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Haría falta un estudio exhaustivo, pero por desgracia, perdí las algas que me llevé de la isla.

A la vez que resucité yo, Richard Parker también. A fuerza de atiborrarse de suricatas, recuperó el peso que había perdido, su pelaje volvió a brillar y recobró el mismo aspecto saludable de antes. No perdió la costumbre de volver al bote salvavidas cada tarde al ponerse el sol. Siempre procuré llegar antes que él y marcar mi territorio copiosamente con orina para que no se olvidara de quién era quién ni de qué pertenecía a quién. Pero siempre se iba con los primeros rayos del sol. Recorrió gran parte de la isla, más que yo. Como la isla no variaba, apenas salí de la misma área. Durante el día lo veía poco. Pero me inquietaba. Vi cómo rastrillaba los árboles con las garras delanteras dejando enormes tajos en los troncos. Y empecé a oír sus rugidos roncos, ese aaonh suntuoso como el oro o la miel, espeluznante como el fondo de una mina peligrosa o mil abejas enojadas. Lo que me preocupaba no era que buscara una hembra, sino que se sintiera lo bastante cómodo en la isla para plantearse la posibilidad de reproducirse. Temí que en su nueva condición, quizás no tolerara la presencia de otro macho en su territorio, particularmente en su territorio nocturno, y aún menos si no obtenía respuesta a sus aullidos, que era el caso más probable.

Un día fui a dar un paseo por el bosque. Estaba caminando enérgicamente, ensimismado en mis pensamientos. Pasé por el lado de un árbol y casi me estrellé contra Richard Parker. Los dos nos sobresaltamos. Bufó y se levantó sobre las patas traseras en toda su inmensidad, con las garras en posición para pegarme un zarpazo. Me quedé petrificado, paralizado de miedo y del susto. Se dejó caer sobre las cuatro patas y dio media vuelta. Habiendo dado tres o cuatro pasos, se volvió, se irguió de nuevo sobre las patas traseras y esta vez gruñó. Yo me quedé inmóvil como una estatua. Dio unos pasos más y me amenazó por tercera vez. Cuando se hubo dado por satisfecho que yo no le suponía ningún peligro, se alejó sin ninguna prisa. En cuanto recuperé el aliento y dejé de temblar, llevé el silbato a la boca y salí corriendo detrás de él. Richard Parker ya había recorrido una distancia considerable, pero no lo había perdido de vista. Corrí a toda velocidad. Richard Parker se volvió, me vio, se agachó y acto seguido puso pies en polvorosa. Toqué el silbato con todas mis fuerzas, deseando que el sonido se propagara tanto o más que el grito de un tigre solitario.

Esa noche, mientras Richard Parker dormía a sesenta centímetros debajo de mí, llegué a la conclusión de que tenía que rehacerme con el control de la pista del circo.

El problema más grande que se presenta a la hora de adiestrar animales es que sólo aprenden por instinto o por memorización. El uso de la inteligencia para asociar ideas que no sean instintivas sólo está disponible en grado mínimo. Por lo tanto, para conseguir que un animal conciba la conexión artificial entre hacer algo, digamos ponerse boca arriba, y recibir un premio a cambio, hace falta repetir la acción hasta la saciedad. Se trata de un proceso muy lento que depende tanto de la suerte como del ahínco, y todavía más si el animal en cuestión es un adulto. Toqué el silbato tantas veces que me dolían los pulmones. Golpeé el pecho tantas veces que me quedé morado. Miles de veces grité «¡Jep! ¡Jep! ¡Jep!», mi orden en el lenguaje de tigres para decir «¡Hazlo!». Le tiré miles de bocados de suricata que yo mismo hubiera comido con mucho gusto. Adiestrar un tigre es toda una hazaña. Tienen un carácter bastante menos flexible que otros animales que suelen adiestrarse en los circos y en los zoológicos, como por ejemplo los leones marinos y los chimpancés. Bien, tampoco quiero otorgarme todo el mérito de lo que conseguí hacer con Richard Parker. Tuve la suerte, una suerte que me salvó la vida, de que no sólo era un animal joven, sino un animal joven y maleable, un animal omega. Lo que temía era que las condiciones en la isla actuaran en mi contra, que con tanta comida y agua, Richard Parker se volviera más relajado y seguro de sí mismo y menos abierto a mi influencia. Pero seguía siendo un animal nervioso. Lo conocía suficientemente para percibirlo. Por la noche en el bote salvavidas lo veía agitado y no paraba de quejarse. Atribuí su desasosiego al nuevo medio de la isla; cualquier cambio, aunque sea positivo, hará que un animal se sienta nervioso. Fuera por el motivo que fuera, la tensión a la que estaba sometido lo llevó a mostrarse dispuesto a complacer, y es más, a sentir la necesidad de complacer.

Lo adiestré a saltar por un aro que hice de unas ramas pequeñas. Consistía en una rutina sencilla de cuatro saltos. Cada uno le valía un pedazo de suricata. Primero, mientras él venía pesadamente hacia mí, levantaba el aro a un metro del suelo con la mano izquierda. Una vez la había saltado y mientras frenaba, cogía el aro con la mano derecha y, de espaldas a él, le ordenaba que volviera a saltar. Para el tercer salto, yo me arrodillaba en el suelo y aguantaba el aro encima de la cabeza. Cada vez que lo veía venir hacia mí, se me ponían los pelos de punta. Nunca perdí el temor de que en lugar de saltar, me atacaría. Gracias a Dios, nunca me falló. Entonces me levantaba y lanzaba el aro para que rodara por el suelo. Se suponía que Richard Parker tenía que seguirlo y pasar por él por última vez antes de que cayera. La verdad es que esta parte nunca le salió muy bien, a veces porque yo tiraba mal el aro y a veces porque Richard Parker chocaba contra él. Pero al menos salía tras él, y eso lo alejaba de mí. Siempre se quedaba pasmado cuando se caía el aro. Lo miraba de hito en hito, como si fuera algún compañero de sus mismas proporciones con el que había salido a correr y que se había desplomado sin previo aviso. Se quedaba allí, olfateándolo. Le tiraba el último pedazo de suricata y me iba.

Al final, abandoné el bote. Me pareció absurdo compartir un espacio tan apretujado con un animal que cada vez necesitaba más espacio, cuando tenía una isla entera a mi disposición. Decidí que lo más seguro sería dormir en un árbol. Nunca consideré que la costumbre de Richard Parker de pasar la noche en el bote salvavidas fuera definitiva. No tenía ningunas ganas de que me encontrara fuera de mi territorio, dormido e indefenso en el suelo, si alguna vez decidía ir a dar un paseo nocturno.

Así que un día me fui del bote armado con la red, una cuerda y algunas mantas. Encontré un árbol robusto en las afueras del bosque y tiré la cuerda por encima de la rama más baja. Ya estaba en forma y no me costó agarrarme a la cuerda y subirme al árbol. Me posicioné en dos ramas sólidas y próximas que estaban a la misma altura y até la red entre las dos. Volví al final del día.

Justo cuando había doblado las mantas y las había colocado en la red para que me sirvieran de colchón, detecté una conmoción entre los suricatas. Aparté algunas ramas para verlos mejor. Asomé la cabeza y miré en todas las direcciones hasta el horizonte. Fue inconfundible. Los suricatas estaban abandonando los estanques, o mejor dicho, la llanura, y estaban corriendo hacia los árboles. Una nación entera de suricatas se había puesto en marcha, las espaldas encorvadas y las patitas desdibujadas. Me estaba preguntando si me quedaban muchas sorpresas por descubrir de estos animalitos cuando me di cuenta, con gran consternación, de que los suricatas que habían estado en el estanque más cercano habían rodeado mi árbol y estaban subiendo por el tronco. El tronco había desaparecido bajo una ola de suricatas resueltos. Creí que venían a atacarme, y de repente comprendí el motivo por el que Richard Parker optaba por dormir en el bote salvavidas: de día los suricatas eran dóciles e inofensivos, pero de noche, bajo su peso colectivo, aplastaban a sus enemigos sin piedad. Sentí miedo e indignación. La idea de haber sobrevivido tanto tiempo en un bote salvavidas con un tigre de Bengala de más de doscientos kilos para morir en lo alto de un árbol en manos de unos suricatas que apenas pesaban un kilo se me antojó una tragedia demasiado injusta y ridícula para soportarla.