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– Lo que quieras, hijito -dije, aliviado de ver que parecía muy poco cómodo con la Parabellum-. Me has engañado con esa historia de Fräulein Rudel. No tendría que habérmela tragado.

– Cabrón de mierda -gruñó.

– ¿Te importa si bajo las manos? Es que mi circulación ya no es lo que era. -Dejé caer las manos a los lados-. ¿De qué va todo esto?

– No lo niegue.

– ¿Negar qué?

– Que la violó. -Cogió mejor la pistola y tragó nerviosamente, y su nuez subía y bajaba más que una pareja de novios en su luna de miel debajo de una sábana rosa-. Ella me contó lo que le hizo. Así que no se canse en negarlo.

Me encogí de hombros.

– ¿De qué serviría? Si yo estuviera en tu lugar, sé muy bien a quién creería. Pero escucha, ¿estás seguro de saberqué estás haciendo? Cuando te colaste aquí tu aliento era como una bandera roja. Puede que los nazis parezcan un poco liberales en algunas cosas, pero no han eliminado la pena capital, ¿sabes? Incluso si apenas tienes edad para que se espere que aguantes bien la bebida.

– Voy a matarlo -dijo, humedeciéndose los labios resecos.

– Bueno, está bien, pero ¿te importa no dispararme en el vientre? -Señalé hacia su pistola-. No está en absoluto claro que me llegaras a matar, y me fastidiaría pasarme el resto de mi vida bebiendo leche. Mira, si yo fuera tú, me inclinaría por un tiro a la cabeza. Entre los ojos, si puedes conseguirlo. Es un disparo difícil, pero me mataría sin remedio. Francamente, tal como me encuentro ahora, me harías un favor. Debe de ser algo que he comido, pero por dentro me siento como la máquina de olas del Luna Park. -Solté un enorme eructo, sustancioso y sonoro como un trombón, para confirmar mis palabras-. Oh, cielos -dije, moviendo la mano delante de la cara-. ¿Ves lo que quiero decir?

– Cierra la boca, animal -dijo el joven.

Pero vi cómo levantaba el cañón de la pistola y me apuntaba a la cabeza. Recordaba la Parabellum de mis tiempos del ejército, cuando era la pistola reglamentaria. La 08 depende del retroceso para disparar el detonador, pero con el primer disparo el mecanismo está siempre comparativamente rígido. Mi cabeza era un blanco más pequeño que mi estómago y esperaba tener tiempo de agacharme.

Me lancé a su cintura, y al hacerlo vi el fogonazo y sentí el aire de una bala de 9 mm cuando pasó zumbando por encima de mi cabeza y rompió en pedazos algo detrás de mí. Mi peso nos llevó a los dos contra la puerta de entrada, pero si había esperado que no fuera capaz de presentar una fuerte resistencia, me equivocaba. Le agarré por la muñeca de la pistola y me encontré con que el brazo giraba en mi dirección con mucha más fuerza de la que había creído posible. Sentí cómo me agarraba por el cuello del batín y lo retorcía; luego oí cómo se rasgaba.

– Mierda -dije-, basta ya, se acabó.

Empujé la pistola hacia él y conseguí apretarle el esternón con el cañón. Descansando todo mi peso sobre él confiaba romperle una costilla, pero en lugar de eso, hubo un estallido sordo y carnoso cuando el arma volvió adispararse, y me encontré bañado en su sangre húmeda y caliente. Sujeté el cuerpo desmadejado y sin vida durante unos segundos más antes de empujarlo, apartándolo de mí.

Me puse en pie y lo miré. No había duda de que estaba muerto, aunque continuaba brotando sangre, burbujeante, del agujero del pecho. Entonces le registré los bolsillos. Uno siempre quiere saber quién ha querido matarte. Había una cartera con un carné de identidad a nombre de Walther Kolb y doscientos marcos. No tenía sentido dejar el dinero para los chicos de la Kripo, así que cogí ciento cincuenta para cubrir el coste de mi batín. También había dos fotografías; una de ellas era una postal pornográfica en la cual un hombre le estaba haciendo cosas al trasero de una chica con un trozo de tubo de goma; y la otra era una instantánea publicitaria de Ilse Rudel firmada «con mucho cariño». Quemé la foto de mi anterior compañera de cama, me serví un trago de algo fuerte y, maravillándome ante la imagen del enema erótico, llamé a la policía.

Vinieron un par de polis del Alex. El oficial de más grado, el Oberoinspektor Tesmer, era un hombre de la Gestapo; el otro, el Inspektor Stahlecker, era un amigo mío, uno de los pocos que me quedaban en la Kripo, pero con Tesmer allí no había ninguna posibilidad de salir con facilidad del embrollo.

– Así es como sucedió -dije, después de contarlo por tercera vez.

Estábamos sentados alrededor de la mesa del comedor, en la cual descansaba la Parabellum y el contenido de los bolsillos del hombre. Tesmer sacudió la cabeza lentamente, como si hubiera ofrecido venderle algo que él mismo no tendría ninguna probabilidad de pasar a otro.

– Siempre podría cambiarlo en parte por otra cosa. Vamos, vuelva a probar. Quizá esta vez consiga hacerme reír. -Con sus labios delgados, casi inexistentes, la boca de Tesmer era como una raja en un trozo de cortina barata. Y lo único que se veía por la raja eran las puntas de sus dientes de roedor, y un vislumbre ocasional de la andrajosa ostra de color gris blanquecino que era su lengua.

– Mire, Tesmer -dije-. Sé que parece algo desastrado, pero le doy mi palabra de que es muy fiable, de verdad. Notodo lo que brilla vale algo.

– Trate de limpiar algo de la mierda que tiene encima. ¿Qué sabe del fiambre?

Me encogí de hombros.

– Sólo lo que llevaba en los bolsillos. Y que él y yo no nos estábamos llevando nada bien.

– Eso le hace ganar unos cuantos puntos en mi opinión -dijo Tesmer.

Stahlecker permanecía sentado, molesto, al lado de su jefe, manoseando nerviosamente el parche del ojo. Había perdido aquel ojo cuando estaba en la infantería prusiana, ganando al mismo tiempo la codiciada «pour le mérite» por su valor. Yo habría preferido conservar el ojo, aunque el parche le prestaba un aire gallardo. Combinado con su piel oscura y su bigote espeso y negro, le daba un aspecto de pirata, aunque sus modales eran más estólidos, incluso lentos. Pero era un buen policía y un amigo leal. De todos modos, no iba a arriesgarse a quemarse los dedos mientras Tesmer hacía todo lo que podía para que yo me incendiara. Su honradez le había llevado a expresar una o dos opiniones desacertadas sobre el NSDAP durante las elecciones del 33. Desde entonces había tenido el buen sentido de mantener la boca cerrada, pero tanto él como yo sabíamos que el Ejecutivo de la Kripo estaba buscando una excusa para meterlo en el dique seco. Lo único que lo había mantenido en la fuerza hasta aquel momento era su destacado historial de guerra.

– Y supongo que intentó matarle porque no le gustaba su colonia -dijo Tesmer.

– Usted también lo ha notado, ¿eh?

Vi cómo Stahlecker sonreía ligeramente, pero también lo vio Tesmer, y no le gustó.

– Gunther, tiene más labia que un negro con una trompeta. Puede que aquí su amigo piense que es usted divertido, pero lo que yo creo es que es un hijo de puta, así que no me joda. No soy de esa clase de tipos con sentido del humor.

– Le he contado la verdad, Tesmer. Abrí la puerta y allí estaba Herr Kolb con la pipa apuntando a mi cena.

– Una Parabellum apuntándole y se las arregló para agarrarlo. No veo que tenga ningún maldito agujero en su piel, Gunther.

– Estoy haciendo un curso de hipnotismo. Como le he dicho, tuve suerte, falló el disparo. Ya ha visto la luz rota.

– Escuche. A mí no es fácil hipnotizarme. Ese tío era un profesional. No de la clase que deja que le quiten la pipaa cambio de un montón de burbujas.

– ¿Un profesional de qué, de mercería? No diga tonterías. Era sólo un crío.