Luego Nóvikov llamó a su vecino de la izquierda, el comandante de la división de artillería. Éste declaró que sin una orden del cuartel general no se movería ni un palmo. Nóvikov comprendía perfectamente su punto de vista: no quería ser relegado a un papel auxiliar proporcionando apoyo a los tanques; quería tener un papel principal.
Apenas había colgado el teléfono, recibió la visita del jefe del Estado Mayor.
Nóvikov nunca le había visto tan alterado e inquieto.
– Camarada coronel dijo-, he recibido una llamada del jefe del Estado Mayor del Ejército del Aire. Se disponen a transferir nuestro soporte aéreo al flanco izquierdo del frente.
– ¿Es que se han vuelto locos? -gritó Nóvikov.
– Es muy sencillo -observó Neudóbnov-, alguien no quiere que nosotros seamos los primeros en entrar en Ucrania. Son muchos los que aspiran a la Orden de Suvórov o de Bogdán Jmelnitski.
Sin cobertura aérea no nos queda otra opción que detenernos.
– Ahora mismo telefonearé al comandante -dijo Nóvikov.
Pero no logró contactar con Yeremenko, puesto que había salido para el ejército de Tolbujin. El segundo jefe, al que Nóvikov había vuelto a llamar, de nuevo prefirió no tomar ninguna decisión.
Se limitó a manifestar su asombro porque Nóvikov no hubiera partido todavía a inspeccionar las unidades.
Nóvikov replicó al segundo jefe:
– Camarada teniente general, ¿cómo es que, sin previo aviso, se ha decidido quitar toda cobertura aérea al cuerpo que más ha avanzado hacia el oeste?
– El alto mando está más capacitado para decidir cuál es la mejor manera de utilizar la aviación -respondió irritado el adjunto de Yeremenko-. Su cuerpo no es el único que participa en el ataque.
– ¿Y qué les diré a mis hombres cuando empiecen a lloverles palos del cielo? ¿Con qué les cubro, con vuestras instrucciones?
El segundo jefe, en lugar de perder la calma, adoptó un tono conciliador:
– Póngase en camino hacia las brigadas, yo informaré de la situación al comandante.
En cuanto Nóvikov colgó el auricular, entró Guétmanov; se había puesto ya el capote y el gorro alto de piel. Al verle, abrió los brazos en señal de asombro. -Piotr Pávlovich, pensaba que ya te habías ido. -Después añadió con tono suave y afectuoso-: Nuestra retaguardia se ha rezagado, y el oficial al cargo dice que no se deben utilizar los camiones y malgastar el escaso carburante en transportar a alemanes heridos. Lanzó una mirada elocuente a Nóvikov.
– Después de todo, no somos una sección del Komintern, somos un cuerpo de tanques.
– ¿Qué tiene que ver el Komintern aquí?-preguntó Nóvikov.
– Váyase, váyase, camarada coronel -le suplicó Neudóbnov-. Cada minuto es valioso. Haré todo lo que esté en mi mano para lograr un acuerdo con el Estado Mayor del frente.
Desde su conversación nocturna con Darenski, Nóvikov observaba muy de cerca los pasos del jefe del Estado Mayor, vigilaba sus movimientos, el tono de su voz.
«¿Es posible que se trate de la misma mano?», pensaba cuando Neudóbnov cogía una cuchara, pinchaba un trozo de Pepinillo en salmuera con el tenedor o cogía el teléfono, un lápiz rojo, unas cerillas.
Pero ahora, Nóvikov no miraba la mano de Neudóbnov. Nunca había visto a Neudóbnov tan amable y solícito, tan encantador.
Neudóbnov y Guétmanov estaban dispuestos a vender su alma al diablo para que el cuerpo de tanques fuera el primero en franquear la frontera de Ucrania, para que sus brigadas continuaran su avance hacia el oeste sin más demora.
Estaban dispuestos a correr cualquier riesgo. Sólo había una cosa que no querían arriesgar: asumir la responsabilidad en un eventual fracaso.
Nóvikov, muy a su pesar, había sucumbido a esa fiebre: también él deseaba transmitir por radio al frente que las tropas avanzadas del cuerpo habían sido las primeras en cruzar la frontera de Ucrania. Este acontecimiento no tenía ninguna importancia desde el punto de vista estratégico y no ocasionaría un daño significativo al enemigo. Pero Nóvikov lo deseaba, lo deseaba por la gloria militar, por las condecoraciones, las felicitaciones de Yeremenko, los elogios de Vasilievski, por oír su nombre por la radio en la orden del día de Stalin, por el rango de general y la envidia de sus colegas. Nunca antes tales sentimientos e ideas habían determinado sus actos, pero tal vez precisamente por eso, ahora se habían revelado con tanta fuerza.
En esa ambición no había nada censurable. Como en Stalingrado, como en 1941, el frío era implacable; como entonces el cansancio quebraba los huesos del soldado; como entonces la muerte era aterradora. Pero ahora se respiraba algo diferente en el aire.
Y Nóvikov, que todavía no se daba cuenta, se sorprendía de estar de acuerdo por primera vez con Guétmanov y Neudóbnov; no se sentía irritado ni ofendido, deseaba espontáneamente lo mismo que querían ellos.
Sí sus tanques avanzaban más rápido, los ocupantes serían expulsados unas horas antes de decenas de pueblos ucranianos, y él se alegraría al ver las caras de emoción de ancianos y niños, se le saltarían las lágrimas cuando una vieja campesina le abrazara y besara como a su propio hijo. Pero al mismo tiempo se estaban gestando nuevas pasiones; en el espíritu de las tropas se había afianzado una nueva dirección. Lo que había sido crucial en las batallas libradas en Stalingrado y durante 1941, aunque continuaba existiendo, se había vuelto secundario.
El primero en comprender el misterio de esta mutación en la guerra fue el hombre que el 3 de julio de 1941 habla pronunciado: «Camaradas, hermanos y hermanas, amigos míos…».
Era extraño: aunque compartía la excitación de Guétmanov y de Neudóbnov, que le hostigaban para ponerse en camino, Nóvikov seguía postergando su partida. Sólo cuando se encontraba ya en el interior del coche, comprendió cuál era el motivo: esperaba a Zhenia.
Hacía más de tres semanas que no recibía cartas de Yevguenia Nikoláyevna. Cada vez que regresaba de la inspección de las unidades, miraba la entrada del Estado Mayor con la esperanza de que Zhenia estuviera esperándole. Ella se había convertido en parte de su vida. Estaba a su lado cuando hablaba con el comandante de brigada, cuando le llamaban al teléfono del Estado Mayor del frente, cuando se acercaba a primera línea y las explosiones hacían temblar su tanque como un joven caballo.
Cuando le contaba anécdotas de su infancia a Guétmanov le parecía estar contándoselas a ella. A veces se decía: «Apesto a vodka. Zhenia se dará cuenta». Otras veces se sorprendía pensando: «¡Ay, si ella me viera!». Se preguntaba con inquietud qué pensaría ella si supiera que había mandado a un mayor ante el tribunal militar.
Entraba en el puesto de observación de primera línea y entre las nubes de tabaco y las voces délos telefonistas, entre los disparos y los estallidos de las bombas, de repente se deslizaba en su mente el pensamiento de Zhenia…
A veces sentía celos de su pasado y se entristecía. Otras, soñaba con ella y, desvelado, no lograba conciliar el sueño.
En algunos momentos tenía la impresión de que su amor duraría para siempre; en otros, le asaltaba el temor de volver a quedarse solo.
Ya en el coche, se volvió a mirar la carretera que conducía al Volga. Estaba desierta. Después montó en cólera: tendría que haber llegado hace tiempo. ¿Es que se había puesto enferma? Y recordó de nuevo cuando, en 1939, quiso pegarse un tiro al enterarse de que se había casado. ¿Por qué la amaba? Había tenido mujeres tan buenas como ella. No sabía si era la felicidad o una enfermedad pensar en una persona de una manera tan obsesiva. Era bueno que no hubiera tenido ninguna aventura con alguna chica del Estado Mayor. Ella vendrá, y no habría nada que ocultar. A decir verdad había cometido un desliz hacía tres semanas. ¿Y si Zhenia, durante el viaje, se detenía a pasar allí la noche, en aquella isba del pecado, y la joven ama de casa charlando con Zhenia le describía así: «Un hombre espléndido, el coronel…»? Qué disparates se le pasan a uno por la cabeza.