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Ellos hacían su trabajo, sin rabia, sin perder los estribos. Parecía que no le pegaban muy fuerte, pero los golpes eran tremendos, como un insulto repugnante dejado caer con frialdad.

Comenzó a manar sangre de la boca de Krímov, a pesar de que no había recibido ni un solo golpe en los dientes, y aquella sangre no procedía de la nariz, ni de la mandíbula, ni de un mordiscoen la lengua, como en Ájtuba… Aquélla era sangre profunda, que salía de los pulmones. Ya no recordaba dónde estaba, no recordaba con quién estaba… Encima de él apareció de nuevo la cara del juez instructor.

Señaló con el dedo el retrato de Gorki que colgaba en la pared sobre el escritorio y preguntó:

– ¿Qué dijo el gran escritor proletario Maksim Gorki?

Y en tono pedagógico y persuasivo se respondió a sí mismo:

– Si el enemigo no se rinde, hay que aniquilarlo.

Después vio la lámpara en el techo y a un hombre con charreteras estrechas.

– Muy bien, puesto que la medicina lo permite -dijo el juez instructor-, se acabó el descanso. Krímov se encontró enseguida sentado de nuevo ante la mesa escuchando argumentos persuasivos:

– Podemos seguir así una semana, un mes, un año… Simplifiquemos las cosas: aunque usted no sea culpable de nada, firmará lo que yo le diga. Después no volverán a pegarle. ¿Está claro? Tal vez la OSO le condene, pero no le golpearán más. ¡Que no es poco! ¿Cree que me gusta que le peguen? Le dejaremos dormir. ¿Queda claro?

Pasaban las horas y la conversación continuaba. Parecía que ya nada podía desconcertar a Krímov, sacarle de su sopor.

Sin embargo, al escuchar el nuevo discurso del juez instructor, entreabrió sorprendido la boca y levantó la cabeza.

– Todo esto pertenece al pasado, podemos olvidarlo -dijo el juez instructor, señalando la carpeta de Krímov-; pero lo que no podemos olvidar es que usted ha traicionado a la patria durante la batalla de Stalingrado. Tenemos testigos, documentos que le imputan. Usted ha trabajado con el fin de socavar la conciencia política de la casa 6/1.

Usted incitó a la traición a Grékov, un patriota, intentando convencerle de que se pasara al bando enemigo. Usted ha traicionado la confianza de sus superiores, la confianza del Partido que le envió en misión a aquella casa en calidad de comisario militar. Pero ¿cómo se comportó una vez allí? ¡Como un agente enemigo!

Al alba Nikolái Grigórievich fue golpeado de nuevo y tuvo la impresión de sumergirse en una tibia leche negra. De nuevo, el hombre con las charreteras estrechas asintió mientras secaba la aguja de la jeringuilla, y el juez instructor repitió:

– Bien, puesto que la medicina lo permite…

Estaban sentados el uno frente al otro. Krímov miró la cara extenuada de su interlocutor, y se asombró de su propia ausencia de rencor: ¿es posible que hubiera querido coger a aquel hombre de la corbata y estrangularlo? Ahora en Nikolái Grigórievich había surgido un sentimiento de intimidad con el juez instructor. La mesa ya no los separaba, sino que estaban sentados como dos camaradas dos hombres afligidos.

De repente a Krímov le vino a la cabeza aquel hombre al que habían fusilado mal y que, en una noche de otoño había regresado de la estepa a la sección especial del frente con la ropa interior ensangrentada.

«Ése es mi destino -pensó-. Yo tampoco sé adonde ir. Ya es demasiado tarde.»

Luego pidió ir al lavabo-

A su regreso había aparecido el capitán del día antes. Levantó la cortina de camuflaje apagó la lámpara y se encendió un cigarrillo.

Y Nikolái Grigórievich volvió a ver la luz del día, desapacible, como si no la proyectara el sol o el cielo, sino el ladrillo gris de la prisión interior.

44

Los catres estaban vacíos: sus vecinos habían sido trasladados o estaban siendo sometidos a interrogatorio.

Él yacía hecho añicos, inconsciente, cubierto de escupitajos por la vida, con un dolor insoportable en el lumbago y los riñones magullados.

En aquellas horas de amargura en que su vida se quebraba comprendió el valor del amor de una mujer. ¡Una mujer! Sólo ella puede querer a un hombre pisoteado por botas de hierro. Allí está él, cubierto de escupitajos, y ella le lava los pies, le desenreda el pelo, acaricia sus ojos que se han vuelto apáticos. Cuanto más le han destruido el alma, cuanto más repugnante se ha convertido y más despreciable es para el mundo, más querido es para ella. Ella corre detrás del camión, hace cola en Kuznetski Most, en la valla del campo; hace de todo para mandarle bombones, cebollas; en el hornillo de petróleo cocina galletas; daría años enteros de su vida sólo por verle media hora…

No todas las mujeres con las que te acuestas pueden ser tu mujer.

Su desesperación era tan lacerante que tuvo deseos de provocar la misma desesperación en otra persona.

Compuso mentalmente las líneas de una carta-. «Después de enterarte de lo ocurrido, te has alegrado no porque me hayan aplastado sino porque has llegado a tiempo de escaparte de mí, y bendices ese instinto de roedor que te ha permitido abandonar el barco antes de que se fuera a pique…, estoy solo…».

Le relampagueó la imagen del teléfono sobre la mesa del juez instructor…, aquel robusto animal que le golpea en los costados, bajo las costillas…, el capitán que levanta la cortina, apaga la luz…, y las hojas del expediente susurran, susurran, y aquel susurro le adormece…

De repente le pareció que un punzón curvo calentado al rojo vivo le perforaba el cráneo, y tuvo la impresión de que su cerebro desprendía un hedor a chamuscado: Yevguenia Nikoláyevna le había denunciado!

«¡De mármol! ¡De mármol!» Aquellas palabras que le habían dicho una mañana en Známenka, en el despacho del presidente del Consejo Militar Revolucionario de la República… El hombre de barba puntiaguda y lentes de resplandecientes cristales había leído el artículo de Krímov y le hablaba en voz baja y afectuosa. Ahora se acordaba: por la noche le había contado a Zhenia que el Comité Central le había llamado al Komintern para confiarle el encargo de la redacción de obras para la editorial Politizdat. Porque hubo un tiempo en el que había sido un ser humano. Y le había explicado que Trotski, después de leer su artículo «Revolución o reforma: China y la India», había dicho: «Es puro mármol».

Esas palabras habían sido dichas en una conversación intima y nunca se las había repetido a nadie excepto a Zhenia. Por tanto el juez instructor tenía que haberlas oído de sus labios. Ella le había denunciado.

Ahora ya no sentía las setenta horas pasadas en vela, no podía dormir más. ¿La habían obligado? Pero ¿había alguna diferencia? «Cantaradas, Mijaíl Sídorovich, ¡soy un hombre muerto! Me han matado. No con la bala de una pistola, ni con la fuerza de los puños, ni con la tortura del sueño. Me ha matado Zhenia. Confesaré lo que queréis, lo reconoceré todo. Con una sola condición: confirmadme que ha sido ella quien me ha denunciado.»

Se deslizó de la cama y comenzó a golpear con el puño contra la puerta, gritando:

– Que me lleven ante el juez instructor, lo firmaré todo.

El oficial de servicio se acercó y dijo:

– Deje de montar escándalo, prestará declaración cuando le llamen.

No podía estar solo. Se sentía mejor, más ligero, cuando le pegaban, cuando perdía el conocimiento… Puesto que la medicina lo permite…

Volvió cojeando hasta el catre, y justo cuando parecía que ya no podría soportar más tiempo ese tormento en el alma, cuando parecía que el cerebro le estaba a punto de estallar y que mil agujas se le clavaban en el corazón, en la garganta, en los ojos, lo comprendió: ¡Zhénechka no había podido traicionarle! Tuvo un acceso de tos y le recorrió un temblor.

– Perdóname, perdóname. No era mi destino vivir feliz contigo; yo soy el culpable de todo esto, no tú.

Y de pronto le invadió un sentimiento maravilloso. Probablemente era la primera persona que experimentaba esa sensación en aquel edificio desde el momento en que Dzerzhinskí había puesto un pie dentro.