– Venga. Responde.
– Sí.
– ¡Vaya! Me da escalofríos sólo de pensarlo. ¿Cuántos?
– Dos.
– ¿Has matado a dos hombres?
– No. Un hombre y una mujer.
– ¿A la vez?
– No. Primero el hombre; luego maté a la mujer.
– ¡Eres un monstruo! Seguro que te divertiste de lo lindo. Seguro que disfrutaste oyendo cómo gritaban y viendo cómo forcejeaban.
– No mucho, la verdad.
– ¿Estaban buenos?
– ¿Buenos?
– Vamos, no seas tan obtuso. ¿Te gustó el sabor?
– No. No me gustó.
– Ya me lo imaginaba. Tengo entendido que para los animales, no es algo que guste de entrada. ¿Entonces, por qué los mataste?
– Por necesidad.
– La necesidad de un monstruo. ¿Te arrepientes?
– No me quedó más remedio. O ellos o yo.
– ¡Toma! La necesidad expresada con toda su sencillez amoral. ¿Y no te arrepientes ahora?
– Fue algo que hice en el momento. Fue algo circunstancial.
– Instinto, se llama instinto. Pero insisto: ¿no te arrepientes?
– Intento no pensar en ello.
– La definición misma de un animal. Eso es lo que eres.
– ¿Y tú qué?
– Yo soy un ser humano, a ver si te queda claro.
– Veo que orgullo no te falta. Ni jactancia, vamos.
– Es la pura verdad.
– De modo que tirarías la primera piedra, ¿verdad?
– Dime, ¿has probado el oothappam, alguna vez?
– No. Pero cuéntame. ¿Qué es el oothappam?
– Está riquísimo.
– Suena delicioso. Cuéntame más.
– El oothappam se hace con el rebozado que sobra, pero pocas veces los restos han sido tan memorables.
– Ya noto el sabor.
Me dormí. O mejor dicho, empecé a delirar, moribundo.
Pero había algo que me molestaba. No sabía exactamente qué. Fuera lo que fuera, no me dejaba morir tranquilo.
Recobré el conocimiento. Ya sabía qué me había estado molestando.
– Oye.
– Dime-dijo la voz débil de Richard Parker.
– ¿Por qué hablas con acento?
– Yo no hablo con acento. Tú hablas con acento.
– Te equivocas. Tú no sabes pronunciar las erres. En lugar de decir «hombre», tú dices algo así como «hombje».
– Yo cuando digo hombje, digo «hombje», como tiene que ser. Tú hablas como si tuvieras la boca llena de canicas calientes. Hablas con acento indio.
– Y tú hablas como si en lugar de lengua, tuvieras un serrucho en la boca y como si las palabras fueran de madera. Hablas con acento francés.
Era absurdo. Richard Parker nació en Bangladesh y creció en Tamil Nadu. ¿De dónde le había salido el acento francés? De acuerdo, Pondicherry había sido la antigua capital de la India francesa, pero nadie iba a hacerme creer que algunos de los animales del zoológico habían frecuentado la Alliance Franqaise en la rué Dumas.
Me resultó muy desconcertante. Volví a caer en la niebla.
Me desperté con un grito. ¡Había alguien! La voz que me llegaba no era un viento con un acento extraño ni un animal. ¡Era otra persona! Mi corazón empezó a latir con fuerza, en el último intento de empujar la sangre por mi cuerpo rendido. Mi mente hizo un último esfuerzo por pensar con lucidez.
– Sólo un eco, me temo-lo oí, apenas audible.
– ¡Espera! ¡Estoy aquí!-grité.
– Un eco del mar…
– ¡No! ¡Que soy yo!
– ¿Por qué no acaba este suplicio?
– ¡Amigo mío!
– Me estoy muriendo…
– ¡No te vayas! ¡No te vayas!
Apenas si podía oírlo.
Chillé.
Chilló.
No podía más. Iba a volverme loco.
Tuve una idea.
– ME LLAMO-rugí hacia los elementos con mi último aliento- PISCINE MOLITOR PATEL.
Un eco no podía crear un nombre.
– ¿Me escuchas? ¡Soy Piscine Molitor Patel, conocido por todos como Pi Patel!
– ¿Cómo? ¿Hay alguien?
– ¡Sí, hay alguien!
– ¡Qué! No puede ser. Por favor, ¿tienes comida? Lo que sea. No me queda nada. Hace días que no como. Tengo que comer algo. Te agradeceré cualquier cosa que puedas darme. Te lo suplico.
– Pero si yo tampoco tengo comida-repuse, consternado-. Hace días que yo tampoco como. Esperaba que tú tuvieras algo de comida. ¿Y agua? Casi no me queda nada.
– No tengo. ¿No tienes nada de comida? ¿Nada de nada?
– Nada de nada.
Hubo un silencio, un silencio sepulcral.
– ¿Dónde estás?-pregunté.
– Aquí-contestó cansino.
– ¿Pero dónde, exactamente? No te veo.
– ¿Por qué no me ves?
– Me he quedado ciego.
– ¿Cómo?-exclamó.
– Me he quedado ciego. Mis ojos sólo ven oscuridad.
Parpadeo en vano. Desde hace dos días, si me puedo fiar de mi piel para medir el tiempo. Sólo distingo si es de día o de noche.
Oí un gemido desolador.
– ¿Qué? ¿Qué te pasa, amigo mío?
No paró de gemir.
– Por favor, contéstame. ¿Qué te ocurre? Estoy ciego y no tenemos comida ni agua, pero nos tenemos el uno al otro. Eso ya es algo. Algo precioso. ¿Qué te pasa, querido hermano?
– Yo también me he quedado ciego.
– ¿Cómo?
– Yo también parpadeo en vano, como dices tú.
Volvió a gemir. Me quedé atónito. ¡Me había encontrado con otro ciego en otro bote salvavidas en medio del océano Pacífico!
– ¿Pero cómo puedes haberte quedado ciego?-mascullé.
– Supongo que por las mismas razones que tú. Debido a la poca higiene de un cuerpo desnutrido que ya no aguanta más.
Los dos nos vinimos abajo. El gimió y yo lloré. Era demasiado, realmente era demasiado.
– Te contaré una historia-dije, después de un rato.
– ¿Una historia?
– Sí.
– ¿De qué me sirve una historia? Tengo hambre.
– Es una historia sobre comida.
– Las palabras no tienen calorías.
– Busca la comida donde puedas encontrarla.
– No es mala idea.
Silencio. Un silencio famélico.
– ¿Dónde estás?
– Aquí. ¿Y tú?
– Aquí.
Oí el ruido de un remo al caer al agua. Cogí uno de los remos que había recuperado de lo que me había quedado de la balsa. Pesaba mucho. Tanteé con las manos hasta encontrar el tolete más próximo. Dejé caer el remo dentro. Tiré del mango. No tenía fuerzas, pero remé lo mejor que pude.
– Cuéntame tu historia-dijo, jadeando.
– Érase una vez un plátano y creció. Creció hasta hacerse grande, firme, amarillo y fragante. Entonces cayó al suelo y alguien lo encontró y se lo comió.
Dejó de remar.
– Es una historia preciosa.
– Gracias.
– Se me han inundado los ojos de lágrimas.
– Espera, me he dejado un detalle.
– ¿Cuál?
– El plátano cayó al suelo y alguien lo encontró y se lo comió y después, esa persona se sintió mejor.
– ¡Me has dejado sin habla!-exclamó.
– Gracias. Un silencio.
– ¿Pero no tienes ningún plátano?
– No. Me distrajo un orangután.
– ¿Un qué?
– Es tina historia muy larga.
– ¿Y pasta de dientes?
– Tampoco.
– Con pescado es deliciosa. ¿Y cigarrillos?
– Los comí todos.
– ¿Que los comiste?
– Bueno, tengo los filtros. Si quieres te los regalo.
– ¿Los filtros? ¿Qué quieres que haga con los filtros si no tengo tabaco? ¿Cómo has podido comer cigarrillos?
– ¿Y qué querías que hiciera con ellos? No fumo.
– Deberías haberlos guardado para canjearlos por comida.
– ¿Canjear? ¿Con quién?
– ¡Conmigo!
– Hermano, me los comí cuando estaba solo en un bote salvavidas en medio del océano Pacífico.
– ¿Y qué?
– Pues que la posibilidad de encontrarme con otra persona en medio del océano Pacífico me pareció más bien remota.