Paseaba con ella por el Jardín Neskuchni y le gustaba mirarla, le gustaba que ella, sin equivocarse nunca, le comprendiera fácilmente, le conmovía la expresión infantil y atenta con que le escuchaba. Una vez que se despedían, él dejaba de pensar en ella. Después la recordaba caminando por la calle, y de nuevo la olvidaba.
Y ahora, ahora había sentido que ella nunca dejaba de estar a su lado, sólo había tenido la impresión de que no estaba. Siempre estaba con él, incluso cuando no pensaba en ella: no la veía, no la recordaba, pero ella continuaba estando ahí. Cuando no pensaba en ella tenía la sensación de que ella estaba en otra parte y no se daba cuenta de que sufría constantemente por su ausencia. Pero hoy, justo en este día que se comprendía profundamente a sí mismo y a las personas cuya vida transcurría a su lado, al observar con atención su cara, se le habían revelado sus sentimientos hacia Maria Ivánovna. Al verla se sintió feliz, porque la constante y abrumadora sensación de su ausencia había desaparecido de golpe. Se sentía aliviado porque estaba con él y había dejado de sufrir inconscientemente por no tenerla a su lado. En los últimos tiempos se sentía siempre solo. Sentía su soledad cuando hablaba con su hija, con los amigos, con Chepizhin, con su mujer. Pero le había bastado con ver a Maria Ivánovna para que su soledad se diluyera.
Este descubrimiento no le sorprendió: era natural, indiscutible. ¿Cómo era posible que un mes, dos meses antes, cuando todavía vivían en Kazán, no hubiera comprendido una cosa tan sencilla e incontestable?
Y, naturalmente, el día que había sentido su ausencia con especial intensidad, los sentimientos disimulados en lo más profundo de su alma habían salido a flote y se habían vuelto conscientes. Y como era imposible ocultar lo que le pasaba, enseguida, en la entrada, frunciendo el ceño y mirándola, dijo:
– Tenía todo el rato la impresión de tener un hambre canina y no dejaba de mirar la puerta, como si esperara que me llamaran para la comida; pero, por lo visto, esperaba la llegada inminente de Maria Ivánovna. Ella no dijo nada, como si no le hubiera oído, y entró en la sala.
Se sentó en el diván al lado de Zhenia, a la que acababa de conocer, y Víktor Pávlovich deslizó la mirada ora sobre la cara de Zhenia, ora sobre la cara de María Ivánovna y luego sobre la de Liudmila.
¡Qué bellas eran las hermanas! Aquel día la cara de Liudmila Nikoláyevna parecía más hermosa que de costumbre. La severidad que a menudo la afeaba se había desvanecido y sus grandes ojos claros miraban con dulzura, tristes.
Zhenia se atusó el cabello; sentía sobre sí la mirada de María Ivánovna, que le dijo:
– Perdone, Yevguenia Nikoláyevna, pero no imaginaba que una mujer pudiera ser tan bella. Nunca he visto una cara como la suya.
Después de decir estas palabras, se ruborizó. -Mashenka, mira sus manos, sus dedos -dijo Liudmila Nikoláyevna-, y el cuello, el cabello.
– Y las ventanas de la nariz-dijo Shtrum.
– ¿Me tomáis por un caballo, o qué? -protesto Zhenia-. ¡Como si me importara mucho!
– El forraje no va al caballo -sentenció Shtrum, y aunque no estaba del todo claro qué significaban esas palabras, suscitaron la risa general.
– Vitia, ¿tienes hambre? -dijo liudmila Nikoláyevna.
– Sí, sí; no, no -dijo, y vio que Maria Ivánovna se ruborizaba. Entonces comprendió que había oído las palabras que le había dicho en la entrada.
Estaba sentada como un gorrión, toda gris, delgada, con el cabello peinado como una maestra de escuela y la frente abombada, con una chaqueta de punto remendada en los codos, y cada palabra que salía de su boca le parecía a Shtrum el colmo de la inteligencia, de la delicadeza, de la bondad; cada movimiento expresaba gracia, dulzura.
No habló de la reunión del Consejo Científico; se interesó por Nadia, pidió a Liudmila Nikoláyevna que le prestara La montaña mágica de Mann, preguntó a Zhenia sobre Vera y su hijito, y qué contaba en sus cartas Aleksandra Vladímirovna desde Kazán.
A Shtrum le llevó un rato comprender que Maria Ivánovna le había dado a la conversación el giro necesario. Era como si subrayara que no había ninguna fuerza capaz de impedir a los hombres seguir siendo hombres, que el poderoso Estado es incapaz de invadir la esfera de los padres, los hijos, las hermanas, y que en ese día fatídico, su admiración por las personas con las que ahora estaba sentada se manifestaba también en el hecho de que su victoria les daba el derecho a hablar no de lo que era impuesto desde el exterior sino de lo que existía en el interior, dentro de cada ser humano.
Lo había intuido con acierto, y mientras las mujeres hablaban de Nadia y el bebe de Vera, él guardaba silencio, sintiendo que la luz que se había encendido en su interior ardía tímidamente, calida, sin vacilar, sin palidecer.
Le parecía que el encanto de Maria Ivánovna cautivaba a Zhenia. Liudmila Nikoláyevna fue a la cocina y Maria Ivánovna se levantó para ir a ayudarla.
– Qué mujer tan encantadora -dijo Shtrum con aire soñador.
Zhenia le llamo burlonamente, trayéndole de vuelta a la realidad:
– ¿Vitka? ¡Eh, Vitka!
Se quedó desconcertado ante aquel apelativo inesperado (hacía mas de veinte años que nadie le llamaba Vitka).
– ¡La joven dama está enamorada de ti como una gata! -dijo Zhenia.
– ¡Vaya tontería! -replicó él-. ¿Y por qué «joven dama»? No tiene nada de dama. Liudmila nunca ha tenido amigas, pero con Maria Ivánovna ha hecho buenas migas.
¿Y contigo? -preguntó Zhenia en tono de broma.
– Estoy hablando en serio -dijo Shtrum.
Al ver que se enfadaba, ella le miró riéndose.
– ¿Sabes qué, Zhénechka? ¡Vete al diablo! -exclamó Shtrum. Entretanto había llegado Nadia. Todavía en la entrada preguntó al instante:
– ¿Papá ha ido a arrepentirse?
Entró en la sala. Shtrum la abrazó y la besó.
Yevguenia Nikoláyevna miró a su sobrina con los ojos húmedos.
– No tiene ni gota de nuestra sangre eslava -dijo-. Es una auténtica chica judía.
– Son los genes de papá -respondió Nadia.
– Tú eres mi ojito derecho, Nadia -dijo Yevguenia Nikoláyevna-. Como Seriozha lo es para su abuela.
– No te preocupes, papá, nosotros te mantendremos -dijo Nadia.
– ¿Quién es nosotros? -preguntó Shtrum-. ¿Tu teniente y tú? Lávate las manos cuando vuelves de la escuela.
– ¿Con quién está hablando mamá?
– Con María Ivánovna.
– ¿Te gusta Maria Ivánovna? -preguntó Yevguenia Nikoláyevna.
– Para mí es la mejor persona en el mundo -dijo Nadia-. Me casaría con ella, si pudiera.
– Es buena, un ángel -apostilló con burla Yevguenia.
– ¿Y a ti, tía Zhenia? ¿No te gusta?
– No me gustan los santos, su santidad esconde la histeria -respondió Yevguenia Nikoláyevna-. Pretiero a 10 infames declarados.
– ¿Histeria? -preguntó Shtrum.