– Éste es el Kriminalinspektor Dietz -dijo.
El llamado Dietz, que supuse era el oficial de más rango, estaba sentado en el borde de mi escritorio, balanceando la pierna y con un aspecto totalmente desagradable.
– Ya me disculpará si no saco mi libro de autógrafos -dije, y fui hasta la ventana, donde estaba Frau Protze de pie. Ella sollozó, sacó un pañuelo de la manga de la blusa y se sonó. A través de la tela dijo:
– Lo siento, Herr Gunther, entraron aquí a la fuerza y empezaron a registrarlo todo de arriba abajo. Les dije que no sabía dónde estaba ni cuándo volvería y se pusieron muy desagradables. Yo no sabía que los policías pudieran llegar a portarse de una forma tan vergonzosa.
– No son policías -dije-. Más bien guantes ingleses con traje. Ahora será mejor que se vaya a casa. La veré mañana.
Sollozó un poco más.
– Gracias, Herr Gunther -dijo-, pero me parece que no voy a volver. No creo que mis nervios aguanten esta clase de cosas. Lo siento.
– No se preocupe. Le enviaré lo que le debo por correo.
Asintió, y al pasar por mi lado, casi echó a correr para salir del despacho. El del corte de pelo soltó una risa ronca y cerró la puerta detrás de ella. Yo abrí la ventana.
– Aquí dentro huele un poco -dije-. ¿A qué os dedicáis vosotros dos cuando no estáis asustando a las viudas y registrando a ver si encontráis el dinero de la caja de gastos?
Dietz se levantó del escritorio y vino hasta la ventana.
– He oído hablar de ti, Gunther -dijo contemplando el tráfico-. Antes eras un poli, así que sé que sabes lo que los papeles oficiales dicen acerca de hasta dónde puedo llegar. Y eso significa mucho más lejos todavía. Puedo pisarte esa mierda de cara toda la tarde y ni siquiera tengo que decirte por qué. Así que ¿por qué no cortas toda esa mierda yme dices lo que sabes de Paul Pfarr? Entonces seguiremos nuestro camino.
– Sé que no era un fumador descuidado -dije-. Mira, si no hubierais pasado por este lugar como un terremoto podría encontrar una carta de la aseguradora Germania en la que me contrata para investigar el fuego en espera de una demanda.
– Hemos encontrado esa carta -dijo Dietz-. Y también hemos encontrado esto.
Sacó la pistola del bolsillo de la chaqueta y me apuntó a la cabeza, como jugando.
– Tengo licencia.
– Claro que sí -dijo sonriendo. Luego olió el cañón y se dirigió a su socio-. ¿Sabes qué, Martins?, diría que han limpiado esta pistola, y hace poco, además.
– Soy un chico limpio -dije-. Mírame las uñas si no me crees.
– Walther PPK, 9 mm -dijo Martins, encendiendo un cigarrillo-Justo como el arma que mató al pobre Herr Pfarr y a su mujer.
– No es eso lo que me han dicho.
Fui hasta el mueble bar. Me sorprendió que no se hubieran bebido mi whisky.
– Ah, claro -dijo Dietz-; nos habíamos olvidado de que todavía tienes amigos en el Alex, ¿eh?
Me serví una bebida. Un poco excesiva para bebería en tres tragos.
– Pensaba que ya se habían librado de todos esos reaccionarios -dijo Martins. Yo contemplé el último sorbo de whisky.
– Os ofrecería algo de beber, chicos, pero es que no querría tener que tirar los vasos después.
Me tomé la bebida.
Martins lanzó el cigarrillo al suelo y, apretando los puños, dio un par de pasos hacia delante.
– Este capullo tiene una lengua tan larga como la nariz de un judío -gruñó.
Dietz permaneció donde estaba, apoyado en la ventana, pero cuando se volvió tenía los ojos como el tabasco.
– Se me está acabando la paciencia, voceras.
– No lo entiendo -dije-. Habéis visto la carta de la gente de la aseguradora. Si pensáis que es falsa, comprobadlo.
– Ya lo hemos hecho.
– Entonces, ¿a qué viene toda esta actuación en pareja?
Dietz vino hasta mí y me miró de arriba abajo, como si yo fuera un trozo de mierda pegado a su zapato. Luegocogió mi última botella de buen whisky escocés, la sopesó en la mano y la lanzó contra la pared por encima del escritorio. Se rompió con el ruido de una cubertería que cae por el hueco de una escalera, y el aire se llenó de repente de olor a alcohol. Dietz se alisó la chaqueta después del esfuerzo.
– Sólo queremos recalcarte la necesidad de mantenernos informados de lo que vayas haciendo, Gunther. Si averiguas cualquier cosa, y quiero decir cualquier cosa, entonces más te vale hablar con nosotros. Porque si descubro que todo esto es una cortina de humo, entonces te enviaré a un campo de concentración tan rápido que te silbarán esa mierda de orejas que tienes. -Se me acercó y me llegó su olor a sudor-. ¿Lo coges, voceras?
– No saques tanto la mandíbula, Dietz -dije-, o me sentiré en la obligación de darte un sopapo.
– Me gustaría que lo hicieras alguna vez -dijo sonriendo-. De verdad que me gustaría.
Se volvió hacia su compañero y dijo:
– Vamos, salgamos de aquí antes de que le dé una patada en los huevos.
Acababa de limpiarlo todo cuando sonó el teléfono. Era Müller, del Berliner Morgenpost, para decir que lo sentía pero que, aparte de la información que la gente de las necrológicas había ido reuniendo a lo largo de los años, no había mucho sobre Hermann Six en los archivos que pudiera interesarme.
– ¿Me estás tomando el pelo, Eddie? Joder, este tío es millonario. Es el dueño de la mitad del Ruhr. Si se metiera el dedo por el culo, encontraría petróleo. Alguien tiene que haberlo espiado en algún momento.
– Había una reportera que hace un tiempo llevó a cabo un amplio trabajo de investigación sobre esos gigantes del Ruhr: Krupp, Voegler, Wolff, Thyssen. Perdió su trabajo cuando el gobierno solucionó el problema del desempleo. Veré si puedo averiguar dónde vive ahora.
– Gracias, Eddie. ¿Y qué hay de los Pfarr? ¿Has encontrado algo?
– A ella le gustaban de verdad los balnearios. Nauheim, Wiesbaden, Bad Homburg: di un nombre y seguro que ella ha chapoteado allí. Incluso escribió un artículo sobre el tema en Die Frau. Y era aficionada a los curanderos. Me temo que de él no hay nada.
– Gracias por los cotilleos, Eddie. La próxima vez leeré la página de sociedad y te ahorraré el trabajo.
– No vale cien marcos, ¿eh?
– Ni cincuenta. Encuéntrame a esa reportera y entonces veré qué puedo hacer.
Después de eso cerré el despacho y volví al cerrajero para recoger mis nuevas llaves y mi caja de arcilla. Admito que suena un tanto teatral, pero he llevado esa caja encima durante años, y salvo robar la propia llave, no conozco una manera mejor de abrir puertas cerradas. Un delicado mecanismo de fino acero con el que se puede abrir cualquier tipo de cerradura, eso no lo tengo. La verdad es que las mejores cerraduras modernas, ésas puedes olvidarte de forzarlas: no existe esa pequeña herramienta maravillosa, ingeniosa y depurada. Eso es para los peliculeros de la UFA. Por lo general, un ladrón sierra la cabeza del cerrojo, o taladra a su alrededor y quita un trozo de la maldita puerta. Y eso me recuerda que más pronto o más tarde tendría que averiguar quién de la fraternidad de revientacajas tenía el suficiente talento para abrir la de los Pfarr. Si es que se hizo de esa manera. Lo cual significaba que había cierto tenorcillo escrofuloso al que hacía tiempo le debía una lección de canto.
No esperaba encontrar a Neumann en el vertedero donde vivía, en la Admiralstrasse, en el barrio de Kottbusser Tor, pero lo probé de todos modos. Kottbusser Tor era el tipo de zona que se había degradado igual de bien que un cartel de music-hall, y el número 43 de la Admiralstrasse era el tipo de sitio donde las ratas llevan tapones para los oídos y las cucarachas tienen una fea tos. La habitación de Neumann estaba en el sótano, en la parte trasera. Era un lugar infecto y húmedo. Estaba sucio y Neumann no estaba allí.
La portera era una buscona que estaba para el arrastre y a la que habían arrastrado hasta lo más profundo de un pozo minero abandonado. Su pelo era tan natural como marcar el paso de la oca bajando por la Wilhelstrasse, y estaba claro que llevaba puesto un guante de boxeo cuando se pintó de rojo carmesí aquella boca suya que parecíaun clip sujetapapeles. Tenía los pechos como los cuartos traseros de un caballo de tiro al final de un largo y duro día de trabajo. Puede que aún tuviera unos cuantos clientes, pero pensé que preferiría apostar por ver a un judío en la cola de un vendedor de carne de cerdo en Nuremberg. De pie en el umbral de su piso, desnuda bajo el mugriento albornoz de toalla que dejaba entreabierto, estaba encendiendo un cigarrillo medio fumado.