– A mí también me costó.
– Sabía que tendríamos que tomarnos el día libre. ¿Hablaron de comida?
– Efectivamente.
– Él sabía mucho acerca de la comida.
– Si se le puede llamar así.
– El cocinero del Tsimtsum era francés.
– Hay franceses por todo el mundo.
– Quizá el francés que se encontró fuera el cocinero.
– Quizá. ¿Cómo quieren que lo sepa yo? No llegué a verlo. Me había quedado ciego. Entonces Richard Parker se lo comió vivo.
– Qué oportuno.
– Al contrario. Fue horroroso y apestaba. Por cierto, ¿cómo explican los huesos de suricata en el bote salvavidas?
– Bueno, los huesos de un animal pequeño…
– ¡De más de uno!
– …de algunos animales pequeños aparecieron en el bote salvavidas. Me imagino que ya estaban en el buque.
– No teníamos suricatas en el zoológico.
– Tampoco tenemos pruebas que demuestren que se trata de huesos de suricata.
SR. CHIBA: ¡Quizá fueran huesos de plátano! ¡Ja, ja, ja, ja, ja!
– Atsuro, ¡haz el favor de callar!
– Lo siento mucho, Okamoto-san. Debe de ser la fatiga.
– ¡Estás desacreditando nuestro servicio!
– Discúlpeme, Okamoto-san.
SR. OKAMOTO: Podrían ser huesos de otro animal pequeño.
– Son de suricata.
– Podrían ser de mangosta.
– No conseguimos vender las mangostas del zoológico. Permanecieron en la India.
– Tal vez plaguen los buques, como las ratas. Las mangostas son muy corrientes en la India.
– ¿Que las mangostas plagan los buques?
– ¿Por qué no?
– ¿Que varias mangostas llegaron al bote salvavidas nadando en el Pacífico? Vamos, cuesta creerlo, ¿no dirían?
– No tanto como algunas de las cosas que hemos oído en las últimas dos horas. Tal vez las mangostas ya estuvieran dentro del bote salvavidas, igual que la rata que ha mencionado.
– Es asombroso la cantidad de animales que había en ese bote salvavidas.
– Muy asombroso.
– Toda una selva.
– Efectivamente.
– Son huesos de suricata. Haga que los examine un especialista.
– No quedaban muchos. Y no había ninguna cabeza.
– Las usé como cebo.
– Dudo que un experto sepa diferenciar los huesos de suricata de los de mangosta.
– Pues busque un zoólogo forense.
– De acuerdo, señor Patel. Usted gana. No sabemos explicar la presencia de huesos de suricata, si es que lo son, en el fondo del bote salvavidas. Pero eso no es lo que nos preocupa. Hemos venido porque un carguero japonés de la compañía naval Oika, con bandera panameña, se hundió en el Pacífico.
– Es algo que no olvido, ni por un instante. Perdí toda mi familia.
– Lo lamentamos mucho.
– No tanto como yo.
[SILENCIO LARGO]
SR. CHIBA: ¿Y ahora qué hacemos?
SR. OKAMOTO: No lo sé.
[SILENCIO LARGO]
PI PATEL: ¿Les apetece una galleta?
SR. OKAMOTO: Sí, gracias. Me apetece mucho.
SR. CHIBA: Gracias.
[SILENCIO LARGO]
SR. OKAMOTO: Hace un día estupendo.
PI PATEL: Sí. Hace sol.
[SILENCIO LARGO]
PI PATEL: ¿Es su primera vez aquí en México?
SR. OKAMOTO: Sí, efectivamente.
PI PATEL: La mía también.
[SILENCIO LARGO]
PI PATEL: De modo que no les gustó mi historia.
SR. OKAMOTO: Sí, nos ha gustado mucho, ¿verdad, Atsuro? La recordaremos durante mucho, mucho tiempo.
SR. CHIBA: Así es.
[SILENCIO]
SR. OKAMOTO: Pero a efectos de nuestra investigación, quisiéramos saber qué ocurrió de verdad.
– ¿Que qué ocurrió de verdad?
– Sí.
– Es decir, quieren que les cuente otra historia.
– Esto… no exactamente. Queremos saber qué ocurrió de verdad.
– ¿Y el hecho mismo de contar una historia no la convierte en un cuento?
– Esto… quizá en su idioma. Una historia narrada en japonés tendría un elemento de invención. Nosotros no queremos una invención. Queremos «datos concretos» como dirían ustedes.
– Quiero decir que el hecho de contar una historia, de emplear palabras, sean de mi idioma o del suyo, ¿no es en sí una invención? ¿El mero hecho de observar el mundo no es en sí una invención?
– Esto…
– A ver, el mundo no es sólo como lo vemos sino también como lo entendemos, ¿no? Y al entender una cosa, le añadimos algo, ¿no? ¿Eso no convierte a la vida en un cuento?
– ¡Ja, ja, ja! Es usted muy inteligente, señor Patel.
SR. CHIBA: ¿De qué está hablando?
– No tengo ni idea.
PI PATEL: ¿O sea que quieren palabras que reflejen la realidad?
– Sí.
– ¿Palabras que no contradigan la realidad?
– Eso es.
– Pero los tigres no contradicen la realidad.
– Por favor, más tigres no.
– De acuerdo. Ya sé lo que quieren. Quieren una historia que no les sorprenda. Que confirme lo que ustedes ya saben. Que no les haga mirar más alto, ni más lejos, ni de otro modo. Quieren una historia llana. Una historia inmóvil. Quieren facultad árida y ázima.
– Pues…
– Quieren una historia sin animales.
– ¡Sí!
– Sin tigres ni orangutanes.
– Correcto.
– Sin hienas ni cebras.
– Sin ellas.
– Sin suricatas ni mangostas.
– No las queremos.
– Sin jirafas ni hipopótamos.
– ¡Nos taparemos los oídos con los dedos!
– O sea que tenía razón. Lo que quieren ustedes es una historia sin animales.
– Queremos una historia sin animales que explique por qué se hundió el Tsimtsum.
– Vamos a ver. Voy a necesitar un momento.
– Por supuesto. Creo que por fin estamos avanzando. Esperemos que se deje de tonterías.
[SILENCIO LARGO]
– Bueno, les voy a contar otra historia.
– Perfecto.
– El buque se hundió. Hizo una especie de eructo gigantesco y metálico. Algunos objetos flotaron hasta la superficie y volvieron a desvanecerse. Me encontré nadando en medio del océano Pacífico. Nadé hacia el bote salvavidas. Fueron las brazadas más duras de mi vida. Tenía la sensación de que no estaba avanzando. Tragué mucha agua salada. Estaba congelado y me estaba quedando sin fuerzas. No hubiese llegado si no fuera porque el cocinero me tiró un salvavidas y me arrastró hacia el bote. Me subí como pude al bote y me desplomé.
«Sobrevivimos cuatro. Mi madre se agarró a unos plátanos y nadó hacia el bote. El cocinero ya estaba a bordo, y el marinero también.
»Se comió las moscas. El cocinero, me refiero. No llevábamos ni un día en el bote salvavidas; la comida y el agua que teníamos nos durarían semanas; no teníamos ninguna razón que nos hiciera sospechar que no nos rescatarían en breve. Pero allí estaba, dando manotazos para coger las moscas y comérselas con glotonería. Enseguida se convirtió en el mismísimo demonio de la gula. Nos insultó, diciéndonos que éramos idiotas e imbéciles por no disfrutar del festín. Nos sentimos ofendidos y asqueados, pero disimulamos. De hecho, fuimos muy educados. Era un desconocido y un extranjero. Mi madre sonrió, negó con la cabeza y levantó una mano para rechazar la oferta. Era un ser repugnante. Un vertedero tendría más criterio que la boca de ese hombre. También se comió la rata. La despedazó y la secó al sol. Yo… bueno, para ser sincero, yo también comí un trocito muy pequeño cuando mi madre no estaba mirando. Tenía tanta hambre. Era un animal, ese hombre, malhumorado e hipócrita.
»E1 marinero era joven. En realidad, era mayor que yo. Debía de tener veintitantos, pero se rompió la pierna cuando saltó al bote salvavidas y el dolor lo convirtió en niño. Era hermoso. No tenía vello facial y tenía el cutis fino y radiante. Y tenía unas facciones muy elegantes: la cara ancha, la nariz chata, los ojos achinados y plisados. Parecía un emperador chino. ¡Sufrió tanto! Fue espantoso. No hablaba ni una palabra que no fuera en chino. Ni siquiera sabía decir «sí», ni «no», ni «hola» ni «gracias». No entendimos nada de lo que nos estaba diciendo. Debió de sentirse muy solo. Cuando lloraba, mi madre le sostenía la cabeza en el regazo y yo le cogía la mano. Fue tan, tan triste. Estaba sufriendo y no pudimos hacer nada.