– ¿Eso es todo?
– Sí.
– ¿Y esa princesa tiene nombre?
– ¿Sabes el nombre de alguna chica india?
– Bueno -dijo ella-. Vi una película el otro día en la que salía una chica india. Se llamaba Mushmi.
– Pues que sea la princesa Mushmi. Y gracias, Hermine. Te llamaré pronto.
Fui al restaurante Pschorr Haus y me comí un plato de habas con beicon y me bebí un par de cervezas. O Jeschonnek no sabía nada de diamantes o tenía algo que ocultar. Le había dicho que el collar era indio, y él tenía que haber sabido que el collar era de Cartier. Y no sólo eso, sino que no me había contradicho cuando le describí las piedras incorrectamente como talladas en bagette. Las bagettes son cuadradas u oblongas, con un filo recto; pero el collar de Six estaba formado por brillantes, que son redondos. Y además, estaba la cuestión de los quilates; le había dicho que cada piedra pesaba un quilate, cuando era evidente que eran bastante más grandes.
No era mucho para apoyarse, y la gente se equivoca; es imposible acertar siempre, pero, de cualquier modo, tenía el presentimiento de que iba a tener que volver a visitar a Jeschonnek.
8
Después de dejar la Pschorr Haus, fui a la Haus Vaterland, que además de albergar el cine donde iba a reunirme con Bruno Stahlecker tiene también un sinnúmero de bares y cafés. Es un sitio popular entre los turistas, pero demasiado anticuado para mi gusto: los grandes y feos vestíbulos, la pintura plateada, los bares con sus lluvias en miniatura y sus trenes en movimiento; todo pertenece a una vieja y extraña Europa de juguetes mecánicos y music-halls, forzudos con leotardos y canarios adiestrados. La otra cosa que lo hace poco corriente es que es el único bar de Alemania que cobra por la admisión. No puede decirse que Stahlecker se sintiera feliz al respecto.
– He tenido que pagar dos veces -gruñó-. Una en la puerta de entrada y otra para entrar aquí.
– Tendrías que haber exhibido tu pase de la Sipo -dije-. Habrías entrado sin pagar nada. Para eso es para lo que sirve, ¿no?
Stahlecker miró a la pantalla, inmutable.
– Muy divertido -dijo-. Además, ¿qué es esta mierda?
– Todavía el noticiario -le dije-. Bueno, ¿qué has averiguado?
– Queda por aclarar ese pequeño asunto de anoche.
– Palabra de honor, Bruno, nunca había visto al chaval antes.
Stahlecker suspiró, cansado.
– Por lo que parece ese Kolb era un actor de poca monta. Uno o dos papelitos en alguna película, y como corista en un par de espectáculos. No era exactamente Richard Tauber. Entonces, ¿por qué alguien así querría matarte? A menos que te hayas convertido en crítico y lo hayas valorado negativamente unas cuantas veces.
– No entiendo de teatro más de lo que un perro entiende de encender un fuego.
– Pero sí que sabes por qué trató de matarte, ¿no?
– Hay una dama -dije-. Su marido me contrata para un trabajo. Ella piensa que me ha contratado para espiarla. Así que la otra noche me hace ir a su piso y me pide que la deje en paz y me acusa de mentir cuando le digo que no me importa con quién se acuesta. Luego me echa a la calle. Y lo siguiente es que aparece ese cabeza de pera en mi puerta con una pistola apuntándome a la barriga y acusándome de haber violado a la señora. Bailamos un poco porla habitación y la pistola se dispara. Supongo que el chaval estaba loco por ella y ella lo sabía.
– Y ella le dio la idea, ¿no?
– Así es como yo lo veo. Pero trata de hacerlo encajar y a ver hasta dónde te lleva.
– Imagino que no me vas a decir el nombre de la dama ni de su marido, ¿eh?
Negué con la cabeza.
– No, ya pensaba yo que no.
La película estaba empezando. Se llamaba La orden más alta, y era uno de esos entretenimientos patrióticos que los chicos del Ministerio de Propaganda soñaban en un mal día. Stahlecker dejó escapar un gemido.
– Vámonos -dijo-. Salgamos a tomar algo. No creo que pueda aguantar ver esta mierda.
Fuimos al bar Wild West situado en el primer piso, donde una banda de vaqueros estaba tocando Home on the Range. Unas praderas pintadas, con sus búfalos y sus indios, cubrían las paredes. Apoyados contra la barra, pedimos un par de cervezas.
– Supongo que nada de esto tendrá nada que ver con el caso Pfarr, ¿verdad, Bernie?
– Me han contratado para investigar el incendio -expliqué-. Para la compañía de seguros.
– Está bien. Te lo diré sólo una vez, y luego me puedes enviar al infierno. Déjalo. Es algo incendiario, si me perdonas la expresión.
– Bruno, vete al infierno. Me pagan un porcentaje.
– Luego, cuando te metan en un KZ, no me digas que no te avisé.
– Te lo prometo; ahora suéltalo.
– Bernie, prometes más que un deudor al administrador de la finca. -Suspiró y sacudió la cabeza-. Bueno, esto es lo que hay: ese Paul Pfarr era un tipo con mucho futuro. Aprobó su examen jurídico en 1930, hizo el servicio preparatorio en los tribunales provinciales de Stuttgart y Berlín. En 1933, este Violeta de Marzo particular se incorporó a las SA, y para 1934 era juez asesor del Tribunal Policial de Berlín, juzgando casos de corrupción policial nada menos. Ese mismo año lo reclutaron las SS, y en 1935 entró también en la Gestapo, supervisando asociaciones, sindicatos económicos y, por supuesto, el DAF, el Frente Alemán del Trabajo del Reich. Más tarde, en el mismo año, lo transfieren de nuevo, esta vez al Ministerio del Interior, dependiendo directamente de Himmler,con su propio departamento que investiga la corrupción entre los servidores del Reich.
– Me sorprende que la noten.
– Por lo que parece, a Himmler no le gusta lo más mínimo. Sea como sea, encargan a Paul Pfarr que preste especial atención al DAF, donde la corrupción es algo endémico.
– Así que era el chico de Himmler, ¿eh?
– Exacto. Y a su ex jefe, aún menos que la corrupción le gusta que se carguen a la gente que trabaja para él. Así que hace un par de días el Reichskriminaldirektor designó una fuerza especial para que investigue. Es un grupo impresionante: Gohrmann, Schild, Jost, Dietz. Mézclate en esto, Bernie, y durarás menos que la ventana de una sinagoga.
– ¿Tienen alguna pista?
– Lo único que he oído es que estaban buscando a una chica. Parece como si Pfarr tuviera una amante. Sin nombre, me temo. Y no sólo eso, sino que ha desaparecido.
– ¿Quieres saber una cosa? Desaparecer está haciendo furor. Todo el mundo lo hace.
– Eso me han dicho. Espero que no seas de los que siguen la moda.
– ¿Yo? Debo de ser uno de los pocos en esta ciudad que no tiene un uniforme. Diría que eso me convierte en muy poco amante de la moda.
De vuelta a la Alexanderplatz pasé por un cerrajero y le di el molde para que hiciera una copia de las llaves del despacho de Jeschonnek. Lo había empleado muchas veces antes y nunca hacía preguntas. Después fui a recoger mi colada y volví a la oficina.
Ya casi había entrado cuando me metieron un pase de la Sipo delante de la cara. En el mismo momento vi la Walther dentro de la chaqueta de franela desabrochada del hombre.
– Tú debes de ser el perro rastreador -dijo-. Te hemos estado esperando para hablar contigo.
Tenía el pelo de color mostaza, cortado por un esquilador de ovejas de competición, y una nariz como un tapón de botella de champán. Su bigote era más ancho que el ala de un sombrero mexicano. El otro tipo era el arquetipo racial, con esa clase de barbilla y pómulos exagerados copiados de un cartel de las elecciones prusianas. Ambostenían ojos fríos, pacientes, como mejillones en escabeche, y una sonrisa desdeñosa, como si alguien se hubiera tirado un pedo o hubiera contado un chiste de un especial mal gusto.
– Si lo hubiera sabido, me habría ido a ver un par de películas.
El del pase y el corte de pelo me miró sin expresión.