Unos segundos más tarde buscó refugio de nuevo en el odio:
«Claro, claro, cuando yo no era más que un mayor que vagaba por las guarniciones de Nikolsk-Ussuríiski, no quería; sólo se decidió cuando me ascendieron de rango; quería convertirse en la esposa de un general. Todas las mujeres son iguales». Al instante vio con claridad que esos pensamientos carecían de sentido. Le había abandonado y había vuelto con un hombre que sería enviado a un campo, a Kolymá, qué ventaja podía sacar ella de eso… «Las mujeres rusas, los versos de Nekrásov… No me ama, le ama a él… No, no le ama, le compadece, sólo le compadece. ¿Y a mi no me compadece? Ahora yo estoy peor que todos ellos juntos: los que están presos en la Lubianka y en todos los campos, en todos los hospitales con los brazos y las piernas mutilados. Muy bien, me iré a un campo; ¿a quién, elegirás entonces? ¡A él! Sois de la misma raza, mientras que yo soy un extraño. Así me llamaba ella: extraño, un perfecto extraño. Claro, aunque me convirtiera en mariscal, yo siempre seré un campesino, un minero, pero no un intelectual; no le encuentro ni pies ni cabeza a la pintura… En voz alta, con odio, preguntó:
– Pero ¿por qué? ¿Por qué?
Sacó del bolsillo trasero la pistola y la sopesó en la palma de la mano.
– Me mataré, pero no porque no pueda seguir viviendo, sino para que sufras toda tu vida, para que a ti, puta, te remuerda la conciencia.
Luego volvió a poner la pistola en su sitio.
– Dentro de una semana me habrá olvidado.
¡Era él quien tema que olvidar, no recordar más, no mirar atrás!
Se acercó a la mesa y releyó la carta'. «Pobrecito mío, querido, amor…». Lo más temible no eran las palabras crueles, sino las cariñosas, las compasivas, las humillantes. Le resultaban totalmente insoportables, hasta el punto de que no podía respirar.
Recordó sus pechos, sus hombros, sus rodillas. Ahí estaba, yendo a reunirse con su miserable Krímov. «¿Qué puedo hacer yo?» Viaja para verlo, soportando un calor sofocante, el hacinamiento. Alguien le pregunta y ella responde; «Voy a reunirme con mi marido». Y tiene los ojos dulces, mansos y tristes de un perro.
Él, en cambio, miraba por la ventana para ver si ella llegaba. Un temblor sacudió su espalda, resopló, dio un ladrido, se ahogó tratando de reprimir los sollozos que se le escapaban. Recordó que había ordenado que le trajeran de la intendencia del frente bombones de chocolate para ella; le había dicho en broma a Vershkov: «Si los tocas te arranco la cabeza».
Y de nuevo balbuceó:
– Mira, Zhénechka, mi amor, lo que has hecho conmigo; al menos apiádate un poco de mí.
Sacó bruscamente la maleta de debajo de la cama, cogió las cartas y las fotografías de Yevguenia Nikoláyevna, las que había llevado consigo durante tantos años; la fotografía que le había enviado en su última carta y la primera de todas, una fotografía pequeña, de carné, envuelta en papel de celofán, y se puso a romperlas con sus dedos grandes y fuertes. Hacía trizas las carras que le había escrito, y de repente fulguró una frase, y en un fragmento de esa frase aislada, en un trocito de papel, reconoció las palabras que había leído y releído decenas de veces, que le hacían perder la cabeza. Miraba cómo desaparecía la cara morían los labios, los ojos, el cuello en las fotografías rotas. Realizaba aquella operación a toda prisa, precipitadamente. De repente se sentía mejor, como si la arrancara de sí mismo, la pisoteara por completo, se liberara de aquella bruja.
Había vivido perfectamente sin ella. ¡Se sobrepondría! Dentro de un año pasaría por delante de ella sin que le diera un vuelco el corazón. «La necesito como un borracho necesita un corcho de botella.» Pero apenas formuló ese pensamiento, sintió la absurdidad de esa esperanza. Del corazón no se arranca nada, el corazón no es de papel y, en él, la vida no está escrita con tinta, no se puede romper en trozos, no se pueden borrar largos años que se han impreso en el cerebro, en el alma.
Ella era parte de su trabajo, de sus desgracias, de sus pensamientos, era testigo de su debilidad y su fuerza.
Y las cartas rotas no habían desaparecido; las palabras leídas decenas de veces perduraban en la memoria, y los ojos de ella le miraban como antes desde las fotografías rotas.
Abrió el armario, llenó hasta el borde un vaso de vodka, se lo bebió de un trago, encendió un cigarrillo, lo encendió una segunda vez aunque ya había prendido. El dolor le retumbaba en la cabeza, le abrasaba las entrañas.
Y de nuevo preguntó en voz alta:
– Zhénechka, pequeña, querida mía, ¿qué has hecho, qué has hecho? ¿Cómo has podido?
Luego metió los trocitos de papel en su maleta, devolvió la botella de vodka al armario y pensó:
«El vodka alivia un poco las penas».
Pronto los tanques entrarían en el Donbass, llegaría a su pueblo natal, encontraría el lugar donde descansaban sus progenitores. Su padre se sentiría orgulloso de su Petia, su madre se apiadaría de su desdichado hijito. Acabada la guerra, iría a casa de su hermano, viviría con su familia y su sobrina le preguntaría: Tío Petia, ¿ por qué estás tan callado»?
De repente recordó un episodio de su infancia: el perro lanudo que vivía con ellos había corrido tras una perra en celo y había vuelto cubierto de mordiscos, con mechones de pelo arrancados, la oreja desgarrada, la boca torcida, un ojo hinchado y estaba delante de la casa, con el rabo entre las piernas; el padre de Petia, mirándole, le preguntó con cariño:
– ¿Qué, te ha tocado ser el padrino de boda?
Sí, le había tocado…
Vershkov entró en la habitación.
– ¿Está descansando, camarada coronel?
– Sí, un poco.
Miró el reloj y pensó: «Detener el avance hasta las siete de mañana. Transmitir por radio un mensaje cifrado»,
– Voy a pasar revista de nuevo a las brigadas -le dijo a Vershkov.
El viaje rápido en coche le aligeró la opresión en el corazón. El chófer conducía el jeep a ochenta kilómetros por hora por una carretera en pésimas condiciones; el coche saltaba, traqueteaba, se cubría de barro.
Cada vez que el conductor se asustaba, le pedía con una mirada suplicante que le diera permiso para reducir la velocidad.
Entró en el cuartel general de la brigada de tanques.
¡Cómo había cambiado todo en pocas horas! Cómo había cambiado Makárov, como si hiciera años que no se hubieran visto.
Makárov, olvidando el reglamento, abrió los brazos en señal de desconcierto y dijo:
– Guétmanov acaba de transmitir una orden directa de Yeremenko: su decisión de hacer un alto ha sido anulada, debemos continuar el ataque.
52
Tres semanas más tarde el cuerpo de tanques de Nóvikov fue retirado de la primera línea del frente y pasó a la reserva. Era hora de reforzar los efectivos y reparar los carros. Los hombres y las máquinas estaban exhaustos después de haber recorrido cuatrocientos kilómetros en combate.
Al mismo tiempo que recibía la orden de pasar a la reserva, a Nóvikov también le ordenaron personarse en Moscú, en el Estado Mayor General y en la Dirección Central de los Cuadros Superiores. No estaba claro si volvería a asumir el mando del cuerpo.
Durante su ausencia el mando pasaría temporalmente a manos del general Neudóbnov. Algunos días antes el comisario de brigada Guétmanov había oído que el Comité Central del Partido había decidido retirarle en un futuro inmediato del servicio activo para confiarle el secretariado de un obkom en una provincia liberada del Donbass; el Comité Central concedía una especial relevancia a ese puesto.
La citación de Nóvikov en Moscú había dado mucho que hablar en el Estado Mayor del frente y en la Dirección de las Fuerzas Blindadas.
Algunos decían que la citación no tenía un significado especial y que Nóvikov, después de una breve estancia en Moscú, regresaría y asumiría el mando del cuerpo. Otros sostenían que el asunto tenía que ver con la desafortunada orden de Nóvikov de conceder diez horas de reposo a sus hombres en el punto álgido del ataque, y con el retraso que se había permitido antes de lanzar el cuerpo a la ofensiva. Otros consideraban que no había hecho buenas migas con el comisario del cuerpo y el jefe del Estado Mayor, dos hombres que contaban con grandes méritos.