– Tienes que planear las cosas de antemano, ¡tonto! Ahora no puedes canjear nada.
– Pero aunque tuviera algo, ¿por qué iba a canjearlo? ¿Qué tienes tú que yo pudiera querer?
– Tengo una bota.
– ¿Una bota?
– Sí, una buena bota de cuero.
– ¿Y qué iba a hacer yo con una bota de cuero en medio
del océano Pacífico? ¿Crees que en mi tiempo libre me voy de excursión?
– ¡Podrías comerla!
– ¿Comer una bota? Vaya plan.
– Hombre, has comido cigarrillos, ¿por qué no una bota?
– ¡Qué asco! Por cierto, ¿de quién es?
– ¿Yo qué sé?
– ¿Me estás diciendo que coma la bota de un desconocido?
– ¿Qué más da?
– Me has dejado de piedra. Una bota. Aparte del hecho de que soy hindú y los hindúes consideramos que las vacas son sagradas, la idea de comer una bota de cuero se me antoja comer toda la porquería que puede salir de un pie además de toda la porquería que puede haber pisado el pie mientras la llevaba puesta.
– O sea que no quieres una bota.
– Déjame verla primero.
– No.
– ¿Cómo? ¿Crees que voy a canjear algo contigo sin haberlo visto primero?
– Los dos nos hemos quedado ciegos, por si te has olvidado.
– ¡Entonces descríbemela! ¿Qué clase de vendedor lamentable eres? No me extraña que no tengas clientes.
– Tienes razón. No los tengo.
– Venga, ¿cómo es la bota?
– Es una bota de cuero.
– ¿Qué clase de bota de cuero?
– Pues normal.
– ¿Qué quiere decir «normal»?
– Hombre, pues que es una bota con un cordón y ojetes y lengüeta. Con una suela interior. Normal.
– ¿De qué color?
•-Negra.
– ¿Está en buen estado?
– Está gastada. El cuero está suave y flexible. Da gusto tocarlo.
– ¿Y el olor?
– A cuero cálido y fragante.
– Tengo que… Tengo que reconocer que es tentador.
– Pues olvídalo.
– ¿Por qué?
Silencio.
– ¿No contestas, hermano?
– No hay bota.
– ¿Que no hay bota?
– No.
– ¡Qué triste!
– Me la comí.
– ¿Comiste la bota?
– Sí.
– ¿Estaba buena?
– No. ¿Y los cigarrillos?
– Tampoco. No los pude acabar.
– Yo tampoco pude acabar la bota.
– Érase una vez un plátano y creció. Creció hasta hacerse grande, firme, amarillo y fragante. Entonces cayó al suelo y alguien lo encontró y se lo comió y después, esa persona se sintió mejor.
– Lo siento. Siento todo lo que he dicho y he hecho. Soy una persona despreciable-soltó de repente.
– ¡No! No digas eso. Eres la persona más preciosa, más maravillosa del mundo. Ven, hermano, estemos juntos para darnos un festín de nuestra compañía.
– ¡Sí!
El Pacífico no es buen lugar para los remeros, y menos aún si están débiles y se han quedado ciegos, si pretenden mover un bote salvavidas grande y pesado, y si el viento no quiere cooperar. Estaba cerca; estaba lejos. Estaba a la izquierda; estaba a la derecha. Lo tenía delante; lo tenía detrás. Pero finalmente lo conseguimos. Nuestros botes chocaron haciendo un ruido todavía más dulce que el que hace una tortuga. Me tiró una cuerda y amarré su bote al mío. Abrí los brazos para abrazarlo y él me abrazó a mí. Los ojos se me llenaron de lágrimas y estaba sonriendo. Lo tenía delante, una presencia que brillaba a través de mi ceguera.
– Mi dulce hermano-susurré.
– Estoy aquí.
Oí un rugido silencioso.
– Hermano, hay una cosa que he olvidado mencionar.
Se abalanzó sobre mí pesadamente. Caímos con la mitad del cuerpo encima de la lona, la otra mitad encima del banco. Sentí sus manos alrededor de mi cuello.
– Hermano-jadeé a través de su abrazo excesivamente apasionado-, mi corazón está contigo pero te sugiero que nos retiremos cuanto antes a otra parte del mi humilde barco.
– ¡Claro que tu corazón está conmigo!-dijo-. ¡Y tu hígado y tu carne!
Noté que se estaba deslizando de la lona hacia el banco del medio, y entonces cometió un error de funestas consecuencias: apoyó el pie en el fondo del bote.
– ¡No, no, hermano! ¡No hagas eso! No estamos…
Intenté sujetarlo. Por desgracia, era demasiado tarde. Antes de que pudiera pronunciar la palabra «solos», volví a encontrarme solo. Oí un pequeño «clic» en el fondo del bote, el mismo ruido que harían unas gafas al caerse al suelo, y entonces mi querido hermano me chilló en la cara como jamás había oído chillar a un hombre. Me soltó.
Fue el terrible precio de Richard Parker. Me regaló una vida, la mía, a costa de llevarse otra. Arrancó la carne del cuerpo del hombre y le rompió los huesos. El olor a sangre me inundó las narinas. En ese instante, algo murió en mí que jamás ha resucitado.
CAPÍTULO 91
Subí a bordo del bote de mi hermano. Lo exploré con las manos. Me había mentido. Aparte de un poco de carne de tortuga, encontré una cabeza de dorado e incluso unas migas de galletas, todo un capricho. Y además, tenía agua. Lo metí todo en la boca. Luego volví a mi bote y desamarré el suyo.
Las lágrimas que había llorado me habían ido bien. La ventana en el extremo superior del ojo izquierdo volvió a abrirse. Lavé los ojos con agua del mar. Con cada lavado, la ventana se abrió un poco más. En dos días, recuperé la vista.
Lo que vi me hizo desear no haberla recuperado. El cadáver de mi hermano estaba tendido en el fondo del bote, completamente desmembrado. Richard Parker había comido buena parte de su cuerpo y de su cara, de modo que nunca llegué a ver quién era. El torso eviscerado, con las costillas rotas curvadas hacia arriba, estaba tan ensangrentado y destrozado que parecía una miniatura del bote.
Tengo que confesar que cogí uno de los brazos con el pico cangrejo y usé su carne de cebo. También confieso que, empujado por la gravedad de mi escasez y la locura a la que me llevó, comí un poco de su carne. Sólo comí unos cuantos pedazos pequeños, tiras que iba a enganchar al anzuelo del pico. Tras secarlas al sol, tenían el mismo aspecto que la carne de un animal. Los metí en la boca casi sin darme cuenta. Tienes que comprender que mi sufrimiento no me daba tregua y él ya estaba muerto. Paré en cuanto cogí un pez.
Rezo por su alma cada día.
CAPÍTULO 92
Hice un descubrimiento botánico excepcional. Sin embargo, pocos van a creer el episodio que viene ahora. Aun así, quiero contarlo porque forma parte de la historia y porque ocurrió.
Estaba tendido de costado en la lona. Debía de ser la una o las dos de la tarde de un día tranquilo de sol y brisa suave. Había dormido un poco, un sueño diluido durante el que no había descansado ni soñado. Di la vuelta para apoyarme en el otro lado, gastando el mínimo de energía posible. Abrí los ojos.
A poca distancia vi árboles. No reaccioné. Estaba convencido de que era una ilusión y de que desaparecería con unos cuantos parpadeos.
Los árboles no desaparecieron. En realidad, crecieron hasta convertirse en bosque. Formaban parte de una isla baja. Me erguí un poco. Seguía sin dar crédito a mis ojos. Pero me emocionó ver un engaño de tan alta calidad visual. Los árboles eran bellísimos. Jamás había visto algo por el estilo. Tenían la corteza pálida y las ramas perfectamente distribuidas. Las hojas eran abundantes y de un color verde esmeralda tan brillante que en comparación, la vegetación durante los monzones hubiera parecido un color verde aceituna apagado.
Pestañeé con deliberación, creyendo que mis párpados actuarían como leñadores. Pero los árboles se negaron a caerse.
Miré hacia abajo. Lo que vi me satisfizo a la vez que me decepcionó. La isla no tenía tierra. Tampoco es que los árboles hubieran echado raíces en el agua, sino más bien se aguantaban sobre lo que parecía una masa densa de vegetación, del mismo color brillante que las hojas. ¿Dónde se ha visto una isla sin tierra? ¿Con árboles que crecen de la vegetación? Sentí satisfacción porque semejante geología confirmaba lo que yo había creído, es decir, que la isla era una quimera, un engaño de mi mente. Del mismo modo, me sentí decepcionado porque me hubiera encantado encontrar una isla, cualquier isla, por muy extraña que fuera.