Выбрать главу

Cuando se quedaron solos, Darenski dijo: -Piotr Pávlovich, hay algo que no he acabado de comprender… Hace poco tiempo estaba-en las arenas de la región del Caspio. Me sentía muy deprimido. Parecía que había llegado el fin. Y mira lo que ha pasado ahora: hemos podido organizar esta fuerza fantástica, una fuerza ante la cual todo parecía inútil.

– ¡Y yo comprendo cada vez mejor y más claramente qué significa ser ruso! -dijo Nóvikov-. Somos fuertes y temerarios como lobos.

– ¡Una fuerza fantástica! -repitió Darenski-. Pero he aquí lo fundamentaclass="underline" los rusos conducidos por los bolcheviques encabezarán la humanidad y el resto es un detalle insignificante.

– Escucha una cosa -propuso Nóvikov-: ¿quieres que vuelva a formular la petición de tu traslado? Entrarías como subjefe de Estado Mayor. Combatiríamos juntos, ¿qué te parece?

– ¿Qué puedo decir? Gracias. ¿Y de quién sería el adjunto?

– Del general Neudóbnov. Según el reglamento, un teniente coronel desempeña las funciones de general.

– ¿Neudóbnov? ¿El que estuvo en el extranjero antes de la guerra? ¿En Italia?

– Exacto. El mismo. No es un Suvórov, pero por lo general se puede trabajar con él.

Darenski guardó silencio. Nóvikov le miró.

– Entonces, ¿cerramos el trato? -insistió.

Darenski se levantó el labio con un dedo y tiró un poco atrás la mejilla.

– ¿Ves las coronas? -preguntó-. En 1937 Neudóbnov me hizo saltar dos dientes durante un interrogatorio.

Se intercambiaron una mirada, guardaron silencio un rato, luego se miraron de nuevo.

Darenski dijo:

– Desde luego, es un hombre competente.

– Es verdad; no es un calmuco, es un ruso -dijo riendo Nóvikov, y de pronto gritó-: Bebamos, pero esta vez en serio, ¡a la rusa!

Darenski, por primera vez en su vida, bebió mucho, pero de no ser por las dos botellas de vodka vacías sobre la mesa, nadie habría notado que los dos hombres habían empinado el codo. Fue así como comenzaron a tutearse.

Nóvikov llenó los vasos por enésima vez y dijo:

– Bebe, no pares.

Esta vez el abstemio Darenski no se abstuvo de beber.

Hablaron de los primeros días de la guerra, del repliegue, de Bliújer y Tujachevski, de Zhúkov. Darenski habló sobre su interrogatorio y le explicó lo que quería saber el juez instructor.

Nóvikov, a su vez, le contó cómo había retrasado durante algunos minutos, en el inicio de la ofensiva, el avance de los tanques. Pero evitó mencionar que se había equivocado al juzgar la conducta de los comandantes de brigada. Hablaron de los alemanes; Nóvikov dijo que pensaba que el verano de 1941 le había endurecido para toda la vida, pero cuando le enviaron los primeros prisioneros, había ordenado que les alimentaran algo más decentemente y que transportaran a los heridos y aquellos con síntomas de congelación en camión hasta la retaguardia. Darenski observó:

– Tu comisario y yo hemos puesto como un trapo a los calmucos. ¡Hemos hecho bien! Es una lástima que no esté aquí tu Neudóbnov. Me hubiera gustado decirle unas cuantas palabras, ya lo creo.

– ¿Acaso no había gente de Kursk o de Oriol que se entendía con los alemanes? -preguntó Nóvikov-. Mira el general Vlásov; que yo sepa no es calmuco. Mi Basángov es un buen soldado. Pero Neudóbnov es un chequista, el comisario me ha hablado largo y tendido de él. No es un soldado. Nosotros los rusos venceremos, llegaremos a Berlín. Lo sé; los alemanes no nos pararán.

– Estoy al corriente de Neudóbnov, Yezhov y todo eso -dijo Darenski-, pero ahora hay una sola Rusia: la Rusia soviética. Y sé que aunque me rompieran todos los dientes, mi amor por Rusia no cambiaría. La amaré hasta el último aliento. Sin embargo, no haré de adjunto de una puta como ésa. No, camarada, ¿estamos de broma?

Nóvikov llenó los vasos de vodka y le animó:

– Venga, de un trago.

Luego añadió:

– ¿Quién sabe lo que pasará? Algún día estaré entre los malos.

Cambiando de tema dijo de improviso:

– El otro día pasó algo horrible:-le desgajaron la cabeza a un tanguista, pero él, muerto, continuaba apretando el acelerador y el tanque avanzaba. ¡Adelante, siempre adelante! Darenski repitió:

– Tu comisario y yo hemos maldecido a los calmucos, y ahora no se me va de la cabeza un viejo calmuco, ¿Cuántos años tiene Neudóbnov? ¿Y si fuéramos a hacerle una visita a donde está acantonado?

Nóvikov, con la lengua pastosa, dijo arrastrando las palabras:

– Tengo una gran alegría. La más grande de las alegrías. Sacó una fotografía de su bolsillo y se la tendió a Darenski. Este la observó durante un buen rato en silencio, y dijo:

– Una belleza, nada que objetar.

– ¿Una belleza? La belleza por sí sola no es nada, ¿comprendes? No se ama como yo la amo sólo por la belleza.

En la puerta apareció Veishkov, se quedó allí mirando fijamente con expresión interrogativa al comandante del cuerpo.

– Lárgate de aquí-ordenó despacio Nóvikov.

– Eh, ¿por qué le tratas así? Él sólo quería saber si necesitabas algo -dijo Darenski.

– Bueno, bueno, seré malo, seré un grosero, pero no hace falta que nadie me dé lecciones. Y además, teniente coronel, ¿por qué me tuteas? ¿Acaso es eso lo que dice el reglamento?

– ¡Así que ésas tenemos! -exclamó Darenski.

– Déjalo, no entiendes los chistes -dijo Nóvikov, y pensó que era una suerte que Zhenia no le viera borracho.

– No comprendo las bromas estúpidas -respondió Darenski.

Discutieron durante un largo rato y se reconciliaron sólo cuando Nóvikov le propuso acercarse hasta donde estaba Neudóbnov y molerle a palos. Al final no fueron a ninguna parte, pero continuaron bebiendo.

31

Aleksandra Vladímirovna recibió el mismo día tres cartas: dos de sus hijas y una tercera de su nieta Vera.

Todavía no había abierto los sobres, pero por la caligrafía ya había reconocido de quién eran. Sabía que las cartas no eran portadoras de buenas noticias.

La experiencia le había enseñado que los hijos no escriben a las madres para compartir alegrías.

Las tres le pedían que fuera a verlas: Liudmila a Moscú, Zhenia a Kúibishev y Vera a Leninsk. Y aquellas invitaciones confirmaron a Aleksandra Vladímirovna que la vida no era fácil para sus hijas y su nieta.

Vera escribía que los disgustos en el Partido y en el trabajo habían extenuado a su padre. Unos días antes había regresado a Leninsk desde Kúibishev, adonde había acudido por una convocatoria del Comisariado del Pueblo. Vera decía que ese viaje había agotado a su padre más que el trabajo que había desempeñado en la central eléctrica de Stalingrado durante la guerra. El caso de Stepán Fiódorovich no se había solucionado en Kúibishev; le habían ordenado que volviera a trabajar en la reconstrucción de la central eléctrica, pero le habían advertido que no sabían si le mantendrían el empleo en el Comisariado.

Vera había decidido trasladarse con su padre de Leninsk a Stalingrado; ahora los alemanes ya no disparaban, pero el centro de la ciudad todavía no había sido liberado. Las personas que habían visitado la ciudad decían que de la casa donde había vivido Aleksandra Vladímirovna sólo quedaba en pie un esqueleto de hormigón con el techo hundido. En cambio, el apartamento que Spiridónov ocupaba en la central eléctrica por su condición de director permanecía intacto; sólo se había desprendido el estucado y habían salido volando los cristales de las ventanas. En él se alojaban Stepán Fiódorovich, y Vera con su hijo.

Vera escribía acerca de su hijo, y a Aleksandra Vladímirovna le causaba un efecto extraño ver que su nieta Vera, casi una adolescente todavía, le contaba como una adulta, como toda una mujer, los cólicos de su niño, así como sus erupciones, su sueño inquieto, las alteraciones de su metabolismo. Todo lo que Vera debería haber escrito a su marido, a su madre, se lo escribía a su abuela. No tenía marido, no tema madre.