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Oí un gruñido. Me volví. Richard Parker me estaba observando desde el bote salvavidas. Él también estaba escrutando la isla. Según parecía, quería desembarcar pero tenía miedo. Finalmente, tras dar muchas vueltas por el bote gruñendo sin parar, saltó. Llevé el silbato de color naranja a los labios. No obstante, no tenía intención de atacarme. Su primer reto era mantener el equilibrio. Las piernas le temblaban más que las mías. Para avanzar, tenía que arrastrarse con el estómago casi tocando el suelo, tambaleándose como un cachorro recién nacido. En lugar de acercarse a mí, me evitó por completo, dirigiéndose hacia la cresta donde se perdió en el interior de la isla.

Pasé el día comiendo, descansando, intentando levantarme y, generalmente, disfrutando de la felicidad que sentía. Cada vez que me esforzaba demasiado, me mareaba. Incluso cuando estaba sentado, tenía la sensación de que la tierra bajo mis pies estaba moviéndose y que iba a caerme en cualquier momento.

Por la tarde empecé a preocuparme por Richard Parker. Ahora que las circunstancias, el territorio, había cambiado, no sabía cómo iba a reaccionar si se topaba conmigo en la isla.

Me arrastré de nuevo hasta el bote salvavidas a regañadientes, sólo por mi propia seguridad. Por mucho que Richard Parker tomara posesión de la isla, la proa y la lona seguían siendo mi territorio. Busqué algo al que pudiera amarrar el bote salvavidas. Aparentemente, la capa de algas era muy espesa puesto que no encontré nada más. Al final, clavé el palo de un remo entre las algas con toda mi fuerza y lo usé para amarrar el bote.

Me subí a la lona. Estaba rendido y notaba que mi cuerpo estaba agotado de tanto comer. Este cambio de suerte estaba provocando una tensión nerviosa en mí. Mientras bajaba el sol, recuerdo vagamente que oí un rugido de Richard Parker a la distancia, pero me venció el sueño.

Me desperté en medio de la noche con una sensación extraña e incómoda en el abdomen. Creí que se trataba de un calambre, que quizá me había envenenado comiendo tantas algas. Oí un ruido. Miré. Richard Parker estaba a bordo. Había vuelto mientras dormía. Estaba maullando y lamiendo las plantas de las patas. Me acuerdo que me desconcertó pero no le di importancia. El calambre se agudizó. Estaba doblado de dolor y tiritando cuando un proceso normal para muchos, pero ya olvidado por mi cuerpo, se puso en marcha: la defecación. Fue un verdadero martirio, pero cuando acabé, volví a caer en el sueño más profundo y reparador que había tenido desde la noche antes de que se hundiera el Tsimtsum.

Cuando me desperté por la mañana, me sentí mucho más fuerte. Gateé hasta el árbol con mucha más agilidad que el día anterior. Me regalé la vista con él y me di un festín de algas. Comí tanto que excavé un agujero profundo, por si acaso.

Richard Parker volvió a titubear durante horas antes de saltar del bote. Cuando finalmente se decidió a hacerlo, a media mañana, saltó a la orilla, pero en lugar de seguir adelante, dio un brinco hacia atrás y se cayó con la mitad del cuerpo dentro del agua. Parecía muy tenso. Bufó y arañó el aire con una garra. Sentí curiosidad. No entendía qué le pasaba. La preocupación se le pasó y con un paso visiblemente más firme que el día anterior, desapareció de nuevo detrás del otro lado de la cresta.

Ese día, apoyándome contra el árbol, conseguí ponerme de pie. Me mareé. La única forma de conseguir que no se moviera el suelo era cerrar los ojos y agarrarme al árbol. Con un empujoncito, intenté caminar. Me caí en el acto. El suelo vino hacia mí a toda velocidad antes de que pudiera dar un paso. No me hice daño. La isla, con esa capa de vegetación tan gomosa y tupida, era un lugar ideal para aprender a caminar de nuevo. Cayera donde cayese, era imposible hacerme daño.

El día siguiente, tras una noche descansada en el bote con Richard Parker, que había vuelto una vez más a pasar la noche, conseguí caminar. A pesar de caerme media docena de veces, llegué al árbol por mi propio pie. Con cada hora que pasaba, notaba que iba recuperando la fuerza. Cogí el pico cangrejo y tiré de una de las ramas. Arranqué algunas hojas. Eran suaves y sin brillo, pero tenían un gusto amargo. Me imaginé que Richard Parker se había encariñado con su guarida en el bote salvavidas. Al menos eso explicaría el hecho de que volviera por la noche.

Esa tarde, apareció cuando empezó a ponerse el sol. Había vuelto a amarrar el bote salvavidas al remo que había clavado entre las algas. Me encontraba en la proa, asegurándome de que la cuerda estuviera bien atada a la roda. Al principio no lo reconocí. El animal que vi corriendo a galope tendido hacia mí no podía ser el mismo tigre lánguido y desaliñado que se había convertido en mi compañero de infortunios. Pero lo era. Era Richard Parker y venía hacia mí a toda prisa, con una mirada de determinación en los ojos. Por encima de la cabeza bajada, le asomaba ese cuello poderoso. El pelaje y los músculos temblaban con cada paso. Oí la vibración del suelo bajo sus patas.

He leído que hay dos miedos que son imposibles de curar: la reacción de susto cuando oímos un ruido inesperado y el vértigo. Yo quisiera añadir otro más, a saber, el miedo al ver que un asesino notorio viene directa y rápidamente hacia ti.

Cogí el silbato, nervioso. Cuando estaba a apenas ocho metros del bote salvavidas, toqué el silbato con todas mis fuerzas. Un pitido desgarrador partió el aire.

Tuvo el efecto deseado. Richard Parker frenó. Pero era evidente que no quería pararse. Toqué el silbato por segunda vez. Richard Parker se volvió y empezó a dar sal titos muy extraños, como si fuera un ciervo, y a gruñir con ferocidad. Toqué el silbato por tercera vez. Se le pusieron todos los pelos de punta. Tenía las zarpas extendidas y estaba frenético. Temí que el muro defensivo de los silbidos estuviera a punto de derrumbarse y que iba a atacarme.

Sin embargo, Richard Parker hizo algo asombroso: se lanzó al agua. Me quedé boquiabierto. Justamente lo que jamás me hubiera imaginado que haría es precisamente lo que hizo, y con ímpetu y resolución, además. Nadó con tenacidad hasta la popa del bote salvavidas. Estuve a punto de volver a tocar el silbato, pero opté por abrir la tapa de la taquilla y sentarme replegándome al refugio particular de mi territorio.

Subió a la popa, chorreando litros de agua y levantando mi extremo del bote. Durante unos instantes, se mantuvo encima de la regala y el banco de la popa, escrutándome. Sentí desfallecer mis esperanzas. No me veía capaz ni de volver a tocar el silbato. Lo miré con indiferencia. Saltó al fondo del bote y desapareció debajo de la lona. Desde donde estaba sentado, veía parte de su cuerpo a través de los huecos que quedaban a cada lado de la tapa de la taquilla. Me eché encima de la lona, donde él no podía verme, pero donde estaba directamente encima de él. Lo único que deseaba era tener un par de alas para salir volando.

Me calmé. Me obligué a recordar que la situación era exactamente la misma que antes, que llevaba meses viviendo justo encima de un tigre que estaba vivito y coleando.

Conseguí controlar la respiración y me dormí.

Esa noche me desperté y, habiendo vencido el miedo, me asomé por encima de la lona. Richard Parker estaba soñando: estaba temblando y gruñendo. Fuera cual fuera su disgusto, había conseguido despertarme con sus quejidos.

A la mañana siguiente, volvió a desaparecer al otro lado de la cresta.

Decidí que en cuanto estuviera recuperado del todo, iría a explorar la isla. Por lo que veía, era bastante grande. La costa se extendía hacia la derecha y la izquierda describiendo una curva suave, y deduje que la circunferencia de la isla debía de ser considerable. Pasé el día caminando, y cayéndome, entre la orilla y el árbol, tratando de recobrar las fuerzas en las piernas. Cada vez que me caí, me atiborré de algas.