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Todos los estanques eran de agua dulce. ¿De dónde había salido semejante cantidad de agua fresca? La razón era obvia: de las algas. Las algas desalaban el agua de forma natural y constante, de ahí que tuviera el núcleo salado y el tubo exterior cubierto de agua dulce. Las algas empujaban el agua dulce a la superficie. No me pregunté ni por qué ni cómo las algas hacían algo así, ni dónde iba a parar la sal. La cabeza dejó de hacer semejantes preguntas. Me reí y me tiré al agua. Me costó mantenerme en la superficie; todavía estaba debilitado y apenas tenía grasa que me ayudara a flotar. Me agarré al borde del estanque. El efecto de bañarme en agua dulce, pura y limpia fue algo indescriptible. Tras tantos meses en alta mar, tenía la piel dura, los cabellos largos y enmarañados. Seguro que una tira de cazar moscas hubiera parecido más sedosa. Me sentía como si la sal me hubiera corroído hasta el alma. Así que bajo la mirada atenta de cientos de suricatas, me bañé, dejando que el agua dulce disolviera cada uno de los cristales de sal que me habían contaminado.

Los suricatas se volvieron. Lo hicieron como si fueran una sola persona, girándose todos a la vez para mirar en la misma dirección. Salí para ver qué ocurría. Era Richard Parker. Él confirmó lo que ya había deducido: que estos suricatas llevaban tantas generaciones sin predadores que cualquier noción de la distancia de huida, de miedo, había sido genéticamente eliminada. Lo vi avanzando entre medio de ellos, dejando una estela de muerte y destrucción a su paso, devorando un suricata detrás de otro, con la boca ensangrentada, y ellos, los suricatas, a pesar de estar al ladito de un tigre, estaban dando brincos como si estuvieran gritando: «¡Ahora yo! ¡Me toca a mí! ¡Me toca a mí!». Iba a presenciar la misma escena decenas de veces. Nada iba a distraer a los suricatas de su vida de mirar estanques y mordisquear algas. Poco importaba que Richard Parker se acercara sigilosamente por detrás y se abalanzara sobre ellos con una tormenta de rugidos o que pasara por su lado con indiferencia; les daba igual. No se contrariaban por nada. Reinaba la docilidad.

Richard Parker mató más allá de la necesidad. Mató suricatas que ni siquiera tenía intención de comer. Para los animales, las ansias de matar no tienen nada que ver con las ansias de comer. Supongo que tanto tiempo sin matar una presa y encontrarse con tantos suricatas a la vez le avivó el instinto cazador que llevaba tanto tiempo reprimido.

Estaba lejos. Yo no corría ningún peligro. Al menos, de momento.

A la mañana siguiente, cuando hubo partido, limpié el bote salvavidas. Y a buena hora. No describiré qué aspecto tiene una pila de huesos humanos y animales mezclados con los restos innumerables de peces y tortugas. Tiré toda la montaña fétida e inmunda por la borda. No me atreví a pisar el suelo dado que temía dejar un rastro tangible de mi presencia para Richard Parker, de modo que tuve que sacarlo todo con el pico cangrejo desde la lona o desde los bordes del bote, de pie en el agua. Lo que no conseguí limpiar con el pico, es decir, los olores y las manchas, enjuagué con cubos de agua.

Esa noche entró en su guarida nueva y limpia sin hacer ningún comentario. En la boca llevaba varios suricatas, que comió a lo largo de la noche.

Pasé los siguientes días comiendo, bebiendo, bañándome, observando los suricatas, caminando, corriendo, descansando y recuperándome. Aprendí a correr con naturalidad y soltura. Se me curaron las heridas. Los achaques se desvanecieron. En una palabra, resucité.

Exploré la isla, intenté recorrerla toda pero desistí. Calculé que medía unos diez u once kilómetros de diámetro, que suponía una circunferencia de más de treinta kilómetros. Todo lo que vi indicaba que las características de la orilla eran idénticas en toda la isla. Estaba cubierta del mismo verdor deslumbrante, la misma cresta, la misma cuesta desde la cresta hasta el agua, las mismas rupturas en la monotonía: algún árbol esmirriado dispersado por la orilla. Mientras exploraba la orilla, hice un descubrimiento asombroso: las algas, y por lo tanto la isla, variaba de altura y densidad según el tiempo. Durante los días calurosos, la trama de las algas se volvía más trabada y densa, y la isla crecía verticalmente, haciendo que la subida hasta la cuesta estuviera más empinada dado que la cuesta estaba a más altura. No se trataba de un proceso rápido. Sólo se daba tras unos días de calor. Sin embargo, el cambio era incuestionable. Creo que tenía algo que ver con la conservación del agua, con proteger la superficie de las algas de los rayos del sol.

El fenómeno contrario, cuando la isla se distendía, era un proceso más rápido, más dramático y las razones eran más evidentes. Entonces la cresta descendía y la plataforma continental, para decirlo de alguna manera, se extendía. Las algas se tornaban tan flojas que se me quedaban atrapados los pies. Esta dilatación se producía cuando el cielo estaba tapado y aún más, cuando el mar estaba agitado.

Sobreviví a una tormenta violenta mientras estuve en la isla y después de la experiencia, hubiera confiado en ella aunque me encontrara el peor de los huracanes. Fue un espectáculo imponente. Me subí a un árbol y observé las olas gigantes que cargaban contra la isla, que se preparaban para subir hasta lo alto de la cresta y desencadenar el caos y la destrucción, pero que desaparecían como si hubieran caído dentro de arenas movedizas. En este sentido, la isla tenía una filosofía gandhiana: se resistía sin oponer resistencia alguna. Cada una de las olas se esfumó dentro de la isla sin conflicto, dejando sólo un poco de espuma. La isla temblaba ligeramente y aparecía alguna que otra ondulación en la superficie de los estanques, pero eran las únicas indicaciones de que la estuviera atravesando una fuerza mayor. Y atravesarla es lo que hizo: en el sotavento de la isla, que había quedado visiblemente reducido, las olas salían y seguían su curso. Fue de lo más extraño, eso de ver cómo las olas se alejaban de la orilla. Los suricatas ni se inmutaron ante la tormenta, y sus consecuentes terremotos insignificantes. Siguieron ocupándose de sus cosas como si los elementos no existieran.

Lo que no conseguía entender era que la isla estuviera tan desolada. Jamás he visto una ecología tan despojada. En el aire no volaba ni una mosca, ni una mariposa, ni una abeja, ni un insecto de ninguna clase. Los árboles no albergaban ni un pájaro. Las llanuras no escondían ni un roedor, ni una larva, ni un gusano, ni una serpiente; en ellas no crecían otros árboles, ni arbustos, ni hierba ni flores. Los estanques no cobijaban peces de agua dulce. En la orilla no había ni una alga flotante, ni un cangrejo, ni una langosta; no había coral, ni guijarros, ni rocas. A excepción de los suricatas, no había ninguna materia extraña, fuera orgánica o inorgánica, en toda la isla. Sólo había algas verdes y relucientes y árboles verdes y relucientes.

Los árboles no eran parásitos. Lo descubrí un día que comí tantas algas al pie de un árbol que las raíces quedaron expuestas. Vi que las raíces no eran independientes de las algas sino que se unían a ellas, se transformaban en ellas. Eso quería decir que o bien los árboles tenían una relación simbiótica con las algas, un toma y daca que beneficiaría a ambos, o que se debía a un motivo más sencillo, que los árboles eran una parte integral de las algas. Supongo que esta última explicación es la correcta dado que los árboles no daban fruta ni flores. Dudo que un organismo independiente, por muy íntima que sea la simbiosis que comparta, renuncie a una parte tan fundamental de la vida como la de la reproducción. El afán de las hojas del sol, claramente demostrado en su abundancia, su amplitud y su verdor superclorofila, me hizo sospechar que la función principal de los árboles era recoger energía. En fin, no son más que conjeturas.

Hay una última observación que me gustaría hacer. Se basa en intuición más que en pruebas concluyentes. Veamos, la isla no era una isla en el sentido convencional de la palabra, o sea, no era una masa continental que estaba fija al suelo del océano, sino un organismo flotante, una bola de algas de dimensiones gigantescas. Y me figuré que los estanques se extendían hasta los costados de esta enorme masa boyante y daban al océano, cosa que esclarecería la presencia inexplicable de los dorados y demás peces marinos.