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Ay, ¡ojalá no hubiera llegado nunca ese momento! Si no, tal vez hubieran pasado años, o la vida entera, en aquella isla. Por nada del mundo, creí, iba a volver al bote salvavidas, al sufrimiento y las privaciones que había pasado en él, ¡por nada del mundo! ¿Qué razón iba a moverme a abandonarla? ¿Acaso no reunía mis requerimientos físicos? ¿Acaso no había más agua de la que pudiera beber en toda mi vida? ¿Más algas de las que pudiera comer? Y cuando me apetecía variar un poco, ¿no había una superabundancia de suricatas y peces? Si la isla flotaba y se desplazaba, ¿no cabía la posibilidad de que me llevara en la dirección correcta? ¿No podría ser un buque vegetal el que me llevaría a tierra firme? Y entre tanto, ¿no estaba en compañía de unos suricatas encantadores? Y Richard Parker tenía que perfeccionar ese cuarto salto, ¿no? Ni siquiera se me había pasado por la cabeza dejar la isla desde que habíamos llegado, y de eso ya hacía semanas, no sé exactamente cuántas, pero de momento no íbamos a ningún sitio. Vamos, ¡ni hablar!

Cuán equivocado estaba.

Si esa fruta contenía una semilla, fue la semilla de mi partida.

La fruta no era una fruta, sino una acumulación densa de hojas pegadas que formaban una bola. Cada pedúnculo que arranqué estaba sujeto a una hoja.

Tras pelar unas cuantas capas, llegué a unas hojas que no tenían pedúnculo y que estaban adheridas a la bola. Metí las uñas por debajo de las hojas y las saqué. Desenfundé la fruta, hoja a hoja, como si quitara las capas de una cebolla. Podría haber partido la «fruta» (todavía la llamo así a falta de una palabra más apropiada) pero preferí satisfacer mi curiosidad de una manera comedida.

Pasó de ser del tamaño de una naranja al tamaño de una mandarina. Había hojas suaves y finas desparramadas por las ramas sobre las que estaba sentado y dentro de mi regazo.

Ahora era del tamaño de un rambután.

Cada vez que lo pienso, me da escalofríos.

Del tamaño de una cereza.

Entonces salió a la luz, una perla incalificable en el corazón de una ostra verde.

Un diente humano.

Una muela, para ser exactos. Tenía manchas verdes en la superficie y estaba llena de agujeritos.

Poco a poco, me inundó una sensación de horror. Tuve tiempo para examinar más frutas.

Cada una tenía un diente.

Una contenía un canino.

Otra, un premolar.

Un incisivo aquí.

Otra muela allí.

Treinta y dos dientes humanos. Un juego completo. No faltaba ni uno.

De repente lo entendí todo.

No grité. Creo que el horror sólo se vocifera en las películas. Me estremecí y bajé del árbol.

Pasé el día totalmente confundido, sopesando mis opciones. Ninguna era buena.

Aquella noche, me acosté en el árbol de siempre y comprobé mi hipótesis. Agarré uno de los suricatas y lo dejé caer al suelo.

Chilló mientras caía por el aire. Cuando llegó al suelo, se lanzó directamente al árbol.

Con la ingenuidad típica, se acurrucó de nuevo a mi lado. Empezó a lamerse las patas con ímpetu. Parecía tener molestias y estaba jadeando sin parar.

Podría haberlo dejado allí. Pero quería comprobarlo por mí mismo. Me bajé y me agarré a la cuerda. Le había hecho algunos nudos para poder subir y bajar con más facilidad. Cuando llegué a la base del árbol, sostuve los pies a un par de centímetros del suelo. Vacilé.

Me solté.

Primero no sentí nada. De repente un dolor punzante me atravesó los pies. Grité. Creí que iba a caerme. Conseguí coger la cuerda y me levanté del suelo. Me restregué las plantas de los pies contra la corteza del árbol. Los alivió, pero no lo suficiente. Los metí en un cubo de agua que tenía al lado de la cama. Los froté con hojas. Maté a dos suricatas con el cuchillo e intenté calmar el dolor con su sangre y sus tripas. Me seguían escociendo. No dejaron de escocer en toda la noche. No conseguí dormirme por el dolor y la ansiedad.

La isla era carnívora. De ahí que desaparecieran los peces en los estanques. La isla atraía peces marinos hacia sus túneles subterráneos. No sé cómo. Quizá los peces comieran las algas con la misma avidez que yo. El caso es que quedaban atrapados. O tal vez se perdían. Tal vez se cerraban las aperturas que daban al mar. Tal vez la salinidad del agua cambiaba de forma tan imperceptible que los peces sólo se daban cuenta cuando ya era demasiado tarde. Fuera por la razón que fuera, de repente se encontraban en agua dulce y se morían. Algunos flotaban hasta la superficie de los estanques, los restos que alimentaban a los suricatas. Por la noche, debido a algún proceso químico que desconocía pero que estaba claramente inhibido por la luz del sol, las algas depredadoras se tornaban ácidas y los estanques se convertían en tanques cáusticos que digerían los peces. De ahí que Richard Parker siempre volviera al bote salvavidas por las noches. De ahí que los suricatas durmieran en los árboles. De ahí que sólo hubiera visto algas en toda la isla.

Y esto explicaba los dientes. Alguien había llegado a estas tierras antes que yo. ¿Cuánto tiempo habría pasado allí ese pobre hombre? ¿O fue una mujer? ¿Semanas? ¿Meses? ¿Años? ¿Cuántas horas desesperadas en la ciudad arbórea en la triste compañía de los suricatas? ¿Cuántos sueños de una vida feliz que se habían visto truncados? ¿Cuántas esperanzas que se habían visto defraudadas? ¿Cuánta conversación acumulada que murió sin articularse? ¿Cuánta soledad? ¿Cuánta desesperanza? ¿Y al fin y al cabo, para qué? ¿Qué quedaba de todo aquello?

Sólo un poco de esmalte, como el cambio suelto en un bolsillo. La persona debió de haber muerto en el árbol. ¿Estuvo enferma? ¿Herida? ¿Deprimida? ¿Cuánto tarda un espíritu roto en matar a un cuerpo que dispone de comida, agua y refugio? Los árboles también eran carnívoros, pero tenían un nivel de acidez mucho más bajo, de forma que uno podía pasar la noche en ellos mientras el resto de la isla bullía. Pero tras la muerte de esa persona, el árbol habría envuelto el cadáver con las ramas poco a poco y lo habría digerido, sorbiéndole los huesos de toda sustancia nutritiva hasta disolverlos por completo. Con el tiempo, no quedarían ni los dientes.

Miré hacia las algas. Sentía cómo me iba invadiendo el resentimiento. La promesa radiante que ofrecían de día fue suplantado en mi corazón por toda la traición que descargaban durante la noche.

– ¡Sólo quedan dientes!-mascullé-. ¡DIENTES!

Antes de que amaneciera, la decisión nefasta ya estaba tomada. Prefería marchar y morir buscando a los de mi propia especie antes que llevar una vida solitaria e incompleta de comodidad física y muerte espiritual en aquella isla asesina. Llené mis depósitos de agua dulce y bebí como un camello. Me pasé el día comiendo algas hasta casi reventar. Maté y despellejé todos los suricatas que cabían en la taquilla y en el suelo del bote. Saqué peces muertos de los estanques. Con el hacha, corté un buen bloque de algas y lo até a una cuerda que amarré al bote salvavidas.

No podía abandonar a Richard Parker. Dejarlo equivaldría a matarlo. No sobreviviría a la primera noche. Solo en el bote salvavidas al anochecer, sabría que se estaría quemando vivo. O que se habría tirado al mar, donde se ahogaría. Esperé a que volviera. Sabía que no iba a llegar tarde.

Cuando se subió a bordo, desatraqué. Durante algunas horas, las corrientes nos mantuvieron cerca de la isla. Los ruidos del mar me molestaban y me había desacostumbrado al balanceo del bote. La noche se hizo eterna.

Por la mañana, la isla había desaparecido. Y la masa de algas también. En cuanto cayó la noche, las algas habían disuelto la cuerda con su ácido.

El mar estaba encrespado, el cielo gris.

CAPÍTULO 93

Me harté de mi situación. Tenía tan poco sentido como el tiempo. Pero la vida se negó a abandonarme. El resto de mi historia es un episodio largo de pena, dolor y resistencia.

Los altos reclaman los bajos y los bajos reclaman los altos. Te aseguro que si te encontraras en una situación tan desesperada como la mía, tú también elevarías tus pensamientos. Cuanto más bajo estés, más alto querrás volar. Era natural que, tan privado y desesperado como estaba, sometido a tanta congoja, recurriera a Dios.