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Esa mañana llevaba un vestido de algodón verde oscuro con cuello rizado y puños con volantes de encaje blanco almidonado. Por un breve momento alimenté la fantasía de verme a mí mismo levantándole el vestido y familiarizándome con la curva de sus nalgas y la profundidad de su sexo.

– Esa chica, la amante de Pfarr. ¿Vamos a tratar de encontrarla?

Negué con la cabeza.

– La poli se enteraría. Y la cosa podría ponerse difícil. Tienen mucho interés en encontrarla ellos mismos, y no me gustaría empezar a hurgar en esa nariz cuando ya hay un dedo metido en ella.

Cogí el teléfono y pedí que me pusieran con la casa de Six. Fue Farraj, el mayordomo, quien contestó.

– ¿Están Herr Six o Herr Haupthändler en casa? Soy Bernhard Gunther.

– Lo siento, señor, pero los dos están en una reunión esta mañana. Y luego creo que irán a la inauguración de los Juegos Olímpicos. ¿Quiere que les dé algún recado?

– Sí -dije-. Dígales a los dos que me estoy acercando.

– ¿Es eso todo, señor?

– Sí, ellos sabrán de qué se trata. Y no se olvide de darles el mensaje a los dos, Farraj, por favor.

– Sí, señor.

Colgué el teléfono.

– Bien, es hora de ponernos en marcha.

Nos costó diez pfennigs ir por la U-Bahn hasta la estación del Zoológico, vuelta a pintar para que tuviera un aspecto particularmente elegante para la quincena olímpica. Incluso habían dado una nueva capa de pintura blanca a los muros de las casas que quedaban detrás de la estación. Pero por encima de la ciudad, allí donde la aeronave Hindenburg rugía yendo y viniendo, llevando a remolque la bandera olímpica, el cielo había reunido una hosca pandilla de nubes gris oscuro. Cuando salimos de la estación, Inge miró hacia arriba y dijo:

– Les estaría bien empleado que lloviera. Mejor aún, que lloviera las dos semanas enteras.

– Ésa es la única cosa que no pueden controlar -dije. Nos acercábamos al final de la Kurfürstenstrasse-. Mira,mientras Herr Haupthändler está fuera con su patrón, me propongo echar una mirada a sus habitaciones. Espérame en el restaurante Aschinger. -Inge empezó a protestar, pero yo continué hablando-. El allanamiento es un delito grave, y no quiero que estés cerca si las cosas se ponen mal. ¿Entiendes?

Me miró con el ceño fruncido y luego asintió.

– Asqueroso -musitó mientras yo me alejaba.

El número 120 era un edificio de cinco plantas, con pisos de aspecto caro, del tipo de los que tienen una gruesa puerta negra tan pulimentada que podría utilizarse como espejo en los camerinos de una banda de jazz negra. Llamé al diminuto portero con la enorme aldaba de bronce en forma de espuela. Tenía un aspecto tan despierto como un oso perezoso drogado. Le puse la placa de la Gestapo delante de los ojillos lacrimosos. Al mismo tiempo le solté «Gestapo» y, empujándolo sin miramientos, entré rápidamente en el vestíbulo. El portero rezumaba miedo por todos y cada uno de sus descoloridos poros.

– ¿Cuál es el apartamento de Herr Haupthändler?

Al comprender que no iban a arrestarlo y enviarlo a un campo de concentración, el portero se relajó un poco.

– Segundo piso, apartamento cinco. Pero ahora no está en casa.

Chasqueé los dedos ante su cara.

– La llave maestra, démela.

Con manos ansiosas, sin vacilar, sacó un pequeño haz de llaves y eligió una del llavero. Se la arrebaté de sus temblorosos dedos.

– Si Herr Haupthändler vuelve, llame por el teléfono, deje que suene una vez y luego cuelgue. ¿Está claro?

– Sí, señor -dijo tragando saliva ruidosamente.

El piso de Haupthändler consistía en un conjunto de habitaciones, de tamaño enorme, en dos niveles, con dinteles en arco y un brillante suelo de madera cubierto con espesas alfombras orientales. Todo estaba ordenado y bien bruñido, hasta tal punto que parecía como si nadie viviera allí. En el dormitorio había dos grandes camas gemelas, un tocador y un puf. La gama de colores era melocotón, verde jade y gris claro, con predominio del primero. No me gustó. Encima de una de las camas había una maleta abierta, y por el suelo bolsas vacías de diversos almacenes, entre ellos C and A, Grunfeld's, Gerson's y Tietz. Registré las maletas. La primera que miré parecía de mujer, y mesorprendió ver que todo lo que contenía era, o por lo menos parecía, totalmente nuevo. Algunas de las prendas tenían aún las etiquetas de la tienda, e incluso las suelas de los zapatos estaban sin usar. En cambio, la otra maleta, que imaginé sería la de Haupthändler, no tenía nada nuevo, salvo algunos artículos de tocador. No había ningún collar de diamantes. Pero encima del tocador encontré una carpeta del tamaño de una cartera con dos billetes de avión de la Deutsche Lufthansa, para el vuelo del lunes por la noche a Croydon, Londres. Eran billetes de ida y vuelta, reservados a nombre de Herr y Frau Teichmüller.

Antes de dejar el apartamento de Haupthändler llamé al Adlon. Cuando Hermine contestó le di las gracias por ayudarme con la historia de la princesa Mushmi. No pude saber si la gente de Goering en la Forschungsamt había intervenido el teléfono ya; no oí ningún clic ni ninguna resonancia extra en la voz de Hermine. Pero sabía que si habían puesto una escucha en el teléfono de Haupthändler, yo tendría que ver una transcripción de mi conversación con Hermine aquel mismo día. Era una forma tan buena como cualquier otra de poner a prueba la cooperación del primer ministro.

Dejé las habitaciones de Haupthändler y volví a la planta baja. El portero surgió de la portería y tomó posesión de su llave maestra de nuevo.

– No hablará con nadie de mi visita. De lo contrario las cosas se le pondrán feas. ¿Lo ha entendido?

Asintió en silencio. Saludé con brío, algo que los hombres de la Gestapo no hacen nunca, prefiriendo como prefieren pasar lo más inadvertidos posible, pero cargando las tintas para conseguir el mayor efecto.

– ¡Heil Hitler! -dije.

– ¡Heil Hitler! -repitió el portero, y, al devolver el saludo, se las arregló para dejar caer las llaves.

– Tenemos hasta el lunes por la noche para tirar del hilo -dije, sentándome a la mesa de Inge. Le conté lo de los billetes de avión y las dos maletas-. Lo curioso es que la maleta de la mujer estaba llena de cosas nuevas.

– Parece que tu Herr Haupthändler sabe cómo tratar a las chicas.

– Todo era nuevo. El liguero, el bolso, los zapatos. No había ni un artículo en esa maleta que pareciera haber sidousado antes. Bueno, ¿qué explicación le encuentras a eso?

Inge se encogió de hombros. Seguía un poco picada por haberla dejado fuera.

– Puede que haya conseguido un nuevo empleo, vendiendo ropa de mujer a domicilio. -Enarqué las cejas.

– Está bien. Puede que esa mujer que se lleva a Londres no tenga ropa bonita.

– Más bien será que no tiene ropa en absoluto. Una mujer bastante rara, ¿no crees?

– Bernie, ven conmigo a casa y te mostraré a una mujer sin ropa.

Durante un segundo jugueteé con esa idea. Pero proseguí:

– No, estoy convencido de que la novia fantasma de Haupthändler está empezando este viaje con un ropero totalmente nuevo, de arriba abajo. Como una mujer sin pasado.

– O como una mujer que empieza de nuevo -dijo Inge. La teoría iba tomando forma en su cabeza mientras hablaba. Con mayor convicción añadió-: Una mujer que ha tenido que romper con su anterior existencia. Una mujer que no podía volver a casa a recoger sus cosas, porque no había tiempo. No, eso no funciona. Después de todo, tiene hasta el lunes por la noche. Así que quizá tiene miedo de volver a casa, por si hay alguien esperándola allí.

Asentí con señal de aprobación y estaba a punto de seguir con esa línea de razonamiento cuando me encontré con que ella se me había adelantado.