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Y de nuevo le costó conciliar el sueño. Tenía hambre. De la cocina le llegaba el olor a comida: la propietaria estaba friendo buñuelos de patata, oía el ruido de los platos de metal, la voz tranquila de Semión Ivánovich. ¡Dios mío, qué hambre tenía! ¡Qué asqueroso brebaje le habían dado de comer hoy en la cantina! Aleksandra Vladímirovna no se lo había acabado y ahora se arrepentía. La obsesión por la comida le embrollaba el resto de las ideas.

Al día siguiente, cuando llegó a la fábrica se encontró en la casilla de control con la secretaria del director, una mujer mayor, de rostro masculino y perverso,

– Pase a verme a la hora de la comida, camarada Sháposhnikova -dijo la secretaria.

Aleksandra Vladímirovna se sorprendió. ¿Era posible que el director hubiera respondido con tanta celeridad a su petición de traslado? No podía comprender por qué de repente sentía que se había quitado un peso de encima.

Mientras atravesaba el patio de la fábrica de pronto reflexionó y al instante dijo en voz alta:

– Ya estoy harta de Kazán, me vuelvo a casa, a Stalingrado.

32

Halb, el jefe de la policía militar, convocó en el cuartel general del 6° Ejército al comandante del regimiento Lenard.

Lenard se retrasaba. Una nueva orden de Paulus prohibía el uso de gasolina para el transporte particular. Todo el carburante estaba bajo la supervisión del jefe del Estado Mayor del ejército, el general Schmidt, que preferiría diez veces antes verte morir que firmar la concesión de cinco litros de gasolina. No había gasolina suficiente para los automóviles de los oficiales, y mucho menos para los mecheros de los soldados.

Lenard había tenido que esperar hasta la tarde, cuando el coche del Estado Mayor llevaba a la ciudad el correo de la policía militar.

El pequeño vehículo circulaba despacio sobre el asfalto cubierto de hielo. Por encima de los refugios y las chozas de primera línea, se elevaban en el aire gélido, sin un soplo de viento, humos semitransparentes. A lo largo de la carretera, en dirección a la ciudad, marchaban los heridos con las cabezas cubiertas con pañuelos y toallas, así como soldados que el alto mando desplazaba de la ciudad a las fábricas, con las cabezas también vendadas y los pies envueltos en trapos.

El chófer detuvo el coche cerca del cadáver de un caballo echado sobre el arcén y empezó a hurgar en el motor mientras Lenard observaba a unos hombres con barba larga, inquietos, que cortaban a golpes de machete la carne congelada. Un soldado se había metido ya entre las costillas del caballo y parecía un carpintero maniobrando entre los cabrios de un techo en construcción.

Al lado, en medio de las ruinas de una casa, ardía una hoguera y un perol negro reposaba sobre un trípode; a su alrededor había soldados con cascos, gorros, mantas, pañuelos, pertrechados con ametralladoras y granadas en los cinturones. El cocinero removía con una bayoneta el agua y los trozos de carne de caballo que salían a flote. Un soldado, sentado sobre el techo de un refugio, roía sin prisa un hueso que parecía una armónica increíble y gigantesca.

De improviso, el sol poniente iluminó el camino, la casa muerta. Las órbitas quemadas de las casas se llenaron de sangre helada; la nieve sucia del hollín de los combates, excavada por las garras de las minas, resplandeció como el oro; se iluminó también la caverna rojo oscuro de las entrañas del caballo muerto, y la ventisca de nieve en la carretera formó un torbellino de bronce.

La luz vespertina posee la propiedad de revelar la esencia de lo que está ocurriendo y de transformar las impresiones visuales en un cuadro, en historia, sentimiento, destino. Las manchas de barro y hollín, a la luz del sol poniente, hablaban con cientos de voces; con el corazón encogido uno comprendía la felicidad pasada, lo irreparable de las pérdidas, la amargura de los errores y el eterno encanto de la esperanza. Era una escena de la era de las cavernas. Los granaderos, la gloria de la nación, los constructores de la gran Alemania, habían sido expulsados del camino de la victoria.

Mientras miraba a aquellos hombres envueltos en trapos, Lenard entendió, con su instinto poético, que al extinguirse el crepúsculo desaparecían también las ilusiones.

En las profundidades de la vida había una fuerza ciega y obtusa.

¿Cómo era posible que la deslumbrante energía de Hitler, aliada con el poder amenazante de un pueblo que había impulsado las filosofías más avanzadas, hubiera acabado allí, en las orillas silenciosas del Volga congelado, en las ruinas, en la nieve sucia, en las ventanas inundadas del crepúsculo sangriento, en la humildad de los seres que contemplaban las volutas de humo alzándose sobre un perol de carne de caballo…?

33

En el cuartel general de Paulus, situado en el sótano de unos grandes almacenes incendiados, todo se desarrollaba según el orden establecido: los jefes ocupaban sus despachos, los oficiales de guardia redactaban informes sobre cualquier cambio de situación y sobre las acciones llevadas a cabo por los enemigos.

Los teléfonos sonaban, las máquinas de escribir crepitaban y, detrás de la puerta de contrachapado, se oía la risa de bajo del general Schenk, el jefe de la segunda sección del Estado Mayor. Sobre las baldosas de piedra rechinaban las rápidas botas de los ayudantes de campo. Cuando pasaba el comandante de las unidades blindadas de camino a su despacho, haciendo brillar su monóculo, en el pasillo perduraba la estela del perfume francés, que se mezclaba a ratos con el olor a humedad, a tabaco y a betún negro. Cuando por los estrechos pasillos de las oficinas subterráneas pasaba el comandante enfundado en su largo capote con cuello de piel enmudecían de inmediato las voces y el tecleo de las máquinas, y decenas de ojos observaban su cara pensativa de nariz aguileña. Paulus continuaba con los mismos hábitos: empleaba el mismo tiempo después de las comidas para fumarse un cigarrillo y conversar con el jefe del Estado Mayor del ejército, el general Schmidt. Con la misma arrogancia plebeya, infringiendo las leyes y el reglamento, el suboficial radiotelegrafista pasaba por delante del coronel Adam, que bajaba los ojos, para irrumpir en el despacho de Paulus y extenderle un telegrama de Hitler con la nota: «Entregar en mano».

Pero esta continuidad sólo era aparente: en realidad, desde el día del cerco se habían producido numerosos cambios en la vida del Estado Mayor.

Estos cambios se percibían en el color del café que bebían, en las líneas de comunicación que se extendían hacia el oeste, hacia los nuevos sectores del frente; en las nuevas normas sobre el consumo de municiones, en el atroz espectáculo cotidiano de los aviones de carga Junkers que caían desintegrados cuando trataban de forzar el bloqueo aéreo. Un nuevo nombre, que eclipsaba a todos los demás, estaba en boca de todo el mundo: Manstein.

No tiene sentido enumerar todos estos cambios; son bastante obvios. Los que antes comían hasta la saciedad, ahora estaban constantemente hambrientos; las caras de los famélicos se habían vuelto de un color terroso. Los oficiales del Estado Mayor alemán habían cambiado también interiormente: los orgullosos y arrogantes se apaciguaron, los fanfarrones dejaron de jactarse, los optimistas empezaron a criticar al propio Führer y a dudar de la justicia de su política.