que había ocurrido algo estresante y trascendental, algo más allá de los límites de su entendimiento. Él no comprendía que la salvación acababa de dejarnos atrás. Sólo comprendía que el alfa que tenía delante, ese tigre raro y arbitrario, se había trastornado. Se tumbó para echar otra siesta. El único comentario que hizo al respecto fue un maullido malhumorado.

– ¡Te quiero!

Las palabras manaron de mi boca, puras, sin límites, infinitas. La emoción me inundó el pecho.

– Te lo juro. Te quiero, Richard Parker. Si ahora no estuvieras aquí, no sé qué haría. No creo que resistiera. No, no resistiría. Me moriría de desesperación. No te rindas, Richard Parker, no te rindas. Te prometo que te llevaré a tierra. ¡Te lo prometo!

CAPÍTULO 87

Uno de mis métodos favoritos de evadirme consistía en algo que venía a ser lo mismo que asfixiarme de forma suave. Utilizaba un pedazo de paño que corté de los restos de una manta. Lo llamé el trapo de los sueños. Lo mojaba con agua del mar para que estuviera empapado, pero no chorreando. Buscaba una posición cómoda encima de la lona y me tapaba la cara con el trapo de los sueños, adaptándolo a mis rasgos. Caía en un profundo sopor. No me resultaba difícil teniendo en cuenta el estado de letargo avanzado que ya llevaba encima. Pero el trapo de los sueños daba una calidad especial al sopor. Supongo que se debía a que me limitaba el paso del aire. Me venían unos sueños, trances, visiones, pensamientos, sensaciones y recuerdos extraordinarios. Y el tiempo pasaba mucho más deprisa. Cuando me sorprendía un tic o un grito ahogado y el trapo se caía, recobraba el sentido por completo, encantado de que hubiese transcurrido tantas horas. La prueba era que el trapo ya estaba seco. Pero más que eso, notaba que el momento actual era diferente al momento actual anterior.

CAPÍTULO 88

Un día nos encontramos con un montón de basura. Primero vi unas manchas de aceite que refulgían en el agua. Poco después aparecieron residuos domésticos e industriales. Casi todos los desechos eran de plástico, de formas y colores diversos, pero también había trozos de madera, latas de cerveza, botellas de vino, andrajos y trozos de cuerda, todo rodeado de una espuma amarillenta. Nos adentramos en ella. Eché un vistazo para ver si había algo que nos pudiera ser útil. Recogí una botella de vino vacía que todavía conservaba el corcho. El bote salvavidas chocó contra un frigorífico que había perdido el motor. Estaba flotando con la puerta mirando hacia el cielo. Extendí la mano, agarré el pomo de la puerta y la abrí. Me asaltó un olor tan acre y asqueroso que hasta tiñó el aire. Con la mano sobre la boca, miré en el interior. Había manchas, líquidos oscuros, una gran cantidad de verduras podridas, leche tan cortada e infectada que se había convertido en una gelatina verdosa y los restos descuartizados del animal muerto que estaba tan negro de la putrefacción que ni siquiera acerté a identificarlo. Por el tamaño, creo que debía de ser cordero. En los confines cerrados y húmedos de la nevera, el hedor había tenido tiempo suficiente para multiplicarse, fermentar, amargarse y encolerizarse. Me agredió los sentidos con tanta rabia contenida que me revolvió el estómago, hizo que me diera vueltas la cabeza y que me temblaran las piernas. Afortunadamente, el mar llenó el agujero vacío y se lo tragó rápidamente. El espacio que había dejado la nevera se llenó de otros desechos.

Dejamos los residuos atrás. Durante muchas horas, cada vez que el viento soplaba de aquella dirección, todavía los olía. El mar tardó un día entero en lavar las manchas aceitosas de los costados del bote salvavidas.

Introduje una nota en la botella: «Carguero de propiedad japonesa, Tsimtsum, con bandera panameña, hundido el 2 de julio de 1977 en el Pacífico, a cuatro días de Manila. Estoy en un bote salvavidas. Me llamo Pi Patel. Algo de comida, algo de agua, pero tigre de Bengala gran problema. Por favor, notifiquen a mi familia en Winnipeg, Canadá. Agradezco cualquier ayuda. Gracias». Puse el corcho a la botella y lo tapé con un trozo de plástico. Até el plástico al cuello de la botella con un trozo de cordel de nylon, haciendo varios nudos. Arrojé la botella al agua.