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La historia de la política económica tenía sólo una importancia marginal, pensé, pero Six y el hampa, eso sí que me interesaba.

– ¿Qué te hace decir eso?

– Bueno, primero fue lo de las medidas para reventar la huelga durante las huelgas del acero -dijo-. Algunos de los hombres que apalearon a los obreros tenían conexiones en el mundo de las bandas. Muchos de ellos eran ex presidiarios, miembros de una red, ya sabe, una de esas sociedades de rehabilitación de delincuentes.

– ¿Puedes recordar el nombre de esa red?

Negó con la cabeza.

– No sería Fuerza Alemana, ¿verdad?

– No me acuerdo -reflexionó un poco más-. Probablemente podría encontrar los nombres de las implicadas, si te es de ayuda.

– Si te es posible, encuéntralos, así como cualquier otra cosa que puedas contarme sobre ese episodio de la huelga, si no te importa.

Había mucho más, pero yo ya había recuperado el valor de mis setenta y cinco marcos. Al saber más de mi cliente, tan secreto y privado, sentí que era yo quien manejaba el timón. Y ahora que la había escuchado, se meocurrió que podría utilizarla.

– ¿Te gustaría trabajar para mí? Necesito alguien que me haga de ayudante, alguien que escarbe en los archivos y que esté aquí de vez en cuando. Me parece que te podría convenir. Te pagaría, digamos, sesenta marcos a la semana. En metálico, para no tener que dar cuenta a la gente de Trabajo. Quizá algo más si las cosas funcionan. ¿Qué me dices?

– Bueno, si estás seguro… -Se encogió de hombros-. La verdad es que me vendría muy bien ese dinero.

– De acuerdo, entonces. -Reflexioné un momento-. Supongo que todavía tienes unos cuantos contactos entre la gente de los periódicos, en los organismos del gobierno…

Asintió.

– ¿Por casualidad conoces a alguien en el DAF, el Frente Alemán del Trabajo?

Lo pensó un momento y jugueteó con los botones de su chaqueta.

– Había alguien -dijo meditabunda-. Un antiguo novio, un hombre de las SA. ¿Por qué lo preguntas?

– ¿Puedes llamarlo y pedirle que salga contigo esta noche?

– Pero no lo he visto ni he hablado con él desde hace meses -dijo-. Y ya fue bastante difícil conseguir que me dejara en paz la última vez. Es una auténtica lapa.

Sus ojos azules me miraron con nerviosismo.

– Quiero que averigües cualquier cosa que puedas sobre qué era lo que interesaba tanto al yerno de Six, Paul Pfarr, y que le hacía ir allí varias veces a la semana. Además, tenía una amante. Así que también busca cualquier cosa que puedas descubrir sobre ella. Y quiero decir cualquier cosa.

– Entonces será mejor que me ponga otro par de bragas extra -dijo-. Ese hombre tiene unas manos que hacen pensar que debería haber sido comadrona.

Durante un brevísimo momento me permití una punzada de celos, al imaginarlo tratando de ligársela. Quizá algún día yo intentara hacer lo mismo.

– Le pediré que me lleve a ver un espectáculo -dijo despertándome de mi ensoñación erótica-. Tal vez incluso haré que se emborrache un poco.

– Buena idea. Y si eso falla, ofrécele dinero.

11

La cárcel de Tegel está situada al noroeste de Berlín; bordea un pequeño lago y las casas de la colonia de la Borsing Locomotive Company. Al enfilar con el coche la Seidelstrasse, los muros de ladrillo rojo de la prisión se elevaron ante mi vista como los costados fangosos de algún dinosaurio de piel callosa; cuando la pesada puerta de madera se cerró de golpe detrás de mí y el cielo azul se desvaneció como si lo hubieran apagado igual que una bombilla eléctrica, empecé a sentir un cierto grado de simpatía por los reclusos de una de las prisiones más duras de Alemania.

Una manada de carceleros haraganeaba por el vestíbulo de la entrada principal, y uno de ellos, un tipo con cara de perro dogo, que olía fuertemente a jabón de ácido fénico y llevaba un manojo de llaves del tamaño de un neumático de coche, me acompañó por el laberinto cretense de corredores amarillentos recubiertos de azulejos, hasta un pequeño patio pavimentado de guijarros en el centro del cual se levantaba la guillotina. Es un objeto que produce pavor; cada vez que la vuelvo a ver, me hace sentir escalofríos a lo largo de toda la columna. Desde que el partido ha llegado al poder, ha tenido bastante actividad, incluso ahora la estaban probando, sin duda como preparativo para las diversas ejecuciones que, según un cartel colgado en la puerta, estaban programadas para el alba del día siguiente.

El guardia me hizo pasar por una puerta de roble y seguir unas escaleras alfombradas hasta llegar a un pasillo. Al final del pasillo, se detuvo frente a una puerta de caoba y llamó. Esperó un par de segundos y me abrió para que entrara. El director de la prisión, Konrad Spiedel, se levantó de detrás de su escritorio para saludarme. Lo había conocido varios años atrás, cuando era director de la prisión de Brauweiler, cerca de Colonia, pero él no se había olvidado de aquella ocasión.

– Buscaba usted información sobre el compañero de celda de un prisionero -recordó, señalándome un sillón con un gesto-. Un caso relacionado con el robo de un banco.

– Tiene buena memoria, Herr Doktor -dije.

– Confieso que este recuerdo no es totalmente fortuito -dijo-. Ese mismo hombre está encerrado aquí ahora, con otros cargos.

Spiedel era alto y ancho de espaldas y tenía unos cincuenta años. Llevaba una corbata de Schiller y una chaqueta bávara verde oliva; en el ojal, el lazo de seda blanca y negra y las espadas cruzadas delataban a un veterano de guerra.

– Lo curioso es que estoy aquí con una misión parecida -expliqué-. Creo que hasta hace poco tuvo aquí a un prisionero llamado Kurt Mutschmann. Tenía la esperanza de que pudiera decirme algo de él.

– Mutschmann, sí, lo recuerdo. ¿Qué puedo decirle salvo que no se metió en problemas mientras estuvo aquí y que parecía un sujeto bastante razonable? -Spiedel se levantó, fue hasta el archivador y examinó varias secciones-. Sí, aquí lo tenemos. Mutschmann, Kurt Hermann, edad: treinta y seis. Condenado por robo de coche en abril de 1934, sentenciado a dos años de cárcel. Dirección dada: Cicerostrasse, número 29, Halensee.

– ¿Es allí donde fue cuando lo soltaron?

– Me temo que sé tanto como usted. Mutschmann tenía esposa, pero durante su encarcelamiento y por lo que parece, según el registro, sólo lo visitó una única vez. No parece que lo que le esperara en el exterior fuera muy agradable.

– ¿Vino a verle alguien más?

Spiedel consultó la carpeta.

– Sólo uno, del Sindicato de ex presidiarios, una organización benéfica, según dicen, aunque tengo mis dudas sobre su autenticidad. Un hombre llamado Kasper Tillessen. Visitó a Mutschmann en dos ocasiones.

– ¿Tenía un compañero de celda?

– Sí, compartió la celda con el número 7888319, Bock, H. J. -Sacó otra carpeta del cajón-. Hans Jürgen Bock, edad: treinta y ocho. Condenado por atacar y mutilar a un hombre del antiguo Sindicato de Trabajadores del Acero en marzo de 1930, sentenciado a seis años de cárcel.