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– Quizá -dijo- esa mujer era la amante de Pfarr, la que la policía está buscando. Vera, o Eva, no recuerdo.

– ¿Y Haupthändler está metido en esto con ella? Sí -dije pensativamente-, eso podría encajar. Puede que Pfarr le diera el pasaporte a su amante cuando descubrió que su esposa estaba embarazada. Es bien sabido que la perspectiva de la paternidad ha hecho recuperar el buen sentido a algunos hombres. Pero también resulta que eso estropea las cosas para Haupthändler, que pudiera haber tenido ambiciones en lo que a Frau Pfarr se refiere. Puede que Haupthändler y esa mujer, Eva, se reunieran y decidieran representar el papel del amante agraviado (en tándem, como si dijéramos) y además hacerse con un poquito de dinero de paso. También pudiera ser que Pfarr le contara a Eva lo de las joyas de su mujer.

Me puse de pie, acabándome la bebida.

– Entonces pudiera ser que Haupthändler esté escondiendo a Eva en algún sitio.

– Eso suma tres «pudiera». Más de los que suelo tomar para almorzar. Uno más y voy a vomitar. -Miré el reloj-. Vamos, podemos pensar un poco más en esto de camino.

– ¿De camino adonde?

– Kreuzberg.

Me apuntó con un dedo de una manicura perfecta.

– Y en esta ocasión no me vas a dejar en algún sitio seguro mientras tú te guardas toda la diversión para ti. ¿Entendido?

Le sonreí y me encogí de hombros.

– Entendido.

Kreuzberg, la Colina de la Cruz, está al sur de la ciudad, en el parque Viktoria, cerca del aeropuerto Tempelhof. Es donde se reúnen los pintores para vender sus cuadros. A sólo una manzana de distancia del parque, Chamissoplatz es una plaza rodeada de viviendas altas y grises, con aspecto de fortalezas. La pensión Tillessen ocupaba la esquina del número diecisiete, pero con las contraventanas cerradas y recubiertas de carteles del partido y pintadas del Partido Comunista no parecía que hubiera tenido huéspedes desde los tiempos en que Bismarck se había dejado crecer el primer bigote. Fui hasta la puerta frontal y la encontré cerrada. Inclinándome, miré por el buzón, pero no había señales de que hubiera nadie allí.

En la puerta de al lado, en la oficina de Heinrich Billinger, contable «alemán», el carbonero estaba entregando bloques de carbón marrón, en lo que parecía una artesa de panadería. Le pregunté si recordaba cuándo habían cerrado la pensión. Se limpió la frente llena de hollín, y luego escupió mientras trataba de recordar.

– Nunca ha sido lo que se puede decir una pensión normal -declaró finalmente. Miró dudoso a Inge y, escogiendo cuidadosamente las palabras, añadió-: Más bien lo que podría llamarse una casa de mala reputación. No un burdel declarado, ya me entiende. Sólo ese tipo de sitios donde una puta se lleva a sus clientes. Recuerdo haber visto salir algunos hombres de ahí hace sólo un par de semanas. El dueño nunca compraba carbón de forma regular; sólo una carga de vez en cuando. Pero cuándo cerró, no podría decirlo. Si es que está cerrada, ¿eh? No juzgue por el aspecto que tiene. A mí me parece que siempre ha tenido el mismo.

Llevé a Inge a la parte de atrás, hasta un pequeño callejón empedrado, con garajes y trasteros a los dos lados.Unos gatos vagabundos permanecían sentados, asquerosamente independientes, en lo alto de los muros de ladrillo; había un colchón abandonado en un portal, con sus entrañas de hierro desparramándose hasta el suelo; alguien había tratado de prenderle fuego, y me acordé del armazón ennegrecido de la cama de las fotografías que Illmann, el forense, me había enseñado. Nos detuvimos frente a lo que pensé que sería el garaje perteneciente a la pensión y miré por la sucia ventana, pero era imposible ver nada.

– Volveré a buscarte dentro de un minuto -dije, y trepé por la cañería del desagüe que subía por un lado del garaje hasta el tejado de hierro acanalado.

– Que no se te olvide -me gritó.

Crucé a gatas, con cautela, el muy oxidado tejado, no atreviéndome a ponerme de pie para no concentrar todo mi peso en un único punto. Al final del tejado, mirando hacia abajo, vi un pequeño patio que llevaba a la pensión. La mayoría de las ventanas estaban cubiertas con unas sucias cortinas de red, y no había señales de vida en ninguna de ellas. Busqué una forma de bajar, pero no había ninguna cañería y el muro de la propiedad colindante era demasiado bajo para serme útil. Era una suerte que la parte trasera de la pensión ocultara la vista del garaje a cualquiera que pudiera haber levantado la vista desde un aburrido libro de cuentas. No había más remedio que saltar, aunque era una altura de más de cuatro metros. Lo conseguí, pero las palmas de los pies me escocieron durante varios minutos, como si las hubieran golpeado con un trozo de manguera de goma. La puerta trasera del garaje no estaba cerrada con llave y, salvo por una pila de viejos neumáticos de automóvil, no tenía nada. Descorrí el cerrojo de la puerta doble y dejé entrar a Inge. Luego volví a echar el cerrojo. Durante un momento permanecimos en silencio, mirándonos en la penumbra, y casi me permití besarla. Pero hay sitios mejores para besar a una chica bonita que un garaje abandonado en Kreuzberg.

Cruzamos el patio, y cuando llegamos a la puerta trasera de la pensión, probé a mover la manija. La puerta siguió cerrada.

– ¿Y ahora qué? -dijo Inge-. ¿Una ganzúa? ¿Una llave maestra?

– Algo parecido -dije, y abrí la puerta de una patada.

– Muy sutil -dijo, mirando cómo la puerta quedaba colgando de los goznes-. Doy por supuesto que has decididoque no hay nadie dentro.

Le sonreí.

– Cuando miré por el buzón vi un montón de correspondencia sin abrir encima del felpudo. -Entré. Ella vaciló el tiempo suficiente para que yo la mirara-. Está bien. No hay nadie. Apostaría a que no ha habido nadie desde hace tiempo.

– Entonces, ¿qué estamos haciendo aquí?

– Estamos echando una mirada, eso es todo.

– Haces que suene como si estuviéramos en los almacenes Grunfeld -dijo, y me siguió por el lóbrego pasillo de piedra.

El único sonido era el de nuestros propios pasos, los míos fuertes y decididos, los de ella nerviosos, casi de puntillas.

Al final del pasillo me detuve y miré al interior de una cocina grande y muy maloliente. Había montones de platos sucios apilados desordenadamente. Había queso y carne cubiertos de larvas de mosca en la mesa de la cocina. Un insecto abotargado zumbó rozándome la oreja. Sólo con entrar, la peste era insoportable. Detrás de mí, oí toser a Inge de una forma que era casi una arcada. Me apresuré hasta la ventana y la abrí. Durante un momento permanecimos allí disfrutando del aire limpio. Luego, mirando el suelo, vi que había algunos papeles delante de la estufa. Una de las puertas del incinerador estaba abierta, y me incliné hacia delante para echar una ojeada. Dentro estaba lleno de papel quemado, la mayoría convertido en cenizas, pero aquí y allí había extremos o esquinas de algo que las llamas no habían acabado de consumir.

– Mira a ver si puedes rescatar algo de eso -dije-. Parece ser que alguien tenía mucha prisa en borrar sus huellas.

– ¿Algo en particular?

– Cualquier cosa legible, supongo.

Fui hasta la puerta de la cocina.

– ¿Dónde estarás?

– Voy a echar un vistazo arriba. -Señalé con el pulgar al montaplatos-. Si me necesitas, da un grito por el hueco.

Asintió en silencio y se arremangó.

Arriba, y al mismo nivel de la puerta frontal, había incluso más desorden. Detrás del escritorio, había cajones vacíos con el contenido desparramado por la desgastada alfombra, y las puertas de todos los armarios estaban fuera de las bisagras. Me recordó la confusión del apartamento de Goering en la Derfflingerstrasse. En su mayor parte, lastablas del suelo del dormitorio habían sido arrancadas, y había huellas de que se había rebuscado con una escoba por algunas de las chimeneas. Luego entré en el comedor. La sangre había salpicado el papel blanco de las paredes como si fuera un arañazo enorme, y en la alfombra había una mancha del tamaño de una bandeja. Pisé algo duro y me incliné para recoger algo que parecía una bala. Era un peso de plomo, incrustado de sangre. Lo sopesé en la mano y luego me lo metí en el bolsillo de la chaqueta.