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Hacía un mes que el joven Sagaidak estudiaba en la escuela de mortero y, para alborozo de sus padres, todavía no había hecho ninguna de las suyas; tenían esperanzas pero, en el fondo, se temían lo peor.

El segundo hijo de Sagaidak, Igor, con tan sólo dos años de edad había sufrido una parálisis y, a consecuencia de la enfermedad, quedó lisiado: se desplazaba con muletas, sus flacas piernecitas eran endebles. El pequeño Igor no podía ir a la escuela, eran los profesores los que iban a darle clases a casa. Era un alumno aplicado y trabajador.

No había en toda Ucrania, ni en Moscú, Leningrado o Tomsk, un solo neuropátologo eminente al que los Sagaidak pudieran consultar sobre Igor. No había ningún nuevo medicamento en el extranjero que Sagaidak no hubiera conseguido por medio de representaciones comerciales o embajadas. Sabía que podían reprocharle aquel amor excesivo, pero al mismo tiempo sabía que ése no era un pecado mortal. De hecho también él, tras conocer el fuerte sentimiento paterno de varios oficiales regionales, tenía en cuenta que las nuevas generaciones amaban de manera particularmente profunda a sus hijos. Sabía que le perdonarían por haber traído una curandera en avión desde Odessa para que visitara a Igor, así como por la hierba que se había hecho enviar a Kiev por un viejo sacerdote del Extremo Oriente en un paquete de correo especial.

– Nuestros líderes son personas especiales -dijo Sagaidak-. No me refiero al camarada Stalin, huelga decirlo, sino a sus colaboradores más estrechos… Ponen siempre al Partido por encima de sus sentimientos paternos.

– Sí, pero saben comprender; no pueden esperar de todos el mismo comportamiento -dijo Guétmanov y aludió a la severidad que manifestaba un secretario del Comité Central respecto al hijo, que había cometido una falta.

La conversación en torno a los niños prosiguió con un tono diferente, íntimo y sencillo. Al parecer, toda la fuerza interior de aquellos hombres, toda su capacidad de alegrarse dependía sólo de que las mejillas de sus Tániechkas o sus Vitalis estuvieran bien sonrosadas, de que les trajeran buenas notas de la escuela a medida que pasaban de curso.

Galina Teréntievna comenzó a hablar de sus hijas:

– Hasta los cuatro años la pequeña Svetlana estuvo enferma; tenía colitis continuas, la niña estaba extenuada. Y sólo le ha curado una cosa: manzana cruda rallada.

Guétmanov intervino:

– Hoy delante de la escuela me dijo: «En la escuela, a Zoya y a mí nos llaman las hijas de general». Zoya se puso a reír y la descarada me dijo: «Hija del general, vaya honor… A nuestra clase va la hija de un mariscaclass="underline" ¡eso sí que es algo!».

– Ya veis -dijo alegremente Sagaidak-, no es fácil contentarlos. Hace pocos días, Ígor me dijo: «Tercer secretario… no es nada del otro mundo».

Nikolái también habría podido contar muchas anécdotas divertidas sobre sus hijos, pero comprendía que sería una inconveniencia hablar de la inteligencia de sus hijos mientras se hablaba de la de Ígor y las hijas de Guétmanov.

Maschuk, pensativo, dijo:

– Nuestros padres en el campo no trataban con tantos miramientos a sus hijos.

– Y no por ello los querían menos -dijo el hermano de la anfitriona.

– Los querían, por supuesto, pero bien que les zurraban, o a mí por lo menos.

Guétmanov añadió:

– Me acuerdo de que mi difunto padre partió a la guerra en 1915. No os riáis, alcanzó el grado de suboficial, fue condecorado dos veces con la cruz de San Jorge. Mi madre lo equipó: le metió en el petate un jersey, una camiseta, unos calcetines, huevos cocidos y panecillos, mientras mi hermana y yo estábamos acostados en la cama y lo vimos, al alba, sentarse a la mesa por última vez. Fue a buscar una tina de agua, que se encontraba en el zaguán, y cortó leña. Mi madre siempre se acordaba.

Miró el reloj y dijo:

– Oh…

– Mañana es el día -dijo Sagaidak y se levantó.

– El avión sale a las siete.

– ¿Desde el aeropuerto civil? -preguntó Maschuk. Guétmanov asintió.

– Mejor -dijo Nikolái Teréntievich y se levantó también él-. El militar se encuentra a quince kilómetros.

– ¿Qué importancia tiene eso para un soldado? -dijo Guétmanov.

Empezaron a despedirse, hacer ruido, reírse, abrazarse, y cuando los invitados ya estaban en el pasillo con el abrigo y los sombreros puestos, Guétmanov dijo:

– El soldado puede acostumbrarse a todo, a calentarse con humo y afeitarse con una lezna. Pero hay algo a lo que nunca puede habituarse: a vivir separado de los hijos.

Y por su voz, la expresión de la cara y las miradas de los que se iban, era evidente que ya no bromeaban.

22

Por la noche, Dementi Trífonovich, en uniforme, escribía sentado a la mesa. Su mujer, en bata, sentada a su lado, seguía con la mirada su mano. Él dobló la carta y dijo:

– Va dirigida al director sanitario regional en caso de que necesites un tratamiento especial o tengas que salir de la ciudad para una consulta. Tu hermano se ocupará del permiso y el médico te extenderá un certificado.

– ¿Has escrito la autorización para recibir el cupo de raciones? -preguntó la mujer.

– No es necesario -respondió él-. Basta con que telefonees al responsable del obkom o, mejor todavía, a Puzichenko directamente, él se ocupará de todo.

Ordenó la pila de cartas que había escrito, las autorizaciones y notas, y concluyó:

– Bueno, me parece que esto es todo.

Permanecieron en silencio.

– Tengo miedo por ti, mi amor -dijo la mujer-. Te vas a la guerra.

Él se levantó.

– Cuida de ti y de los niños. ¿Has metido el coñac en la maleta?

– Sí, sí. ¿Te acuerdas de hace dos años, antes de volar a Kislovodsk? Escribiste las autorizaciones al amanecer, exactamente igual que hoy.

– Ahora los alemanes están en Kislovodsk -dijo Guétmanov.

Después deambuló por la habitación, aguzando el oído.

– ¿Están durmiendo?

– Claro que están durmiendo -respondió Calina Teréntievna.

Fueron a la habitación de los niños. Era extraordinario cómo aquellas dos figuras corpulentas y recias se movían en la penumbra sin hacer el menor ruido. Sobre la blanca tela de la almohada resaltaban las cabezas oscuras de los niños dormidos. Guétmanov se detuvo a escuchar su respiración.

Se llevó la mano al pecho, ante el temor de que los violentos latidos de su corazón perturbaran su sueño. Allí, en la penumbra, le embargó un sentimiento profundo y angustioso de ternura, inquietud y piedad hacia aquellos niños. Le entraron unas ganas locas de abrazar a su hijo, a sus hijas, de besar sus caras soñolientas. Estaba abrumado por una ternura impotente, un amor incontrolado; se sentía perdido, turbado, débil.

No le asustaban ni le agitaban los pensamientos de la nueva responsabilidad que debía asumir. Con frecuencia había tenido que emprender nuevos trabajos y nunca le había costado encontrar la línea correcta que seguir. Sabía que lo mismo ocurriría con el cuerpo de tanques.

Pero ¿qué hacer para reconciliar la férrea austeridad con la ternura, con el amor que no sabe de leyes ni líneas del Partido?

Miró a su mujer, que apoyaba la mejilla sobre la mano, como una campesina. En la penumbra su cara parecía más delgada, joven, tal como era la primera vez que habían ido al mar, poco después de casarse, a la casa de reposo «Ucrania», justo a la orilla del mar.

Bajo la ventana sonó un ligero toque de claxon: era el automóvil del obkom. Guétmanov se volvió una vez más hacia los niños y abrió los brazos, expresando con ese gesto toda su impotencia ante un sentimiento que no podía dominar.

En el pasillo, después de las palabras y los besos de despedida, se puso la pelliza y el gorro alto de piel, esperando a que el chófer se hiciera cargo de las maletas.

– Ya está -dijo; y de repente se quitó el gorro, dio un paso en dirección a su mujer y la abrazó de nuevo.