A menudo Zhenia escuchaba sus juicios literarios que no concordaban en absoluto con los de sus contemporáneos. Situaba a Fet por encima de Pushkin y Tiútchev. Nadie en Rusia conocía a Fet como él, y probablemente el propio Fet al final de su vida no recordaba de sí mismo todo lo que sabía de él Vladimir Andréyevich.
Consideraba a Lev Tolstói demasiado realista y, aunque reconocía la poesía que había en su obra, no lo apreciaba. Valoraba a Turguéniev, pero opinaba que su talento era superficial en exceso. De la prosa rusa lo que más le gustaba era Gógol y Leskov.
Estimaba que Belinski y Chernishevski eran los primeros que habían asestado un golpe mortal a la poesía rusa.
Además le había dicho a Zhenia que, aparte de la poesía rusa, había tres cosas que amaba en el mundo, y las tres comenzaban por «s»: sacarosa, sueño y sol.
– ¿Acaso moriré sin ver ni uno solo de mis poemas publicados? -preguntaba él.
Una tarde, al volver del trabajo, Yevguenia Nikoláyevnase encontró a Limónov. Caminaba por la calle con el abrigo desbotonado y una bufanda clara a cuadros colgándole del cuello, y se apoyaba sobre un bastón nudoso. Aquel hombre recio tocado con una aristocrática shapka de castor destacaba de manera extraña entre la muchedumbre de Kúibishev.
Limónov acompañó a Zhenia hasta casa y, cuando ella lo invitó a subir para tomar un té, le dijo mirándola con atención a los ojos:
– Se lo agradezco, a decir verdad me debe al menos medio litro por el permiso de residencia. -Y respirando pesadamente, comenzó a subir por la escalera.
Limónov entró en la pequeña habitación de Zhenia y dijo:
– Ejem, aquí no hay demasiado espacio para mi cuerpo, pero quizá sí que lo haya para mis pensamientos.
De repente se puso a hablar con ella en un tono de voz poco natural y comenzó a exponerle sus teorías sobre el amor y las relaciones sexuales.
– ¡Es avitaminosis, avitaminosis espiritual! -exclamó con afán-. ¿Comprende? Es un hambre tan poderosa como la que experimentan los toros, las vacas, los ciervos cuando están carentes de sal. Aquello que yo no tengo, aquello que no tienen mis allegados, mi mujer, lo busco en el objeto de mi amor. ¿Lo comprende? La esposa de un hombre es la causa de la avitaminosis. Y el hombre anhela encontrar en su amada aquello que durante años, durante décadas, no ha encontrado en su mujer. ¿Lo entiende?
La tomó de la mano y se puso a acariciarle la palma, después la espalda, le rozó el cuello, la nuca.
– ¿Me comprende? -repetía con voz insinuante-. Es todo muy sencillo. ¡Avitaminosis espiritual!
Zhenia seguía con ojos divertidos e incómodos cómo aquella gran mano blanca, con uñas bien cuidadas, se desplazaba ligeramente de la espalda al pecho, y le dijo:
– Por lo visto, la avitaminosis puede ser tanto física como espiritual. -Y con la voz aleccionadora propia de una profesora de primer curso, añadió-: Deje de manosearme, no debe hacerlo.
La miró estupefacto y, en lugar de incomodarse, se echó a reír. Y ella se puso a reír también con él.
Mientras tomaban té y hablaban del pintor Sarián llamaron a la puerta. Era Sharogorodski.
El nombre de Sharogorodski le resultaba familiar a Limónov por algunas notas manuscritas y correspondencia que se guardaba en el archivo. Sharogorodski no había leído los libros de Limónov, pero lo conocía de oídas puesto que su apellido se mencionaba a menudo en los periódicos, en las listas de escritores especializados en temática histórico-militar.
Comenzaron a charlar, cada vez con mayor contento y entusiasmo a medida que comprobaban las afinidades que compartían. En su conversación surgían los nombres de Soloviov, Merezhkovski, Rózanov, Guippius, Bieli, Berdiáyev, Ustriálov, Balmont, Miliukov, Yebréinov, Rémizov, Viacheslav Ivánov.
Zhenia pensaba que era como si aquellos dos hombres hubieran emergido desde el fondo de un mundo sumergido de libros, cuadros, sistemas filosóficos, representaciones teatrales…
Y de repente Limónov expresó en voz alta lo que ella acababa de pensar:
– Es como si estuviéramos reflotando la Atlántida del fondo del océano.
Sharogorodski asintió con tristeza.
– Sí, sí, pero usted sólo es un explorador de la Atlántida rusa, mientras que yo soy uno de sus habitantes, y me he ido a pique con ella hasta el fondo del océano.
– Bah! -respondió Limónov-, pero la guerra también ha hecho salir a algunos a la superficie.
– Sí, es cierto -estuvo conforme Sharogorodski-, al parecer a los fundadores del Komintern no se les ha ocurrido nada mejor que repetir en la hora de la guerra: «Santa tierra rusa» -y sonrió-. Espere, la guerra acabará en victoria y entonces los internacionalistas declararán: «Nuestra Rusia es la madre de todos los pueblos».
Yevguenia Nikoláyevna percibía no sin cierta extrañeza que si aquellos hombres hablaban tan animados, con tanta elocuencia e ingenio, no era sólo porque se alegraban de aquel encuentro sino porque habían descubierto un tema cercano. Comprendía que los dos hombres -uno de ellos muy viejo y el otro bastante entrado en años- eran conscientes de que ella los escuchaba y querían gustarle. Qué extraño. Y no menos raro era que, al mismo tiempo que esto le resultaba indiferente e incluso ridículo, le suscitaba una sensación agradable.
Zhenia los miraba y pensaba: «Comprenderse a uno mismo es imposible… ¿Por qué sufro tanto por mi vida pasada, por qué me da tanta pena Krímov, por qué pienso tan insistentemente en él?».
Y de la misma manera que en un tiempo le habían resultado extraños los alemanes e ingleses adheridos al Komintern de Krímov, ahora escuchaba con tristeza e irritación a Sharogorodski burlándose de los internacionalistas. Aquí tampoco arrojaba luz la teoría de Limónov sobre la avitaminosis. Y es que en estas cosas no hay teorías que valgan.
De repente, le pareció que constantemente pensaba y se inquietaba por Krímov sólo porque añoraba a otro hombre, un hombre en el que, sin embargo, apenas pensaba.
«¿Es posible que de verdad le ame?», se asombró ella.
26
Durante la noche el cielo sobre el Volga se despejó de nubes. Las colinas separadas por barrancos oscuros como boca de lobo flotaban despacio bajo las estrellas.
De vez en cuando una estrella fugaz cruzaba el cielo, y Liudmila Nikoláyevna pedía en voz baja: «Ojalá Tolia esté vivo».
Aquél era su único deseo, no quería nada más del cielo…
En una época, cuando todavía estudiaba en la Facultad de Física y Matemáticas, estuvo trabajando en la realización de cálculos en el Instituto de Astronomía. Allí aprendió que los meteoros llegaban en enjambres a la Tierra en diferentes meses: las Perseidas, las Oriónidas, y también las Gemínidas, las Leónidas. Ya había olvidado qué meteoros llegaban a la Tierra en octubre, en noviembre… Pero ¡ojalá Tolia estuviera vivo!
Víktor le reprochaba su desgana para ayudar a la gente, su falta de amabilidad con sus parientes. Estaba convencido de que si ella hubiera querido, Anna Semiónovna habría vivido con ellos y no se habría quedado en Ucrania.
Cuando el primo de Víktor fue liberado de un campo penitenciario y condenado al exilio, ella se había negado a que pasara la noche en su casa por temor a que el administrador del inmueble se enterara. Sabía que su madre recordaba que Liudmila estaba en Gaspra cuando murió su padre; en lugar de interrumpir sus vacaciones, llegó a Moscú dos días después del entierro.
Su madre a veces le hablaba de Dmitri, horrorizada de lo que le había pasado.
– De pequeño siempre decía la verdad y así fue toda la vida. Y de repente aquella historia de espionaje, un plan para asesinar a Kagánovich y Voroshílov… Una mentira vergonzosa, terrible. ¿A quién le beneficia? ¿Quién quiere destruir a las personas puras, honestas…?
Un día le dijo a su madre:
– No puedes poner la mano en el fuego por Dmitri. A los inocentes no los meten en la cárcel.